domingo, 9 de mayo de 2010

Artículo de Pilar Bonet en EL PAIS


El País / Pilar Bonet      9 MAY 2010

Los últimos 'niños de la guerra'
En Rusia y Ucrania quedan 171 supervivientes de los niños españoles que llegaron en 1937 para salvarse de la Guerra Civil. De los adultos que combatieron a Hitler ya no queda nadie con vida
Rusia celebra hoy el 65º aniversario de la victoria en la "Gran Guerra Patria", como se denomina aquí la II Guerra Mundial. En la Plaza Roja estarán veteranos extranjeros que lucharon contra Hitler, pero habrá un vacío, el de los españoles que combatieron bajo la bandera de la URSS como aviadores, soldados, partisanos y guerrilleros. El último residente en Rusia de ese grupo curtido y condecorado, Ángel Grandal-Corral, de 83 años, falleció el 25 de marzo en Podolsk, cerca de Moscú. Aquel recio marino de Baracaldo, que patrullaba Gibraltar en el destructor Churruca, estuvo en los servicios de seguridad soviéticos y operó en un destacamento especial en la retaguardia alemana. "Ángel siempre fue un razvedchik (agente) y no relataba sus gestas", afirman conocidos del lacónico vasco al que atribuyen legendarios sabotajes y voladuras.
En diciembre murió en Madrid José María Bravo, que se formó como piloto en la URSS y fue uno de los aviadores que acompañó a Stalin a la conferencia de Teherán. Nacido en 1917, poseía la medalla del Valor, la orden de la Guerra Patria y de la Estrella Roja. Lideró la asociación "Veterani", que fomentó los vínculos económicos entre España y los países postsoviéticos.
Varios "niños de la guerra" (en Rusia y en Ucrania) compartieron sus recuerdos con EL PAÍS en vísperas del aniversario. Llegaron en barco a Leningrado en 1937, los alojaron en "casas de niños" y en su memoria se amalgaman dos guerras: un paisaje de bombas incendiarias, hambre insaciable, huidas eternas en barco y en tren y hermanos o compañeros que fueron víctimas del tifus, la tuberculosis y el hambre o que simplemente desaparecieron al soltarse de la mano.
Mercedes Coto, de 85 años, es una blokadniza (veterana del bloqueo) de Leningrado (septiembre, 1941-enero, 1944). Ella y Joaquina, de 81, recuerdan a Manolo, el hermano recién fallecido. Procedían de un pueblo de Asturias. En la URSS las separaron. Mercedes vivió en una casa de niños de Leningrado y ayudaba a operar a los heridos del frente en un hospital. Recuerda los cadáveres amontonados sobre el río Neva helado y el hambre que mató al compañero Salvador Puente. En 1943, aprovechando la ruptura del cerco, la mandaron al Cáucaso, donde el ejército alemán capturó a un grupo de niños (repatriados con posterioridad a España desde Alemania). Por las montañas llegó hasta Sujumi, en el mar Negro, y allí los soviéticos la encarcelaron por indocumentada. La liberaron después de que los niños capturados por las tropas hitlerianas en el Cáucaso contaran su odisea en una emisora alemana. Desde Tbilisi, en barco por el Caspio y como polizón de trenes por la estepa asiática, llegó a Samarcanda. En Miass, en los Urales, bailó jotas para el Fondo de Defensa de la URSS.
"Tras de ti marcharemos, Stalin, por la línea que Lenin trazó...". Las hermanas Coto entonan la estrofa inicial de la canción compuesta por los niños Julio García y Ángel Madera. Stalin premió su creatividad con un reloj. "La cantaban en todas las casas de niños españoles de la URSS", afirma Joaquina. Madera pereció en el frente de Leningrado.
En su huida, Mercedes encontró generosidad: la tía Masha, que la salvó de morir de diarrea en Samarcanda. Y frío cálculo: la aldeana del Cáucaso que le pidió la bata por un plato de sopa. Tras la guerra, Mercedes trabajó en una fábrica de Moscú. Por su condición de blokadniza, reconocida recientemente, recibe una pensión rusa de 25.000 rublos (equivalente a 650 euros), complementada con otra española. Joaquina enseñó francés en un pueblo montañoso de Daguestán, donde se desplazaba en burro, y después trabajó en Radio Moscú.
El destino dispersó a los niños. Les enviaron a lugares de donde Stalin había expulsado a otras comunidades por temor a que apoyaran al enemigo. Así, llegaron a la antigua República de los Alemanes del Volga, de donde fueron deportadas 367.000 personas, y a Crimea, de donde en 1944 fueron expulsados los tártaros. Francisco Mansilla, el director del Centro Español de Moscú, recuerda su estancia en Bassel, donde se alimentaban de los comestibles dejados por los alemanes, incluido el "sabroso aceite de hígado de bacalao" que el director de la casa de niños le requisó.
En Izium-2, en las cercanías de Járkov (Ucrania), vive Tomasa Rodríguez, 81 años, que de niña pasó "frío, hambre y miseria" en la aldea alemana de Kukkus. Tomasa es la última española de Izium-2, donde vivieron unos 40 niños de la guerra empleados en la fábrica de óptica local. Tiene tres hijos, uno de ellos trabajando en Barcelona. "Si no fuera por España, estaría en la ruina", afirma esta mujer que cobra una pensión española de 1.700 euros cada tres meses y otra pensión de Kiev de 950 grivnias (unos 120 euros).
La vasca Josefina Iturrarán, de 87 años, cuenta que, al estallar la guerra, desaparecieron los educadores de su casa de niños de Odessa. Josefina reprocha a los dirigentes del Partido Comunista de España el "habernos dejado solos y haberse olvidado de nosotros". Fue evacuada por Siberia y Asia Central en un vagón sin cristales. El trayecto, de 38 días, concluyó en Samarcanda, donde "se acababa la vía".
A Antonio Herranz, de 83 años, de Baracaldo, lo enviaron a Eupatoria, en Crimea, y de allí hacia Stalingrado bajo las bombas alemanas, y por el Volga, hasta Engels y Orlovskoye, donde aprendió a ordeñar vacas y sembrar la tierra. Recuerda Herranz el tocadiscos de Afanasi Kisiliov que, de profesor en la embajada soviética en París, se convirtió en director de una casa de niños y organizador del trabajo agrícola en las haciendas abandonadas por los alemanes en Orlovskoye. Los adolescentes fueron enviados a las fábricas y Herranz fue tornero en Marx-Stadt, cerca de Sarátov. A los 14 años fabricaba armas y comía una vez al día. En el Centro Español de Moscú se guarda la memoria de vidas -breves y largas- golpeadas por dos guerras. También la de los miembros de la División Azul que se pasaron al Ejército Rojo y tras internamientos a veces muy largos se integraron en la URSS, en gran parte en Tbilisi.
  
