jueves, 1 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP.XII. MI SEGUNDO HIJO."


1952

 
Aquel día 28 de mayo me tocaba el último examen, latín. Después de las clases, hacia las dos y media, tenía la cita con el viejo profesor. Viejo, alto, delgado, barbudo, con una mirada penetrante que yo procuraba esquivar, carraspeando en tono socarrón…, mirando mi expediente…
Afuera me estaban esperando las amigas, una española y dos o tres rusas que no se marcharon a casa por acompañarme después, ya que vivíamos todas cerca y no me veían en condiciones de viajar sola de vuelta. Pues ganas me daban de salir corriendo y decir a las amigas: ¡vámonos!, pero no, me tranquilicé y seguí. El latín no era mi fuerte. Algo leí, algo traduje, algo de gramática me preguntó… Tan desencajada me debió ver el viejito que, dándome la mano, me deseó lo mejor en mi maternidad y me felicitó por el “aprobado”. Me tambaleé del mareo, le di las gracias y salí de allí.

Nieves con Gelito, Pchito y Víctor, Sima en el centro, y yo,

Nos dirigimos al Metro y viajamos de pie, como siempre, por la cantidad de gente que había. Llevábamos así una hora de trayecto cuando, de repente… ¡plas! algo se rompió en mí, así, sin previo aviso, ni dolor… Empecé a echar agua, a orinarme sin poder contenerme…. Me chorreaba piernas abajo, me encharcaba los zapatos… Elena, la amiga española, que ya tenía un niño, me dijo: ¡”has roto aguas, vamos a bajarnos en la próxima estación, ya que a la salida, cerquita, hay una maternidad, porque la que te correspondería de tu distrito queda muy lejos”!. Y así fue. Ellas, tan asustadas como yo, me rodeaban para que la gente no se diera cuenta y recuerdo que por la escalera automática subí dejando un reguero. Una vez en la clínica enseguida me atendieron, me internaron y las amigas me dejaron bien acomodada. Nunca les agradecí lo suficiente el favor que me hicieron por haberme esperado y acompañado en tan delicado y violento trance. Menos mal que el niño, que no la niña, tardó bastante en nacer y así en lugar de aparecer a mediodía en un vagón de metro, esperó hasta las doce y pico de la noche y a la maternidad, por lo que el médico me advirtió que el alumbramiento correspondía ya al día 29 de mayo de 1952. Un niño normal, sano, guapo… ¿qué más podía pedir una madre? Me sentía la mujer más feliz del mundo. Este sí, este se llamaría Angel.
Estuve ingresada más días de lo normal porque tenía una infección al pecho con lo que sufrí bastante. Acabó yéndoseme la leche y lo amamanté sólo dos o tres meses. El verano lo pasamos bastante bien, yo cuidando de mi bebé.
Paco pasaba casi todo el año en una guardería no lejos de casa, aunque para el verano tenía una “dacha” o casa de campo a las afueras de Moscú. Estaba toda rodeada de bosques, y allí pasaban dos meses de calor, insoportable de otro modo en la ciudad. A los niños mayorcitos los llevaban en un viaje más largo: en tren a Crimea, al Sur, donde se encontraban las residencias y sanatorios del Estado. Era un veraneo muy asequible para los obreros, adjudicándose las plazas por mediación de los sindicatos. Los niños, por supuesto, eran privilegiados. Allí, en la ciudad de Anapa, disfrutó Pachito de tres veranos de playa y baños a orillas del Mar Negro.
Cuando se encontraban descansando a las afueras de Moscú, íbamos a visitarlos sin que ellos nos vieran a nosotros para que no lloraran; pero ya mayorcitos, cuando los llevaban tan lejos… volvían desconocidos, crecidos, delgaditos, pero tostados por el sol y felices. Nunca en la vida he podido olvidar un cuadro grabado en mi mente, la primera vez que fuimos Angel y yo a esperarlo a la estación a su regreso; tendría cuatro años y medio. En el andén estaban las educadoras, que nos los entregaban según ellos iban apareciendo por la puerta del vagón. De repente, después de haberse apeado otros, veo aparecer a uno caminado dentro del vagón con dificultad, haciendo dos pasos hacia delante, dos pasos hacia atrás, vencido por el peso de una mochila que llevaba a la espalda y que abultaba más que él. Era mi hijo. Me acuerdo que me entró un ataque de risa y llanto a la vez al verlo luchar, aparecer y desaparecer, arrastrado hacia atrás por su contrapeso. Todavía hoy me río.
Cuando lo recogimos, lo primero que hizo fue abrir la mochila y sacarnos un regalo: un ramito de uvas diminutas y verdes, envueltas en papel de periódico, que no se había comido de postre para traérnoslas. Ese fue su primer regalo y muy valioso, por cierto. Todo el amor del mundo concentrado en un racimito de uvas de un niño para sus padres.
Angelito nació y todavía vivíamos en la “Barraca 13”, por eso no me encontré sola ni un momento. Nos cuidábamos los niños unas a las otras cuando teníamos que ausentarnos por algo, nos hacíamos los recados mutuamente, charlábamos, tejíamos y hasta cocinábamos en aquel “cuchitril” común. Allí lavábamos la ropa en unas tinas de zinc que teníamos para bañar a los niños; luego la tendíamos en unas cuerdas justo encima de las ollas, porque era a donde subía el calor de los hornillos y secaba enseguida. Si lo hacíamos en la calle, en invierno, según la estabas tendiendo, se te ponía tiesa como el bacalao; pero, aunque parezca mentira, secaba. Al meterla en casa y descongelar, estaba seca. Lo peor es que las manos también se quedaban tiesas al tender y recoger.
Se casaban los amigos, celebrábamos bodas, nacían niños, éramos felices.
No había secretos entre nosotros, nos lo contábamos todo; nos leíamos las cartas de las familias de España, bromeábamos, nos ayudábamos…. Así se forjó nuestra amistad para siempre, la que aún sigue entre los que quedamos.


