sábado, 3 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. IX. PUES ME SALVE, NO ERA MI HORA."


1949

 
Reconozco que debe hacerse pesado y poco interesante leer un relato tan personalizado de unos acontecimientos tan anticuados y obsoletos; pero quien lo pueda hacer sabe por qué motivos lo he escrito y con la mirada exclusivamente en mis hijos y nietos.
Así que debo seguir, aunque muchas veces me flaqueen los ánimos pensando en la inutilidad de mis intenciones. Debo seguir. Además, veo y noto menguar cada día más mis facultades físicas y mentales. La edad marca la pauta, el cuerpo sufre las consecuencias del paso de los años y mientras la mente funcione más o menos normal, es consciente de las limitaciones y debilidades de cada persona. Por eso, mientras pueda, voy a seguir intentándolo, recordando…
Habíamos quedado en el año 1948-49. Para que se produzca una reacción justa de reflexión y memoria, para poder entender y encajar ciertos hechos y actitudes, hay que comprender las condiciones históricas en las que se han producido; por eso me veo un poco coaccionada y reprimida al intentar expresar ciertos recuerdos no del todo agradables, ni de relatarlos, ni tan siquiera de rememorarlos.
Hay que destacar, según dicen, los sentimientos positivos, las vivencias agradables y los afectos que nos debieran durar toda la vida; los desengaños, frustraciones y fracasos hay que olvidarlos, como por ejemplo, una ocasión en que estaba enferma muy grave de peritonitis en un hospital de mala muerte (nunca mejor dicho). Teodora siempre cuenta que cuando fue a  verme y me encontró en una camilla en la penumbra de un pasillo maloliente, tapada con una sábana, casi se desmaya del susto dándome por muerta. Pues me salvé, no era mi hora.
A Paquito me lo cuidó Amor porque Ángel trabajaba doce horas al día y apenas podía hacer alguna escapada a visitarme. Nos ayudábamos mutuamente en todo, éramos como una familia muy unida y nunca me sentí sola en aquel colectivo. Sí, la verdad, un poco frustrada por la vida matrimonial, sobre todo al principio. Ángel venía de trabajar tarde y cansado. Cuando llegaba el domingo, único día de descanso, él no se amoldaba a la vida familiar, no se hacía cargo de que yo también esperaba por ese día para estar con él. Se marchaba por la mañana a disfrutar del aire puro, a hacer deporte, en definitiva a alternar con los amigos solteros. Algunas veces no venía hasta muy tarde y cuando yo intentaba lo que llaman ahora “dialogar”, transmitir mis sentimientos, me daba cuenta de que estaba “roncando”. Sufrí bastante con ello porque mi manera de pensar en ese momento era más madura. Ahora, cuando pienso en aquel entonces que sólo tenía 24-25 años…
La vida era dura. Yo no podía permanecer en casa sin hacer nada por más tiempo. Cuando Pachito cumplió diez meses, lo ingresé en la casa-cuna y me puse a trabajar. El niño allí desayunaba, comía, dormía la siesta, merendaba… y yo lo recogía después del trabajo. Me coloqué en la misma empresa de Ángel, de verificadora en el Laboratorio Central de Medidas. El trabajo era fácil y limpio, los compañeros muy atentos, pero el salario muy corto, sólo unos 550 rublos, cuando Ángel ganaba más de 1500, claro, trabajando muchas horas extraordinarias. Pero fuimos tirando, nos lo pasábamos muy bien y nos divertíamos con nuestros amigos.
Las únicas fiestas que celebrábamos por estricto calendario oficial eran el 1 de enero, el 1 de mayo y el 7 de noviembre (aniversario de la Revolución). Más tarde implantaron también el 9 de mayo, como día de la victoria sobre la Alemania nazi. Ya entonces, y no sé por qué, las fiestas las celebrábamos en nuestra casa (mejor dicho en nuestra habitación). Habilitábamos una buena mesa, comprábamos a medias la comida y la bebida, lo preparábamos todo y nos juntábamos los íntimos, los de siempre: Teodora y Gregorio, Paulita y Monsó, Kiko y Sima… y nosotros.
A los niños los sentábamos o acostábamos en nuestra cama, de pequeñitos; después ya empezaron ellos a corretear por aquel largo pasillo, a entrar en todas las demás habitaciones donde estaban reunidos los demás vecinos, realmente como una gran familia.
Como había un salón para baile y reuniones, durante aquellas fiestas los valses y tangos y hasta los pasodobles no cesaban de sonar. A la madrugada, rendidos de sueño, cada uno se marchaba a su casa, unos en metro, otros en tranvía o andando, y muchas veces a 20º bajo cero. De todos modos no vivían lejos.
Kiko, cuando se casó con Sima, quedó a vivir con los padres de ella y una tía viejecita en una casita de planta baja, cerca de la fábrica metalúrgica “La Hoz y el Martillo” dónde él trabajaba. Allí mismo trabajaba también Gregorio, que cuando se casó con Teo, consiguió una habitación en la residencia de solteros de la empresa. Residencia en la que vivían también bastantes españoles, todos conocidos y amigos nuestros. Teodora y Paulita, cuando acabamos los estudios, siguieron de ferroviarias hasta su regreso a España. Sima trabajaba de Jefa de Personal en una empresa de construcción de estaciones hidráulicas.
Me escribía a menudo con mi mamá Estefanía y Cerezo, que se encontraban en Crimea, en la ciudad de Eupatoria. Allí, en el sur, el clima era muy benigno. Él estaba muy delicado, según me decían, y ella trabajaba en una residencia de ancianos especial para españoles, casi todos antiguos maestros de las casas de niños.
Tanto mi papá Guardiola en sus cartas, como los camaradas del Partido Comunista, me incitaban a seguir estudiando para que cuando volviéramos a España, pudiese regresar capacitada y apta para desempeñar un papel destacado en el desarrollo del progreso de nuestro país de origen, de nuestro país.
Lo pensé muy detenidamente y comprendí que, dada mi situación de ama de casa y madre de un niño, no me podía sumergir en tareas muy complicadas; tendría que adaptarme a mi capacidad intelectual, primero, y a la escasez de tiempo libre, segundo.
Como me encantaban los idiomas y siempre se me habían dado con relativa facilidad, me incliné por esa rama.
El ruso, aunque lo habláramos bastante bien y lo hubiéramos estudiado, no lo conocíamos en profundidad, ni mucho menos a la perfección y nos fallaba, ante todo, la pronunciación.
El español, como asignatura, había quedado atrás desde que salimos de las casas de niños; lo practicábamos entre nosotros a diario, pero se nos iba perdiendo el vocabulario y empobreciéndose nuestras conversaciones. Así pues, me entraron deseos de profundizar en sus raíces y eso sí que lo iba a necesitar cuando regresáramos.

Kiko y Nieves Lago Rodríguez

Ángel y Nieves


 

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