1945 - 1948.
¿Y qué más nos daba a nosotras?
No habíamos escogido en Ufá la rama Técnico de Aviación precisamente por afición, sino porque no había otra cosa que elegir, salvo medicina. Así que, como las asignaturas en primer curso habían sido comunes en casi todos los centros de enseñanza media, mis amigas más íntimas y yo nos hicimos ferroviarias. Los chicos casi todos dejaron provisionalmente los estudios y se pusieron a trabajar en las fábricas, pues se necesitaba mucha mano de obra y el salario era mucho mayor que nuestro mísero “estipendio”.
No habíamos escogido en Ufá la rama Técnico de Aviación precisamente por afición, sino porque no había otra cosa que elegir, salvo medicina. Así que, como las asignaturas en primer curso habían sido comunes en casi todos los centros de enseñanza media, mis amigas más íntimas y yo nos hicimos ferroviarias. Los chicos casi todos dejaron provisionalmente los estudios y se pusieron a trabajar en las fábricas, pues se necesitaba mucha mano de obra y el salario era mucho mayor que nuestro mísero “estipendio”.
Así Ángel empezó a trabajar en la fábrica número 45 de motores de aviación; se instaló en la residencia de la fábrica, dónde ya vivían un buen número de españoles llegados antes que nosotros y, durante una gran temporada, desapareció de mi vida.
No me preocupaba mucho su olvido porque respetaba sus decisiones y ya tenía yo bastantes preocupaciones para adaptarme, estudiar, aguantar el frío y el hambre; en suma, para resistir aquel cruel invierno. Dejamos de vernos, sin más.
Nuestro centro de estudios estaba en Moscú, pero la residencia donde vivíamos, una especie de barracón de dos pisos, se encontraba a las afueras, a una media hora en tren de cercanías, en Pierovo. Éramos un grupo de españoles y la mayoría rusos.
Salíamos de casa a las siete de la mañana, a 25-30 grados bajo cero, con ventiscas, nieve y hielo; mal calzadas y poco abrigadas; hambrientas… Caminábamos unos 15 minutos hasta la estación y el peor recuerdo que guardo es que a esa hora punta, cuando toda la gente se despertaba y encaminaba a la capital a trabajar, los trenes llegaban repletos. Para poder subirse en esas condiciones era imprescindible hacer un ejercicio de agarrarse y empujar fuerte a la masa que te impedía el acceso al vagón. Normalmente alcanzábamos sólo el segundo o tercer tren y entretanto el frío era insoportable.
Desagradables recuerdos. Pero teníamos 19 años, juventud, ilusiones, esperanzas, … Tanto es así, que también tengo buenos recuerdos, como por ejemplo, que todos los sábados celebrábamos baile. ¡Y vaya cómo nos componíamos y nos peinábamos unas a otras para estar guapas! Paulita seguía siendo mi amiga íntima y Teodora también. A Carmen desde que me fui para Ufá le perdí la pista, pero no nos olvidamos la una de la otra, y un día el reencuentro fue emocionante cuando el destino nos volvió a reunir en el mismo centro de estudios y en la misma residencia estudiantil. Era un milagro estar vivas, volver a abrazarnos y poder seguir compartiendo las “mundircas”
Aquél invierno se hizo largo por duro. Siempre en grupo a primeros de mes nos comprábamos los productos de racionamiento; algunos kilos de patatas, casi siempre heladas y medio podridas, algo de pasta, 250 gr. de algún aceite o grasa de mala calidad, unos 200 gr. de azúcar por persona (o miel o galletas) algo de cebada perlada o mijo… Total, que por mucho que lo estirásemos en unos días nos lo habíamos comido. Luego a pan y agua caliente. Las chicas cocinábamos algo, nos arreglábamos unas con otras. Los chavales, rendidos por las circunstancias, casi todos se fueron a trabajar. Nosotras estudiando construcción de vías, estaciones, locomotoras, señalización; transporte de productos perecederos en vagones frigoríficos, abastecimiento en los puntos de repostar hielo y sal…, temperatura ideal para el transporte de diferentes frutas o productos lácteos…, estudiábamos las cualidades de los cítricos, lo que era una naranja… ¡pobres rusas! No las habían visto en la vida. ¡A mí me lo iban a explicar ellos, habiendo vivido en Alicante!
Con poca celebración recibimos el año nuevo 1945, aunque en el fondo soñábamos con tiempos mejores, sabíamos seguro que llegarían. Ese 1945 pasaría a la historia, no solamente a nuestra historia personal, sino a la de la Humanidad entera.
En enero, el ejército soviético inició la ofensiva desde el Báltico al Danuvio.