Clase de gimnasia en la Casa de Niños de Pirogvskaya, en Moscú en 1938.
Las efigies de Lenin y Stalin presidían los centros oficiales.
 
De la contienda española a la URSS
Unos ochocientos españoles lucharon por la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Según datos del Centro Español en Moscú, 151 cayeron en combate y 15 desaparecieron en el frente. Si se suman las víctimas de las secuelas bélicas, hubo 420 muertos.
A raíz de la Guerra Civil (1936-1939) llegaron a la URSS 4.299 españoles: 891 emigrantes políticos, 157 alumnos pilotos, 67 marineros, 122 acompañantes, 2.895 niños en expediciones y otros 87 con sus padres, además de 27 capturados por el Ejército Rojo en Europa, y 51 procedentes de la División Azul. El historiador Andréi Elpátevski estima que 6.402 españoles (más de 3.000 niños) emigraron a la URSS desde los años veinte a los cuarenta. De ellos, 278 civiles fueron considerados sospechosos, incluidos los apresados en Europa. Además hubo entre 452 y 484 prisioneros de guerra, en su mayoría de la División Azul. Por delitos varios fueron condenados 250 españoles, entre ellos, 69 prisioneros de guerra e internados y 155 educadores castigados sobre todo por hurtos, subraya Elpátevski. Detrás de los robos, el hambre.
Un centenar de ex combatientes españoles vivían en 1985 en la URSS; un cuarto de siglo después, todos han muerto. A principios de mayo, en Rusia y en Ucrania quedan 152 y 19 "niños de la guerra", respectivamente. Felipe Álvarez, el último ex combatiente español residente en Ucrania, falleció en 2008


miércoles, 28 de abril de 2010

Artículo en LNE: Nieves Cuesta, Juan Jesús Glez. y Julián Campo

 
 
