jueves, 8 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. IV. DANILOVCA"


1941 – 1942

 Ahí nos separamos de los compañeros de la otra colonia que iban hacia otra ciudad y nosotros viajamos en tren hasta Mijailovka y, desde allí, en camiones a Danilovka. Este era un pueblo pequeño a la orilla de un río. Nos metieron en una escuela y sus clases las adaptaron para dormitorios. A la otra orilla, cruzando por un pequeño puente, estaba la casa que nos servía de cocina y comedor. Estudiábamos distribuidos por grupos en varias “isbás”.
Allí, cuando llegó el crudo invierno, empezaron nuestras dificultades y padecimientos. Teníamos que partir la leña y encender el fuego nosotros mismos y los chicos acarrear el agua en barricas sobre carros de caballos. Pasábamos mucho frío y fue allí también donde nos alcanzó el primer hambre de la guerra, que se daba a conocer en su faceta cruel de la retaguardia.
Yo he sido toda la vida una apasionada de los desayunos y tal vez por eso, nunca se me ha olvidado lo que tomábamos allí todos los días a primera hora: una taza caliente de agua de cocer remolacha azucarera, o sea, un café dulcecito y marroncito, pero con sabor a nabos… y un trozo de pan. No estaba mal, todavía.
Recuerdo también, por ser novedad, que teníamos que hacer nuestras necesidades en la calle, en una especie de chabolitas de madera con un pozo negro. Y sí que tenían puertas, pero a fuerza de hacerlo, en invierno, con prisa y a distancia, en el suelo se iba formando una capa amarronada de hielo de orines que impedía primero allegar la puerta y después ya ni moverla. Así que las chicas, teníamos que ir siempre en grupitos por acompañarnos y taparnos unas a otras. Las distancias cada vez se hacían más cortas, sobre todo en invierno con aquellos fríos, por lo que el camino por aquél patio en dirección a la chabola se convertía en una verdadera pista de patinaje.
Aquel invierno de 1941-42 fue muy difícil.
Estefanía también lo estaba pasando mal, trabajaba en la cocina, o bien de guardiana de noche, cuando en la lavandería, cuando de educadora. Lo más duro para ella fue la separación de su marido que ya preveía para siempre.
Ibamos estudiando lo que podíamos con mucha voluntad, pero con grandes dificultades. Casi todas las tardes “se iba” la luz porque la pequeña estación no daba abasto y no podíamos hacer los deberes, aunque aprovechábamos el tiempo para cantar, sobre todo canciones españolas. Aquellos coros improvisados, a oscuras, a media voz y con los ojos cerrados, nos hacían soñar con todo aquello tan querido que añorábamos como nunca antes habíamos añorado: España, las madres y la familia.
Las noticias del frente no eran nada esperanzadoras. Los alemanes seguían avanzando, arrasando los lugares que conquistaban. Habían cercado la ciudad de Leningrado y allí atrapados quedaron un gran número de españoles. Aquel bloqueo les costó la vida a un millón de personas. Sufrieron, y los que se salvaron lo atestiguaron, el hambre más horrorosa que un ser humano puede soportar, además del frío y los bombardeos. Todos los que quedaron para defender la ciudad trabajaron y lucharon duro, entre ellos varios de nuestros compañeros. Por fin, en marzo de 1942, por el llamado “camino de la vida” abierto en el hielo que cubría el lago Ladoga, algunos consiguieron salir exhaustos, pero con vida. Entre ellos se encontraban las que más tarde y, para siempre, serían mis amigas, Amor y Emilia.
Sin embargo no consiguieron ocupar Moscú. Stalin dijo: ¡Ni un paso atrás! ¡Moscú será invencible! Y lo fue. La batalla fue muy dura, pero Hitler, en la conquista de la capital, recibió su primer fracaso y desastre, destruyendo la confianza anteriormente conseguida por sus tropas y comandantes.
En cambio, más al sur, en aquél verano de 1942, los alemanes emprendieron un rápido avance por las estepas, conquistaron las tierras de los cosacos, se hicieron con el Don y enfocaron su objetivo militar hacía Stalingrado. ¡STALINGRADO!, eso ya nos caía más cerca y nos afectaría de lleno en poco tiempo.
Un día me llamó la directora y me dijo que las circunstancias iban a cambiar para nosotros. Nos encontrábamos en plena zona de guerra y teníamos que participar en la defensa de la patria cooperando con nuestro trabajo. De inmediato, un grupo de chicos, los mayores de la casa con 17-18 años, iban a ser destinados a trabajar a la fábrica de tractores de Stalingrado donde se necesitaban obreros para sustituir a los que se marchaban al frente; entre ellos, claro, Pepe Prida. Ella sabía que eso me iba a doler, pero tuvo que ser. Una despedida triste, nada romántica: un único beso en la mejilla, primer y último beso. Ambos intentábamos darnos ánimos, pero la situación no nos brindaba esperanzas en el futuro. Un beso, un apretón de manos, una última mirada y… se acabó. Prometió escribirme y es cierto que lo hacía asiduamente a pesar de que su trabajo le ocupaba duras y prolongadas jornadas.
En su residencia de Stalingrado, durante aquel crudo invierno, el racionamiento era muy escaso y el frío en la calle tremendamente intenso.
El verano del 42, nosotros en la colonia también lo pasamos trabajando. Las chicas lavábamos la ropa, los chicos sacaban troncos del río para convertirlos en leña y a todos, de vez en cuando, nos llevaban a trabajar al campo en los “koljoses” donde también escaseaba la mano de obra, sólo compuesta ya por mujeres. Vivíamos algo inquietos porque las noticias del frente se nos hacían incomprensibles, pero la fe ciega en la victoria seguía firme y todo lo achacábamos a la “estrategia militar”, sin duda acertada, de Stalin.
A medida que los alemanes avanzaban hacia Stalingrado nuestra zona de residencia se iba haciendo peligrosa. Así que llegó el día en que otra vez tuvimos que recoger provisiones, ya muy escasas, y algunos enseres, y montarnos en un tren hacia la retaguardia más profunda, que resultó ser la República de Bashquiria (capital Ufá), al sur de los Urales.
Nos llevaron a un pueblo pequeño llamado Meleus.

 

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