En febrero comienza en la ciudad de Yalta una conferencia de “los tres grandes”: Stalin, Churchill y Roosvelt. En ella se trazaron anticipadamente las fronteras de la posguerra y, a pesar de los puntos de fricción, coincidieron en impedir la formación de una Alemania unificada que algún día pudiera resurgir nuevamente. El objetivo común era construir un mundo nuevo, que no conociera la injusticia ni la violencia.
Alemania, desde finales de 1943, vivía ininterrumpidamente sometida a los bombardeos de los aliados. Día y noche atronaban sin cesar las bombas sobre Berlín, y, se dice pronto, pero sólo en los primeros meses de 1945 cayeron sobre territorio alemán medio millón de toneladas de acero.
Los alemanes retroceden machacados por la artillería rusa, desabastecidos y congelados por las temperaturas del gélido invierno. En el Cuartel General del Führer se desatan las iras y su primera reacción es buscar culpables, destituir, tomar represalias contra generales y mariscales; jefes y oficiales fueron confinados.
Era un mundo de terror y con palabras es imposible expresar la dimensión de la tragedia final. Alemania había devastado regiones enteras de Rusia y lo mismo estaba haciendo la URSS al invadir al Reich. Había que obedecer las instrucciones del camarada Stalin y destruir para siempre a la bestia fascista.
El 16 de abril comienza la última ofensiva rusa con Berlín como meta; el 62 ejército es el primero en llegar. Esta unidad esta formada por los defensores de Stalingrado. Fue un símbolo que fueran los primeros rusos que entraban en Berlín el día 25 de abril de 1945.
Este 25 de abril es uno de los días más significativos de la segunda guerra mundial: rusos y americanos se encuentran a orillas del Elba, uniéndose así, por primera vez, el frente occidental y el oriental.
La guerra estaba ganada por los aliados, por los dos frentes. Los soldados se fundían en abrazos fraternales, extenuados, pero felices. Los alemanes que aún quedaban en pie, soldados o civiles, se rendían casi gozosos de que la pesadilla hubiera terminado y de poder seguir vivos.
En aquellos momentos Hitler estaba encerrado en el bunker de la Cancillería berlinesa, donde llevaba cinco meses recluido, cinco meses de cárcel subterránea. Con él se encontraban sus ayudantes, servicio, su querida Eva Braun, personal administrativo, Jefe de Operaciones, Jefe de Estado Mayor, coroneles, un almirante y un mariscal, así como oficiales –unas 18-20 personas. Sus más allegados le habían traicionado, Rommel, Goering, Himmler.
El 30 de abril, a los 56 años, el Fürer se suicidó pegándose un tiro. Antes le suministró un veneno a Eva Braun, con la que se había casado allí mismo hacía unas horas. Sus cuerpos fueron sacados al patio, rociados con gasolina y quemados. Durante aquella noche el bunker se rindió sin condiciones y a continuación, los últimos 7.000 defensores de Berlín se entregaron a los rusos. La bandera soviética fue izada sobre el Reichstag, las hostilidades cesaron oficialmente; por consiguiente, la guerra había terminado.
El día 9 de mayo de 1945 tuvo lugar en Berlín la capitulación sin condiciones del ejército alemán. Y esa fecha ha quedado como día festivo para siempre en todo el territorio de lo que era la Unión Soviética; porque aquello sí que fue una verdadera fiesta. La gente se lanzó a la calle, la muchedumbre inundó todas las plazas céntricas de la ciudad y sus alrededores, sobre todo la Plaza Roja. Nunca jamás he vuelto a presenciar una exaltación de sentimientos como aquella: gritos, saltos, lágrimas de emoción, abrazos, vivas al héroe, al maestro, al indiscutible artífice de la victoria y el más grande estratega de todos los tiempos. Era tan ciega nuestra fe en él, que todos creíamos que sólo él y su sabiduría había salvado al país y nos había conducido a todos a la victoria. ¡Stalin, nuestro líder!
Nosotros también nos echamos a la calle, caminamos y caminamos hacia el centro de la ciudad hasta que nos vimos envueltos en una avalancha humana imposible de abandonar. Se perdían zapatos, se extraviaban personas, pero había que seguir y seguir, en la densa aglomeración, cantar, aplaudir, gritos vivas …, recuerdo que nos dio la noche, que en la Plaza Roja hubo fuegos artificiales y que no pudimos regresar hasta que no se dieron la vuelta los que estaban detrás de nosotros: miles y miles de exaltados, pero ya rendidos manifestantes.