Nieves con Pachito

Bueno, pues sin darnos cuenta, pasó el verano; se acercaba septiembre, empezaban las clases… ¿Cómo me las arreglaría yo?  Teníamos una vecina rusa que vivía en otro barracón, enfrente del nuestro, que tenía un marido muy delicado y dos niñas, una de unos cinco añitos y otra de siete, rubias de ojos azules, guapísimas. Pues no recuerdo cómo, pero la contraté para que me cuidara el niño, a Gelo, hasta que yo viniera del Instituto. Sé que le pagaba algo, pero muy poco. Ella me lo recogía a eso de la siete de la mañana, se lo llevaba a su casa y yo, cuando regresaba, pasaba a buscarlo. Era muy buena gente, los conocíamos bien. Las niñas estaban locas de contentas con el nuevo “juguete de la casa”, y esa fue mi salvación el primer año, cuando me daba pena entregar un niño tan pequeño a la “casa-cuna”, dónde permanecían hasta los dos años. Pachito seguía en la guardería, lo llevábamos Angel y yo.
Al regresar a las dos de clase, yo pasaba por el “magasin”, hacía la compra, recogía al niño, hacía la comida, preparaba los deberes… Teníamos muchos ejercicios escritos de traducción y gramática; además había cosas que estudiar y sobre todo, leer, leer, en ruso, en español, en inglés… No sé como lo aguanté. Los fines de semana eran para lavar, planchar y limpiar. Ángel me ayudaba en los recados, pero tampoco tenía tiempo, trabajaba muchas horas.
A pesar de las difíciles condiciones de vida, los días pasaban rápido. La peor pesadilla que recuerdo de aquella época era los madrugones, con aquel frío intenso de las mañanas al coger el tranvía en la hora punta, cuando casi todo el mundo, y yo con todos, comenzábamos la jornada laboral a las ocho. El viaje en el metro, después del tranvía, con unos cuantos transbordos en distintas estaciones para mayor incomodidad, duraba más de una hora. Lo rematábamos a pie unos veinte minutos durante los cuales daba tiempo a congelarse. Tranvía, metro, caminata, y viceversa para la vuelta, y así un día y otro.
Nunca recibí ningún “suspenso”, pero, ya no sé en qué curso fue,  pasé la mayor vergüenza de mi vida en el examen de literatura inglesa. Ya he dicho que mi punto débil era la lectura, por falta de tiempo, así que aproveché para ver por televisión la obra de teatro “Hamlet”, escribí los comentarios de su argumento y pensé que lo llevaba preparado. Entré al examen oral en ruso, saqué una papeleta con tres preguntas, y ¡zas!, la primera: Hamlet. No me inmuté, empecé a “explayarme”… El profesor, un señor muy serio, erudito y sabio, además de todo, por viejo, me dijo:

“- No hace falta que se extienda. Dígame sólo cómo empieza el drama.”