 
 

Miércoles, 28 de abril de 2010
Alfonso LÓPEZ ALFONSO
Vidas truncadas
La huella de la contienda civil en las memorias de la mierense Nieves Cuesta Suárez, «niña de la guerra»; del exiliado Juan Jesús González y del maestro de Ceares Julián Campo Zurita
 

James Agee, que recorrió junto al fotógrafo Walker Evans el Estado de Alabama para retratar a varias familias de aparceros durante el verano de 1936, se dio cuenta de que en ocasiones sobra el arte porque se impone la vida. Percibió que cuando lo que tenemos delante es significativo de algo, muy bien puede representarse a sí mismo sin añadidos, y por eso al hablar de uno de los protagonistas de «Elogiemos ahora a hombres famosos» deja patente los aprietos en que se ve el artista cuando el objeto a sublimar es capaz de eclipsar con su realidad -con su autenticidad, si se quiere- todo intento de elevación: «George Gudger es un ser humano, un hombre que se parece más a sí mismo que a ningún otro ser humano. Podría inventar incidentes, apariencias, adiciones a su carácter, procedencia, entorno, futuro, capaces de apuntar, indicar y subrayar cosas importantes de él que de hecho estoy seguro de que son ciertas, y significativas, y que el George Gudger sin cambios ni condecoraciones no indicaría, ni siquiera sugeriría. El resultado, si tuviera suerte, podría ser una obra de arte. Pero en cierto modo, un hecho mucho más importante, digno y cierto sobre él que yo no podría inventar aunque fuera un artista ilimitadamente mejor de lo que soy, es el hecho de que sea con exactitud, hasta el último centímetro e instante, quién, qué, dónde, cuándo y por qué es».

Tengo sobre la mesa tres libros de memorias que confirman la apreciación de James Agee. Los protagonistas de estas historias tienen en común, además, el hecho de que el 18 de julio de 1936 les partió la vida en dos. Cogiendo el subtítulo del libro «Hijas de la ira», que Juana Salabert publicó hace unos años con testimonios de mujeres, podemos decir que las de Nieves Cuesta Suárez, Juan Jesús González Ruiz y Julián Campo Zurita fueron vidas rotas por la Guerra Civil.

«Simplemente mi vida» (Azuzel, 2009), titula Nieves Cuesta Suárez sus memorias, que tienen ese tono familiar, cercano, como si lo que aquí se dice estuviera contado en la cocina, en animada charla de sobremesa. Por cómo acercan el testimonio de la Revolución del 34 y de la Guerra Civil recuerdan estas memorias a otras editadas también recientemente, las de Ángeles Flórez Peón Maricuela (Fundación José Barreiro, 2009), con la diferencia de que durante la guerra Maricuela -llamada así por el papel que representó en una obra de teatro- era ya una moza en el Carbayín (Siero) y Nieves Cuesta era una niña, una de esas niñas de la guerra que partieron hacia la Unión Soviética.
 