El ambiente de euforia duró varios días, hasta que conseguimos sosegarnos y normalizar nuestra vida. Había que incorporarse al trabajo, pero ya se divisaba un horizonte y sabíamos que el futuro inmediato nos iba a brindar mejoras; además, los exámenes de fin de curso estaban muy cerca. Pues los superamos con éxito. Sí recuerdo que estudiábamos duro, que los profesores del “Téjnicum” nos ponían de ejemplo ante los rusos por nuestra fuerza de voluntad, no sé si sería por la simpatía que nos profesaban o por nuestros verdaderos esfuerzos. El director nos quería mucho y nos ayudaba en todo lo posible; de vez en cuando, por mediación de los sindicatos, nos conseguía algún vale para zapatos o ropa de abrigo. Por lo demás con nuestra pequeña beca íbamos tirando. Las vacaciones y la llegada del buen tiempo iluminaban nuestra existencia, aunque corriera el 1945.
Paquita, Carmen, Teodora y yo. |
La vida en los primeros años de la posguerra seguía siendo dura. La sociedad soviética tuvo que aceptar una vez más un sacrificio, porque así lo exigía la reestructuración de un país arrasado y el reforzamiento de las bases del socialismo. Stalin se ocupaba de todo, nosotros no nos enterábamos de nada. El evitaba cualquier conflicto reforzando el aparato policial y manteniendo el prestigio de las fuerzas armadas. De la represión y deportaciones a los campos “gulags”, del terror y la falta de libertades, nos enteraríamos mucho más tarde, después de su muerte.
La actividad laboral se regía por las mismas rígidas normas del período de la guerra; por eso la industria pesada se reponía a pasos agigantados, aunque la población siguiera padeciendo todas las necesidades.
Intentaba disimularlo bien, pero yo empecé a echar de menos a Ángel. Sabía que trabajaba 12 horas al día, así que no “estaba el horno para bollos”. Esperaría….
Aquél verano me enteré de que a todos los españoles mayores que estaban en Tashkent los habían trasladado a trabajar en un Koljós en Crimea, a orillas del Mar Negro, entre ellos a mi mamá Estefanía con su compañero Cerezo. Los dirigentes del partido me proporcionaron las señas y me puse en contacto con ellos.
Así pues, decidí hacer un veraneo rural aquel año. Fui a la estación a por el billete y me enteré de que tenía que hacer cola: o sea apuntarme, pasar lista todas las mañanas y esperar a que me tocara el turno. Y así estuve registrando mi presencia todos los días a la misma hora durante casi un mes, hasta que se acercó mi número… Cuando al fin llegué a la ventanilla me dijeron que me había tocado billete para viajar en un vagón de mercancías; si prefería esperar por un tren de pasajeros, me tenía que apuntar de nuevo … ¡claro que cogí el de carga! Y así viajamos todos hacinados, sentados en el suelo, dándonos cabezazos unos a otros en las horas de sueño y aprovechando las paradas para bajar en las estaciones a orinar. Tuve la suerte de que me tocara como vecino un joven violinista muy majo, que viajaba aferrado a su instrumento para que no se dañara, e iba hacia el sur a dar un concierto. Al enterarse de que yo era española y tan cohibida, se sorprendió y me ofreció ayuda, gracias a lo cual me sentí protegida y acompañada durante todo el viaje. Le agradecí mucho aquella corta pero favorecedora amistad.
Y encontré el koljós; no sé al cabo de cuántos días, pero llegué; y al fin, di con mi madre. Lo que me hace gracia al recordarlo, es que tuve que acudir inmediatamente a la dirección a registrar mi llegada. El presidente, muy atento él, me comunicó que como el comedor era colectivo y los bienes comunes, tendría que trabajar para ganarme el sustento; además estaban en época de siega y necesitaban mano de obra. Acepté con mucho gusto, la verdad, pero me pasé el mes recogiendo no sé que cereal detrás de los segadores; eso sí, al lado de mi madre.
Regresé restablecida y tostada por el sol, dispuesta a comenzar el tercer y último curso.
Íbamos mitigando el hambre. Cocíamos macarrones con remolacha roja para que pareciesen coloreados por salsa de tomate, sin el tomate ni la grasa claro, pero muy ricos. También las patatas cocidas nos tienen matado mucha necesidad, y entre el grupo de amigas nos íbamos arreglando para comprarlas y comer al menos una vez al día un plato caliente.
Recuerdo que para fin de año de 1945, organizamos una gran fiesta, tan felices ya sin guerra, con tantas ilusiones para 1946… ¡CON 20 AÑOS!