Me acordé de un banquete ante una mesa con muchos invitados…

“- No, no, así empieza la obra de teatro; pero ¿y el libro?, ¿cómo empieza el libro?
 
Agaché la cabeza y…, no llegué a desmayarme. Tampoco el profesor llegó a pegarme, pero solamente se retuvo, estoy segura, por su profesionalidad y su correcta educación; pero ganas no le faltaron:

“- ¡¡Atreverse a venir a examinarse de literatura inglesa, de Shakespeare, sin haber leído Hamlet…!!

Me despidió de clase. Tuve que salir avergonzada y peor que un perro con el rabo entre las piernas. Pero el buen hombre no me suspendió. Abrió la puerta que daba al pasillo, donde yo me reponía del susto, y casi a gritos, indignado, me dijo:

 “- ¡¡Mañana a estas horas quiero verla aquí con Hamlet aprendido de memoria!!

 De memoria no, pero que me lo aprendí bien, ¡sí!

Al día siguiente; ya los dos más tranquilos: 

“- Qué, ¿ya se ha leído el librito?

Pues entonces me tocó Otelo; y menos mal que ese sí que lo había leído. Y me aprobó…
Otro acontecimiento que quedó grabado en nuestras vidas de aquel entonces fue la muerte de Stalin -Iosif Vissarionovich Dsugasvili-, así se llamaba (Iosif es José en ruso). Sus apellidos eran de origen georgiano, en el Cáucaso, pues de su capital Tvilisi, era él (1879-1953). Yo estaba sentada ante la mesa preparando mis deberes, aquella tarde. Al lado mío, Gelo en la cuna, sentadito, rodeado de almohadas y entreteniéndose con sus juguetitos; pero de vez en cuando, estiraba la mano y me cogía los papeles que yo estaba escribiendo o leyendo, más que nada para llamar mi atención y recordarme su presencia…
De repente, se escucha por la radio: “¡Atención, atención!”.
El tono de voz y la solemnidad nos prevenía de la tragedia: Stalin había muerto.
Aquella no era una muerte cualquiera. Significaba la desaparición de la personalidad más adorada y digna, sagrada y respetada por millones de ciudadanos de la Unión Soviética, nuestro jefe, nuestro ser divino, nuestro padre… Así nos tenía a todos ciegos con su culto a la personalidad; personalidad poderosa y terrible al mismo tiempo, como supimos después. Pero en aquel momento el pueblo se echó a la calle a llorar, a gritar estremecido por el dolor.
Al día siguiente, camino del trabajo, no había ni una sola persona que no participase en aquél desesperado llanto colectivo de las masas populares, por las calles, en el metro, en los lugares de trabajo.
Toda la inmensidad de aquél entonces extenso país se puso de luto. Se paralizó la vida, como si el corazón de toda la nación hubiese dejado de latir con el suyo. No tuvimos clase y mis amigas y yo nos dirigimos al centro de Moscú pensando en alcanzar la Plaza Roja y desfilar ante el cadáver expuesto; pero nos fue imposible. La gente pasaría días en aquella cola que se extendía a lo largo de las calles adyacentes, bordeadas por los dos lados de miles y miles de coronas depositadas por representantes de los más remotos y alejados lugares de todo el país, de las fábricas, universidades, koljoses, todos queriendo expresar el dolor por la pérdida del Ser querido. Hubo varios muertos víctimas de las aglomeraciones y nosotras, además de coronas y ramos de flores, no vimos más que muchedumbre, empujones y pisotones. Acabamos dando las gracias por haber conseguido salir de allí con vida, empujadas por la misma masa humana que nos impidió ver nada más.
El impacto emocional de aquel acontecimiento yo siempre lo comparé con el que nos produjo el anuncio del final de la II Guerra Mundial. Sólo que éste último fue de alegría y gozo y el otro desgarrador y triste.
Todos éramos conscientes de que una nueva era política nos envolvería, pero la misma fe en Stalin nos mantenía tranquilos y seguros. Él había sabido guiar y dirigir los destinos de la Unión Soviética en los momentos difíciles, desde que Lenin le encomendara el poder en 1924.
Sacó al país de la miseria después de la Revolución, propulsó la colectivización del campo y la industrialización. Ante el ataque de Hitler, en 1941, asumió la presidencia del Consejo de Comisarios del Pueblo y el mando supremo del ejército, con el grado de Mariscal. En 1946 se hizo elegir Presidente del Consejo de Ministros. Condujo a su país a la posición de gran potencia mundial, en competencia con todos los países capitalistas, sobre todo Estados Unidos. Supo mantener el equilibrio político de los años posteriores a la guerra porque lo primordial en aquel momento era fortalecerse y reponer la industria y el nivel de vida.