 
NIEVES CUESTA


Nacida en La Pereda (Mieres) en 1925, Nieves se queda huérfana de padre a los nueve años, precisamente en octubre del 34: «Tal vez hacia el noveno día de revolución, en esta encarnizada lucha, cayó mi padre, José Cuesta Blanco, como otros tantos, muchos jóvenes rebeldes, que soñaron con poder derribar la tiranía que los explotaba. Sus ideales eran sanos, su causa era justa, pero las dificultades resultaron insuperables». Este hecho la llevará a separarse de su madre y partir hacia Alicante, donde será acogida por una familia. Disfruta aquí de los encantos de la vida acomodada, pero será por poco tiempo, pues al final de la guerra la filiación comunista de su padrastro hará forzosa la huida. Embarca en Alicante, en el «Stanbrook»; Orán, Marsella, Le Havre, Leningrado, y al final del viaje Jarcov (Ucrania). Por distintos lugares de la Unión Soviética peregrinará su hambre durante los años de la II Guerra Mundial para terminar en Moscú. En la Unión Soviética, dentro del entorno de españoles residentes allí, conoce a Ángel Lago, se casa y tiene dos hijos. Volverá a España en 1957 para reencontrarse con la familia. Su marido se pone a trabajar en Ensidesa y poco después nacerá el tercer hijo del matrimonio. Ésta es, a grandes rasgos, la historia de Nieves, que ella escribe con intención de que sus nietos entiendan el mundo del que vienen.

 
González Ruiz dejó Francia y pasó a España para luchar contra Franco


«Huyendo del fascismo» (Foca, 2009) es una especie de manuscrito encontrado por Julián Olivares -profesor de la Universidad de Houston encargado de la edición- en el que Juan Jesús González Ruiz relata 21 negros días que ocupan el desmoronamiento del frente de Cataluña, las dificultades para cruzar la frontera francesa y la decepción de encontrarse al otro lado rodeado de alambradas en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer. Lo curioso de este manuscrito es que, además de permanecer inédito hasta ahora, Olivares tuvo la oportunidad de entrevistar personalmente a González Ruiz en su casa de Caracas en los años 2004, 2006 y 2007, y estas entrevistas forman parte del libro, junto al facsímil del cuaderno de González Ruiz, su transcripción y un apartado de útiles glosas y notas. Como señala Olivares, hay algo que distingue este caso del resto de testigos del final de la contienda y la riada del exilio, y es que Juan Jesús González Ruiz no vivía en España cuando estalló la Guerra Civil, sino en Francia, desde donde pasó como guía de algunos refugiados vascos llegados a Burdeos después de la caída de San Sebastián e Irún.

Nacido en 1918 en Castejón del Ebro (Navarra), es el menor de cuatro hermanos y al igual que Nieves Cuesta quedará muy niño huérfano de padre. La familia emigra en 1928 a Burdeos, quedando Juan con una tía suya en Aguilar del Río Alhama (La Rioja). Seis meses después fallece la madre. En 1931 sus hermanos consiguen trasladar al resto de la familia a Burdeos. Allí Juan se interesará por el dibujo y allí se encuentra cuando estalla la Guerra Civil. Con el idealismo y el entusiasmo propios de la juventud, decide pasar la frontera para luchar contra Franco. Lo que escribió en Burdeos entre febrero y abril de 1939 fue el itinerario que siguió desde que la noche del 23 de enero planifica la salida de Barcelona hasta que el 14 de febrero a las 10 de la mañana abandona el campo de concentración de Argelès-sur-Mer: Mataró, Gerona, Figueras, La Junquera, Le Perthus. En la frontera, custodiada por senegaleses, ve a madres que pierden la razón y son separadas de sus hijos, otras que lloran con el cadáver de un bebé entre los brazos, hambre, miseria, desesperación, suicidios. Una vez pasada la frontera las cosas no mejoraron demasiado. No les dejan descansar hasta alcanzar el campo de concentración y cuando llegan hay que dormir enterrados en la arena: «Cada día que pasaba, se multiplicaban los muertos». Las entrevistas de Olivares a González Ruiz, más allá de algún despiste puntual como olvidar la infancia sevillana de Antonio Machado y decir que es de Soria, tienen tanto o más interés que el propio documento escrito por éste. La historia de vida que consigue Olivares con estas entrevistas convierte a González Ruiz en testigo privilegiado del devenir mundial entre los años treinta y la actualidad. Después de la guerra de España vino la Segunda Guerra Mundial y el protagonista de estas memorias trabajó en el consulado de Venezuela en Burdeos; más tarde, ocultando su pasado republicano, consiguió empleo como contable para los alemanes, que en ese momento construían una base submarina en Burdeos. Sin embargo, al final de la guerra trabajará para los americanos, primero en Marsella y luego en la reconstrucción de Alemania. Durante estas labores conoce a Margarita, que se convertirá en su mujer. La pareja, harta de guerras, acaba emigrando a Venezuela, donde González Ruiz ve oportunidad de hacer negocios.