Cocimos un caldero de patatas y las hicimos puré; para acompañar teníamos col en salmuera (choucrut) y pepinillos. Todo un convite. No recuerdo si había algo de vodka, pero seguramente… y ¿quién os parece que apareció a cenar sin invitación?, pues Ángel. En alguna ocasión ya me había mandado recuerdos por mediación de algunos conocidos, pero de repente se presentó; yo no le pedí explicaciones ni él me las dio, y así, sin apasionadas declaraciones de amor, restablecimos nuestras relaciones que, por cierto, se vieron interrumpidas en alguna otra ocasión, pero que siempre salieron victoriosas. En mayo teníamos los exámenes y a primeros de junio la defensa del proyecto, por lo que ese año 1946 tuvimos que trabajar intensamente. En la residencia carecíamos de los mínimos medios y comodidades imprescindibles para prepararnos, así que nos pasábamos el día entero en clase, en la biblioteca, en la sala de proyectos…
Los fines de semana venía Ángel a cortejar, muchas veces, en invierno, andando por la vía de traviesa en traviesa porque atajaba distancia y, además, no venía solo. Mi amiga Paulita también era novia de Daniel Monsó, compañero y amigo de Ángel. En aquél entonces conocí a Gregorio Sevilla, que se enamoró de Teodora y frecuentaba nuestro colectivo hasta que la conquistó; también conocí a Kiko, que trabajaba con Gregorio y vino a visitarme como futura cuñada. Cariño de cuñados que ha durado toda la vida. Entonces ya existía la Casa de España, donde nuestros dirigentes del Partido tenían sus despachos y en donde en nuestro club hacíamos las reuniones, conciertos y bailes.
Teodora y Gregorio |
Empezamos a interesarnos por la situación en España, por la política del Partido y por las posibilidades de ponernos en comunicación con nuestras familias. Pero las relaciones diplomáticas entre Franco y Stalin eran menos que impensables.
Una vez me llamaron al Partido y me entregaron un regalo de mi papá Guardiola. Me envió una pañoleta para el cuello y unas medias de nylon, las primeras que veíamos tan modernas, tan finas, tan bonitas… llamaron la atención entre todas las amigas y conocidas. Con aquél frío no recuerdo el resultado que me dieron, pero en aquellas circunstancias me sentí tan feliz y orgullosa por el detalle y por tener noticias de él. En una carta no muy extensa me decía que se había casado en Uruguay con una tal Milka y que con ella tenía dos hijas que serían mis hermanas, Ana y Elita. Me hacía saber esto porque estaba seguro de que yo me haría cargo de las circunstancias y las vueltas que da la vida, de que sería comprensiva y no le guardaría rencor. De todas formas, por su trabajo, se veía obligado a permanecer alejado también de ellas.
Estefanía ya lo sabía desde hacía varios años, pero cuando me lo contaba, yo no quería admitirlo ni reconocerlo. Ahora, finalmente, sí tuve que convencerme y mentalizarme. Tengo la sensación de que ella nunca en la vida lo perdonó, al igual que no me perdonó a mí el que lo siguiera queriendo. Tuvimos ocasiones en que nuestras relaciones fueron muy tensas por esta causa; pero yo, en el fondo, siempre pensé que ella, a su vez, también había arreglado su vida con Cerezo y no le iba tan mal, porque la verdad es que congeniaban muy bien, se querían y se ayudaron mutuamente hasta que él falleció.
Aquella primavera de 1946 tuvimos que estudiar mucho para aprobar los exámenes finales y preparar el proyecto. Nos quedábamos en el edificio de la escuela jornadas enteras y regresábamos a la residencia estudiantil a la noche, casi siempre en el último tren. Yo me encontraba muy elegante con una boina de angorina ladeada y medias de seda con costura.
En aquél entonces no se conocían los suspensos; podía haber sólo algún caso muy poco corriente y por alguna causa muy justificada, así que un grupo de unos diez o doce españoles (entre ellos sólo dos chicos) conseguimos aquél año con éxito el título de Técnico de Ferrocarriles. Y como entonces allí tampoco había paro, fuimos inmediatamente destinados a nuestros puestos de trabajo distribuidos por las numerosas estaciones ferroviarias de Moscú.
A mí me tocó la mejor, la de Kiev; y digo que era la mejor porque era la más pequeña, donde el nudo ferroviario constaba de pocas líneas y relativamente menor número de trenes. El colectivo de trabajadores no era muy numeroso y me acogieron como en familia, sobre todo extrañados por conocer a una española. Mi trabajo consistía en rellenar papeles, firmar permisos de tránsito (sólo de mercancías, nada relacionado con pasajeros); controlar las condiciones en que llegaba la mercancía y permitir su descarga.