Jefe de Taller

Al poco tiempo de su fallecimiento empezaron a correr rumores secretos de tono negativo que circulaban de boca en boca y que luego se confirmaron en el XX Congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) en 1956. Aquí fue donde lo condenaron por hacer del terror y la arbitrariedad política los pilares de su dictadura personal y absoluta. Los aspectos más deplorables de su régimen, el culto a su personalidad y su despotismo estaban presentes en todas estas críticas que aparecieron después de su muerte.
Se dio paso así a un proceso de lucha interna desgarradora por la sucesión al poder en el Kremlin. Había que ofrecer al pueblo, sometido a una tremenda tensión en la época stalinista, muestras suficientes de libertad, para que comenzase a respirar más tranquilamente alrededor de los que ocupasen el poder.
Pasaron a una digna reserva Malenkov, Molotov, Budionny y Bulgarin, antiguas glorias, cuadros de mando del Partido en toda la época pasada, y se hizo con el poder el tosco campesino ruso Nikita Jruschov, a quién ya Stalin había encomendado tareas de responsabilidad. Jruschov trató de imponerse como renovador, pero tuvo muchos fallos que lo condujeron a una caída fulminante ocho años después. En 1964 se iniciaba así la era Bresniev, luego Suslov, Andropov…, Gorvachov, Yeltsin… Otros nombres, cambios políticos, desestalinización, errores… La tarea no la tuvieron fácil. Los soviéticos exigieron instituciones democráticas que los acercasen a las sociedades occidentales. Pero es el día de hoy en que aquel país no ha encontrado el modo de levantar la cabeza. Un capitalismo salvaje sobre las ruinas del socialismo ha forjado nuevos ricos, pero el pueblo, sin embargo, es cada día más pobre.
Frío, cruel, enérgico, tenaz, dotado de una aguda intuición política, Stalin culminó una etapa histórica en la que nos vimos involucrados  junto a su pueblo y que tuvo una enorme influencia en el desarrollo de los acontecimientos que regían los destinos de medio mundo… Soñaban con grandeza y superioridad sobre el capitalismo, pero los dictadores sólo conducen a la decadencia.
La vida seguía. Mi obsesión era terminar los estudios, ponía todo mi empeño y fuerzas para seguir adelante.
La fábrica de motores de aviación en la que trabajaba Angel, al igual que toda la industria de la posguerra, estaba en pleno apogeo; la estricta planificación y el cumplimiento a rajatabla de los planes mensuales y anuales los obligaban a vivir casi exclusivamente para la producción, prescindiendo de intereses personales, económicos, particulares o familiares. Sobre todo, a finales de mes se pasaban días y noches pendientes sólo del cumplimiento de la tarea de su taller, del cual ya era Jefe.
 