«Los avatares de una vida» es el título que Julián Campo Zurita le puso a sus memorias, editadas por el Muséu del Pueblu d'Asturies. Son memorias con todas las de la ley, porque rara vez se consigue contextualizar la vida del individuo en la marcha colectiva de la historia como lo hace aquí quien fue maestro de Primera Enseñanza desde los trece años. Editado con profesionalidad por Leonardo Borque y Jesús Suárez López, con un prólogo pertinente y unos útiles apéndices que incluyen documentación del consejo de guerra al que se enfrentó el maestro, el expediente de depuración que se inicia contra él en 1937 y del que no se ve libre hasta 1961, cuando tenía 71 años y ya no podía ejercer su profesión, y algunos artículos periodísticos suyos en los que el lector puede entretenerse como extra, «Los avatares de una vida» no deja indiferente. Pasma, en primer lugar, la precisa memoria de quien conocía muy bien el mundo que le rodeaba y es capaz de insertar con milimétrica precisión su vida en el runrún general de su tiempo -únicamente un par de veces tiene algún desliz mínimo que los editores aclaran en nota.


JULIAN CAMPO


Nacido en Madrid en 1891, Julián Campo Zurita era hijo de un tipógrafo que se casa con la hija de su patrona asturiana. Poco después el retoño recalará en la aldea de Priero (Salas) con su abuela y a ellos se unirán los padres con la ristra de los hijos que van llegando. El tipógrafo se reconvierte en maestro y el hijo mayor seguirá sus pasos. Será primero maestro interino por diversos pueblos de Salas hasta que en 1909 obtiene plaza en Igueste (Tenerife), donde permanece cerca de un año. Vuelto a Asturias tendrá que hacerse cargo de una parte de su larga familia y sigue rotando por algunas escuelas de Belmonte de Miranda y Pravia, hasta que en 1921 se casa y poco después se traslada con su mujer, Natividad, y los dos mellizos que le han nacido a Trevías. Allí permanecerá durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, y allí recibirá con entusiasmo la II República, allí está cuando tiene lugar el Octubre del 34. Su siguiente destino será en 1935 como maestro de la escuela de la carretera de Ceares en Gijón. Allí lo coge la guerra y allí lo cogerán también las represalias que se tomarán contra él una vez que en octubre de 1937 las tropas de Franco toman la ciudad. Ingresado en el penal de Celanova (Orense), le piden la pena de muerte, que le conmutan por 30 años primero y doce después. El delito, haber pertenecido al sindicato ATEA, en el que se agrupaba personal de la enseñanza. Como él mismo nos dice: «Nunca tuve ocasión de leer nada de Marx, pero al parecer cuanto yo enseñaba a mis discípulos era marxismo químicamente puro».

En la prisión gallega coincidirá, entre otros, con un joven José Benito Álvarez-Buylla. Vuelto por fin a casa a mediados de los años cuarenta, no podrá reintegrarse a su puesto y sobrevivirá dando clases particulares en la academia Inmaculada y en su domicilio. Junto a su mujer se esforzará por sacar adelante a sus tres hijos (Julián, Félix y Luis) y cuando todo parece mejorar, después de conseguir en 1967 la pensión que se merece, se queda viudo. «¿Qué son algunos años más de vida, cuando uno es rico en tantas pérdidas?», debió preguntarse Julián, un poco a la manera de Pierre Michon en «Vidas minúsculas». Y para que no todo se perdiera, antes de morir en 1978, se sentó a escribir estas páginas exactas, capaces no ya de dar idea de una vida, una sociedad, un mundo, sino de reflejar todo eso con una precisión anglosajona, algo, a decir verdad, bien poco usado entre nosotros.