Los compañeros de trabajo enseguida me pusieron al corriente de que por allí, además de otros, entraban diariamente dos trenes de leche y productos lácteos. Así que me “agenciara” una buena taza de porcelana y una cuchara. Éramos tres personas las que teníamos que presenciar oficialmente la apertura del vagón, comprobar las condiciones de la mercancía, firmar el acta y ordenar la descarga, los tres provistos de nuestros correspondientes utensilios para “la prueba”. Leche, requesón, nata ácida (smetana), queso fresco, etc. Los tres sentados en los bidones, “probando” a boca llena… A mí los primeros días me daba mucho apuro, pero como traía tanto hambre y de tanto tiempo, pronto perdí la vergüenza. Además el biólogo, un judío que se portó muy bien conmigo, me instruyó bien.
Lo peor me lo encontraba diariamente en la residencia de la estación donde me tuve que acomodar a vivir. Como muebles, en una habitación compartida para cuatro mujeres, disponía de una cama y una mesilla de noche. Mis tres compañeras de cuarto trabajaban de guardagujas, eran incultas, malhabladas y libres para traerse a dormir con ellas a quien les daba la gana. Enseguida me di cuenta de que aquél ambiente no era para mí el más apropiado y así se lo expuse a Ángel con el que ya estaba muy compenetrada y haciendo planes para el futuro. La relación entre todos los españoles de Moscú era muy estrecha y constantemente nos reuníamos en nuestro club. Además los dirigentes del Partido mantenían con nosotros, en lo político, una comunicación continua y casi familiar.
Nos animaban a seguir estudiando porque el regreso a nuestra patria se preveía cada vez más cercano, y había que volver preparados para emprender aquí una nueva vida participando en la reconstrucción del país.
Ángel ya no trabajaba en la fábrica; viviendo aun en la misma residencia, prosiguió sus estudios de Perito en la Escuela de Técnicos de Motores de Aviación, que también terminó en 1947.
Así, en estos avatares, el mismo grupo de compañeras ferroviarias del Técnico, decidimos ingresar en el Instituto de Ingenieros de Ferrocarriles de Moscú para continuar con los estudios superiores. Y para ello, otro privilegio como españoles: nos pasaron por alto los exámenes de acceso, eran realmente duros para los rusos, pero a nosotros nos los dieron por aprobados. Y otra vez nos pusimos manos a la obra con mucha ilusión y buenas intenciones.
En aquel mismo año es de mencionar que se suprimieran las cartillas de racionamiento y se estableció una devaluación con un cambio del dinero del 10 por 1. En vez de 500 rublos de “estipendio” íbamos a cobrar 50, pero teóricamente con el mismo poder adquisitivo. Dicho así, de paso, parece un acontecimiento sin importancia, pero vivirlo fue algo inolvidable por maravilloso. Era inconcebible entrar en una panadería y poder comprar todo el pan que quisieras, aunque realmente no fuese muy bueno; o adquirir media gallina para hacer sopa. La prima de una compañera que recibió la paga con dinero nuevo antes que nosotras, se compró medio saco de panes, nos lo trajo a la habitación donde residíamos unas ocho chicas, lo abrió, nos sentamos todas alrededor del mismo y no paramos de comer hasta que nos hinchamos. Toda la vida recordé a Carmen López con agradecimiento por aquella afortunada aventura.
Ángel, recordando aquel acontecimiento del cambio, siempre comenta que se fue a un comedor público donde ya no hacían falta cartillas de racionamiento y se comió dos o tres platos de sopa de arroz con pollo de una sentada. Los primeros días matamos el hambre; luego ya teníamos que auto-racionarnos, nosotras mismas, para que nos llegara el dinero hasta finales de mes.
La residencia donde vivíamos ya reunía unas condiciones excepcionales, como nunca habíamos disfrutado; teníamos duchas, lavaderos, y en cada habitación un hornillo eléctrico para hacernos nuestra propia comida. Pero debo reconocer que los estudios superiores, me resultaban muy difíciles. La trigonometría y el álgebra todavía los iba asimilando, pero recuerdo que la física, sobre todo los problemas, me resultaban incomprensibles. Y el dibujo lineal, aquellas láminas enormes y complicadas que nos hacían trazar con tanta perfección me sumían en la desesperación y me di cuenta de que mi capacidad en esos menesteres estaba por debajo de las exigencias. Además, en aquella ocasión, ni mis amigas ni yo pusimos gran interés por superarnos y superar las dificultades. Casi todas abandonamos, todas menos dos compañeras que llegaron al final de los cinco años de carrera. Comprendí que mi pensamiento carecía de concentración porque revoloteaba por otros derroteros pensando en Ángel, en que nuestra relación habían llegado al límite donde, a partir del cual, había que tomar una decisión tajante: dejarlo o casarnos.