En la Reisdencia con Galán

Lo que menos me gustaba a mí y recuerdo con amargor de boca eran sus vacaciones. Eran sagradas y merecidas, dadas las condiciones de trabajo de todo el año. Pues a las afueras de Moscú había un sanatorio que era para extranjeros, pero que, como de otros países no había casi nadie, se había convertido en el “Sanatorio de los Españoles”, así lo llamábamos. Reunía muy buenas condiciones, al lado de un lago, a unos 100 kilómetros de la capital, donde disfrutaban de buena comida, cuidados sanitarios, actividades culturales y a dónde los rusos no tenían acceso ni para verlo de lejos siquiera. Allí se iba el que podía a pasar el mes de vacaciones por poquísimo dinero, casi gratis; y allí se me iba Angel. Yo, claro, nunca estuve. Quedaba triste y celosa, pero resignada.
Normalmente era en mayo y junio cuando me quedaba yo con mis niños y mis exámenes. Así, de lejos, y al cabo de tantos años, parece como que aquello no estaba bien. Pero las circunstancias de la vida, cuando las estás pasando, las enjuicias según el momento y las necesidades, según la mentalidad y, sobre todo, el carácter de cada persona.
Angel siempre fue muy movido y activo, inconformista. Empezó a darle vueltas a la cabeza porque no estábamos a gusto en la casa en que vivíamos, después de la “Barraca 13”. Era un apartamento en un primer piso de una casa también tipo barracón. El apartamento era de cuatro habitaciones, un aseo pequeño y una cocina nada extensa. Pero es que en cada habitación vivía una familia:

1º/ Nosotros con nuestros dos hijos.

2º/ Un camionero alcohólico con su mujer, su hija de 12 años y dos gemelos como Gelo.

3º/ Un matrimonio con la abuela y un hijo. Él borracho, pero buena persona, ella gorda, de más de 100kg., que no podía cerrar la puerta del aseo cuando iba porque apenas cabía. La abuela, típica rusa, buena cocinera, también obesa. Y el hijo, un niño mimado de 7-8 años que me molestaba continuamente con su presencia porque quería jugar con Pachito.
 
4º/ Una divorciada con su hijito de 8-10 años y su madre, una abuelita maravillosa y sacrificada que trabajaba en la guardería de Angelito y me lo cuidaba en especial por ser vecina.
 
Nos llevábamos muy bien, nos apreciaban; pero aquellas condiciones se hacían insoportables por lo apretado e incómodo.
Allí conocí yo las cucarachas, que ennegrecían el suelo de la cocina con su presencia por la noche, y, si encendías la luz, corrían despavoridas en todas direcciones buscándose un refugio. El veneno no les hacía efecto, se lo comían y engordaban más.
En el año 1954 se nos ocurrió comprar nuestro primer televisor; fuimos de los primeros que hacíamos tal adquisición y pronto tuvimos que arrepentirnos de haberlo hecho. Al ser la última novedad, todo el mundo quería conocerla y a la hora en que empezaba la emisión, sobre las seis de la tarde, se me llenaba la habitación de vecinos. Algunos niños se sentaban en el suelo en primera fila, otros en sillas, pero como había pocas para todos, los más ya optaban por traerse sus respectivas banquetas y hasta las 12 de la noche, que acababa la emisión, había algunos que no se marchaban. Ángel quería acostarse y no podía por la presencia vecinal. Hubo que “cortar por lo sano” y, al mismo tiempo, empezar a hacer gestiones para conseguir otra vivienda más cómoda.
Dicen que los días se hacen cortos cuando se es feliz, y yo digo que también, cuando se está muy ocupado. A mi me pasó muy rápido aquél período, tal vez porque coincidieron las dos circunstancias.
El último, 5º curso, lo pasamos casi todo de prácticas. A mí me adjudicaron las clases de español en una escuela, cuyos alumnos estaban locos de contento por tener una profesora española de verdad y disfrutaban de mis relatos sobre España, sobre nuestras costumbres, nuestras comidas, nuestro clima… Echaban por entonces en los cines de allí una película argentina de una cantante, Lolita Torres, y me hacían hasta cantarles sus canciones, que, ya antes, todas las españolas de Moscú nos habíamos aprendido. Mi nota por las clases prácticas, por supuesto, fue sobresaliente. Como nuestra especialidad no era técnica, que nos obligara a realizar un proyecto, para licenciarnos solamente teníamos que aprobar los “Exámenes de Estado” al final de la carrera. El Tribunal Estatal que venía a la facultad a examinarnos estaba compuesto por miembros ajenos completamente a nuestra institución, eran severos, inaccesibles, jueces implacables, que nos hicieron pasar las mayores tiritonas de nuestra vida. Yo, que siempre he sido insegura, indecisa, corta, más bien tímida…  se que pasé muy malos ratos. Pero todo salió satisfactoriamente. Las notas eran del 1 al 5 (muy mal, mal, regular, bien y muy bien). Mis calificaciones fueron todas de 4 y 5, sobre todo destacadas las de español.

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