Ángel y yo |
Como estaba “loquitamente” enamorada opté por lo segundo, aunque en lo más profundo de mi ser me carcomía el recelo y la duda de si sería recíproco aquel amor, y tan fuerte como para mantenerse. Estaba segura de que si era yo la que rompía, Ángel tardaría muy poco tiempo en reemplazarme por otra; así que no le dejé escapar.
Él me ofreció todas las posibilidades. Después de terminar sus estudios en la Escuela Técnica había empezado a trabajar en la fábrica de aviación, como encargado en la sala de pruebas de los motores que fabricaban. Vivía en una residencia tipo barracón, sólo para españoles. Compartía la habitación con otros dos chicos, íntimos amigos nuestros que no pusieron ninguna objeción para librarnos el cuarto y facilitarnos los preparativos de nuestra luna de miel.
Terminamos el curso y debo confesar que no me fue tan mal: aprobé todas las asignaturas menos la física, a cuyo examen ni me presenté siquiera. Pensaba continuar algún día; pero, de momento, me casaba con Ángel.
Fuimos muy decididos al Juzgado de Distrito para enterarnos de los trámites requeridos y allí nos echaron un cubo de agua fría: no nos podían casar ¿Cuál era el motivo?
Cuando dejamos de ser educados colectivamente en nuestras respectivas casas de niños nos proveyeron de documentación imprescindible para convivir legalmente con los ciudadanos rusos en unas condiciones de aparente libertad.
A mí me extendieron un documento para extranjeros, “Permiso de Residencia”, que no nos ofrecía ningún impedimento en la convivencia cotidiana, siempre que constara legalmente efectuado en la Policía un registro de presencia cada tres meses. La mayoría de los españoles poseíamos este discriminatorio papelote, pero éramos tan inconscientemente conformistas que, nos presentábamos en la comandancia, nos ponían un simple cuño de control y ya nos considerábamos legales durante los siguientes tres meses.
En cambio, por el contrario, al salir e independizarse los chicos de la colonia de Ángel y de alguna otra, les era extendida directamente la documentación de identidad correspondiente igual a la de todos los rusos: “Pasaporte de ciudadanía de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”, de lo que estaban tan orgullosos aquellos patriotas… Hay una poesía muy conocida de Mayakovski que se titula: “Yo soy ciudadano de la Unión Soviética”. Pues bien, eso era para ellos el honor insuperable del patriotismo y ocasionaba pretendidamente, la envidia del resto de los ciudadanos del mundo.
El hecho de darles a estos españoles la ciudadanía soviética, les prometieron, no serviría en ningún momento de obstáculo a la hora de regresar a su país de origen.
Así que, sin percibirlo anteriormente, sin comerlo ni beberlo, Ángel era ruso y yo extranjera; por lo tanto, como estos matrimonios mixtos estaban entonces prohibidos por la ley, no nos podíamos casar. Así de simple. Y se quedaron tan frescos, cuando yo me sentí estupefacta al enterarme. No sé que pensó Ángel, pero sin mayores complejos me propuso que me fuera a vivir con él. Y así lo decidimos. Todos nuestros amigos y compañeros conocían la causa por la cual nuestro casamiento no había sido “registrado” (así llamaban allí el acto oficial de legalizar el matrimonio) y a todos les parecía inconcebible. Mis amigas me hicieron regalos: una manta, una sábana, una muda, una blusa… Y un día recogí mis bartulitos y me fui al encuentro del nuevo destino. Fue bien meditado y sopesado porque otra cosa no sé, pero reflexiva siempre he sido. Tenía fe en Ángel porque me parecía formal, sensato y además… muy guapo. Se dedicaba al atletismo y tenía un cuerpo escultural, por lo que presumía mucho y a las chicas las traía locas, tanto a las españolas como a las rusas. Esa faceta suya era la que no me gustaba porque me producía una sensación de inseguridad y celos, aunque en realidad no me diera motivos para ello.
Cuando me presenté en su casa, tenía la habitación muy preparadita, con su cama estrecha, pero limpia; 2 platos, 2 vasos, 2 cucharas, 2 tenedores …, una foto mía enmarcada … Había un estrecho armario ropero colocado de tal forma, que hacía un poco como de separación de la entrada. A la izquierda, una cocina de leña que era también nuestra calefacción, y a la derecha una pequeña mesa. ¡Qué poco se necesita para ser feliz! Pues lo éramos, tanto como la pareja de recién casados más dichosa del mundo. Y no nos parábamos a pensar entonces en que aquello, aquel comienzo, podía durar toda una vida, ¡más de 50 años!
Allí conocí como vecina a una nueva amiga, a una hermana, a mi fiel Amor, que ya estaba casada con Manolo Cazalilla y tenían un niño, Luisito. Se ofreció para lo que hiciera falta y en más de una ocasión cuando la necesité, la tuve.
Al poco tiempo se casaron también Paulita y Daniel Monsó y Teodora con Gregorio. También Armando Valdés, que trabajaba con Ángel, era muy amigo nuestro. Aún no mantenía relaciones con Luisina, a la que todos conocimos unos años después.
Teníamos un salón en el barracón donde los sábados se organizaban bailes, a los que acudíamos de solteras antes y seguíamos frecuentando con nuestros maridos después.
Había allí una estancia colectiva con tres o cuatro cocinas de gas con sus fogones y sus hornos. Nada fomentaba más iras que la espera de turno para ocupar un fogón o las presiones para que terminases de utilizarlo. Así era. Con su fregadero, la mesa de cocina…, y allí preparé yo las primeras comiditas para mi marido, que más bien no quiero recordar en qué consistían.
Así paso aquel verano de 1947, paseando por un parque muy grande que nos quedaba cerca, Ismailovo; allí Ángel hacía gimnasia y yo lo admiraba embelesada, mientras él alternaba las anillas con las paralelas. Había enfrente un baño público al que acudíamos semanalmente y alquilábamos una cabina de ducha privada. Llevábamos el jabón y la ropa limpia y allí nos aseábamos.
Todavía no estaba muy bien el sistema de abastecimiento y recuerdo que hacíamos muchas colas; cola para la leche, cola para los huevos, cola para el jabón…
En septiembre intenté seguir estudiando en el Instituto, más que nada por no perder el “estipendio” que nos daban, y además porque en el Partido ya me habían echado la bronca por abandonar mis estudios.
Un día, en un parquecito justo enfrente del Gran Teatro, encontré a una maestra española, Aurorina, que me apreciaba mucho y le conté cómo transcurría mi vida, no del todo satisfecha por no haber podido legalizar mi situación matrimonial. Quedó muy sorprendida y no veía justificación alguna al ser Ángel y yo los dos españoles. Como ella tenía una hermana, Josefina, también maestra nuestra, que estaba casada con un alto funcionario militar ruso, me prometió consultarlo a ver si su cuñado podía “tocar algunas cuerdas” y echarnos una mano. Pues así fue.
Al poco tiempo recibimos un aviso oficial para que nos presentásemos a una hora determinada en un Ministerio, no recuerdo cuál era; pero fuimos atendidos por un alto cargo militar tan importante que nos dejó asombrados con su amabilidad y atenciones. Dijo que aquello había sido una estupidez de los funcionarios, que inmediatamente daría la orden para que nos casaran y nos deseó toda clase de felicidad y amor. ¡Cómo se lo agradecimos! De Josefina y Aurorina siempre he conservado aquel grato recuerdo.
Entre gestiones y papeleo, el 30 de abril de 1948, nos “registraron”, o sea, casaron por lo civil.
En aquel tiempo empezamos a pensar en la posibilidad de establecer relaciones con nuestras familias; pero no existían lazos diplomáticos entre los dos países y ni tan siquiera el correo funcionaba directamente.
Yo pensé en el primo Albert, el que vivía en Argel y nos visitaba antes de la guerra. Le escribí una carta a él y otra a mi madre y hermanos, por si podía hacerla llegar a la familia de Jumilla y, de ahí, a Alcoy. Pues la recibieron. Su sorpresa fue tan grande como la alegría que sintieron, porque hacía ya mucho tiempo que me daban por muerta.
Las hermanas de Estefanía no sabían la dirección de mi madre, por lo que recurrieron a una chica maestra que daba clases en Alcoy, y por ella la enviaron, pero…, ¿adónde?, si sólo sabían que mi madre trabajaba en una fábrica de “libritos” para tabaco. Así que la chica se plantó a la puerta de entrada de “Papel Bambú” preguntando por una señora asturiana que había venido con sus hijos de Asturias hacía unos años. Y así dio con ella. No me puedo ni imaginar la impresión que la pobre madre recibió, sin saber que aun le esperaban en el futuro sorpresas y alegrías mayores. En aquel instante yo para ella había vuelto a nacer. A partir de ese momento empecé a recibir cartas a través de una tía-hermana de mi padre, que vivía en Francia, Florentina, y además con fotografías de mis hermanos, ya mayores, y de Meyos casada. De todos modos pasaron varios años antes de que nos pudiéramos comunicar directamente.
Cada vez que recibíamos noticias, las manos temblorosas, un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos nos impedían leerlas.
Nuestro amigo Julio Prida, y sus hermanos Manuel y Marina, se fueron a Francia porque en Bretaña vivían su madre y sus hermanas exiliadas de su tierra asturiana, Grado, al final de la guerra civil. Nos carteábamos con ellos, así que Ángel, por su mediación, también pudo comunicar a su madre el estado en que se encontraban él y sus dos hermanos.
Tanto para nuestras familias, como para nosotros mismos, el simple hecho de saber que estábamos vivos ya era la mayor satisfacción, después de tantas dudas, silencios y sufrimiento. Nadie que no lo haya pasado mínimamente cerca puede atisbar siquiera la sensación de enorme satisfacción y suerte que se siente al haber sobrevivido a aquella etapa de nuestras vidas con sus vicisitudes añadidas.
A los exámenes del segundo curso de Ingenieros de Ferrocarriles sí que ya no llegué; definitivamente “tiré la toalla”. Y es que me encontraba fatal. Empecé sintiendo mareos y un malestar tan grande que las clases se me hacían insoportables. El instituto me quedaba muy lejos y recuerdo que hasta en el metro, por las mañanas, me mareaba. También me ofendían muchos los olores de aquella cocina colectiva, donde siempre había alguien haciendo un refrito de cebolla con aquél mal aceite. Percibir aquello obligaba a subir corriendo y refugiarme en mi habitación.
La causa era clara, pero acudí al médico y me lo confirmó: estaba embarazada. Embarazada de mi primer hijo.
Esa circunstancia da mucho que pensar a una joven pareja, aunque fuese comprensible, normal y hasta esperado. Yo sé que recapacité sobre la responsabilidad que estaba dispuesta a asumir y sobre las estrecheces económicas que tendríamos que compartir; pero también me invadió en lo más profundo de mi ser una alegría enorme al sentirme mujer normal, capaz de ser madre y sin taras fisiológicas que lo impidieran. ¡Qué tontería!, ¿no? ¿Y por qué no iba a serlo? Una preocupación completamente infundada.
Mis íntimas amigas Paulita y Teodora también se casaron con sus respectivos novios y formamos un grupo de amigos estrechamente unidos para lo bueno y para lo malo, que por cierto, de todo tuvimos en aquellos años de juventud.
Yo me compré una telita fina para un vestido fruncido azul con florecitas blancas, y todo el verano lucí aquel modelito pre-mamá, que recuerdo como si hubiera sido ayer.
1949 Pachito |
En octubre nació nuestro Pachito. Pensábamos llamarle Ángel, pero fue Kiko quien pasó por el Juzgado a registrarlo y vino a la maternidad tan contento diciéndome que le había llamado Francisco, como él. Nació en domingo; pesó sólo
Cuando nos dieron de alta, Ángel nos recogió en coche porque un compañero nuestro trabajaba de chofer para el director y pudimos disfrutar de honores y categoría en aquellos momentos tan felices.
Yo había preparado las ropitas para el bebé, con la ayuda, claro, de mis amigas. Amor me suministraba trapitos blancos recuperados de su trabajo en la fábrica que le llegaban envolviendo las piezas delicadas. Los lavábamos bien, los cosíamos y hacíamos pañales, sabanitas… Chaquetitas de punto tampoco le faltaron porque todas tejíamos bien…
Con nuestro Pachito |
Y el tiempo voló…, cumplió tres meses, cinco meses, diez meses…. Sé que aquél invierno pasé mucho frío en los pies. Era obligatorio sacar a los niños a la calle todos los días por lo menos una hora; teníamos nuestras revisiones periódicas con la pediatra y esa recomendación era categórica. Ellos iban muy bien envueltos en mantitas guateadas y bien amarraditos, así que no pasaban frío, pero las mamás llegábamos a casa heladas. Mis botas me traicionaban.
Mi amiga Paulita había tenido un niño poco antes que yo y se le había muerto. Y Teodora también perdió dos niñas, sólo consiguió la tercera, Isabelita, a fuerza de reposo y cuidados médicos durante el embarazo.
Kiko, habiendo tantas españolas con las que se trataba, conoció a Sima, una chica rusa que asistía a las veladas de nuestro club. Y así otra vez el destino metió su baza y le jugó la pasada de privarle de la posibilidad del retorno a nuestra patria, que tanto añorábamos. Al casarse con ella se vio para siempre ligado a una familia de padres, hermanos, sobrinos, etc., que eran muy buena gente, que lo adoraban por trabajador, bondadoso, cariñoso y atento, pero a los que se vio amarrado toda la vida con lazos tan estrechos, que no quiso venir cuando todos pudimos, por no romperlos.
Así comencé a disfrutar de una faceta nueva de mi vida, la de madre; la más hermosa, la que mayores alegrías me ha brindado; por lo único que me he sentido más indispensable y útil. Aunque sólo fuera por ser madre y abuela habría merecido la pena vivir.
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