miércoles, 31 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XIII. LA GRADUACION."


1955

Aquella graduación fue el triunfo de más categoría alcanzado en toda mi vida, aunque no me haya servido para mucho en la práctica. En España, por mi carácter indeciso y personalidad poco relevante, uno; por las condiciones políticamente adversas en que regresamos, otro; por el tiempo que estuvimos fuera y perdimos toda relación con las costumbres, el ambiente y el modo de pensar de los españoles, otro… No supe aprovechar los conocimientos que había recibido allí, desaproveché alguna ocasión que se me presentó y, cuando en aquella época cualquier niña con un bachillerato se dedicaba a dar clases particulares, yo me encerré en mis cuatro paredes, me dediqué a aprender a cocinar unas lentejas, a limpiar y freír unas bacaladas, a sacar brillo a la chapa de la cocina de carbón, a dar cera a los muebles de castaño, cuando al fin pudimos comprarlos…
Y menos mal que mis dos hijos y mi marido me ocupaban el tiempo que yo, entonces no me daba cuenta, desaprovechaba miserablemente.
Tantos estudios me han servido sólo para poseer un poco de cultura para mi satisfacción propia, porque nadie, incluso Ángel, han sabido apreciar mi sacrificio y el trabajo que me costó conseguirlo.
Volviendo al año 1955, cuando me gradué; tampoco entonces las cosas se presentaron muy derechas para mí.
Ya sabíamos de antemano que, al terminar, se distribuían los destinos por lista de puntuación; pero esa era la cuestión ¿Dónde me tocaría la plaza del destino de trabajo?
La Unión Soviética era inmensa, norte, sur, este, oeste…. Siberia, el Cáucaso, los Países Bálticos… Moscú, por supuesto, no estaba en la lista de vacantes, ni Leningrado, ni ninguna ciudad apetecible; sólo pueblos remotos, desconocidos y lejanos, donde como los programas escolares era únicos, centralizados, también se enseñaban los idiomas español, inglés, francés y alemán, que no los autóctonos de sus respectivas repúblicas.
Como dicen, no hay ley sin excepciones, pues resulta que a las licenciadas casadas y, sobre todo, con hijos no tenían derecho a desplazarnos y separarnos de nuestras familias. Así muchos rusos, ante la alternativa, se casaban en el 5º curso, aunque fuera sólo por convenio y sólo por interés. Ése no era mi caso, pero sí padecí el inconveniente general: te quedabas en Moscú, pero sin destino, buscándote el trabajo por tu cuenta, cosa difícil en general, e imposible en escuelas para la docencia. Yo no encontré nada que me convenciera, pero tampoco tuve que buscar mucho. Mi cuñada, Sima, era Jefe de Personal de una empresa de construcción de estaciones hidráulicas muy importante. Esta empresa tenía su archivo y su biblioteca técnica; pues bien, se necesitaba una persona en el departamento de literatura extranjera, casi exclusivamente inglesa, y Sima me admitió.
Claro que el material era todo técnico, pero con buenos diccionarios no tuve problemas. Debía registrar los ingresos, colocarlos en las estanterías y, cara al público, atender los pedidos de los ingenieros y peritos que se interesaban por algún artículo, libro o revista de su especialidad. Mensualmente, hacía una relación de los ingresos, me los fotocopiaban y los distribuía por los distintos departamentos, todo en inglés.
No ganaba mucho, poco más que estudiando; pero me gustaba el trabajo porque mis contactos eran gente muy culta, buenos ingenieros que viajaban al extranjero y se interesaban por España y todo lo relacionado con mi país. Española y, además, cuñada de Efimia Andreyevna (Sima), les caí tan bien que no me ocasionaban ninguna dificultad, más bien todo lo contrario, buena disposición y mucha amabilidad.
Otras españolas estudiaron alemán o francés, pero sólo mi compañera Begoña Sainz y yo recibimos el diploma de “Profesoras de los Idiomas Español e Inglés en los Centros de Enseñanza” de la Unión Soviética.
A ella, pobrecita, como era soltera, la destinaron a un pueblo remoto en la Cordillera del Cáucaso, en la República de Armenia, en lo alto de una montaña, en una casa y escuela sin agua ni luz y adonde no llegaban las cartas. Por casualidad, una vez vino de vacaciones a Moscú y se enteró de que se podía regresar a España; así que no volvió al pueblo ni siquiera para despedirse de sus alumnos.
Una vez en Bilbao, se casó, tuvo una hija y, aunque no hemos vuelto a vernos nunca más, mantenemos continuamente relación epistolar fieles las dos a nuestra sincera amistad de más de 56 años.
Fue mi buena compañera de pupitre, a la que en los momentos de apuro copiaba los ejercicios resueltos o pedía una última explicación sobre algún tema determinado que pudiera permitirme salir a flote cuando estaba a punto de ahogarme. Callada, discreta, inteligente, así era Bego.
Mis amigos Julio, Marina y Manolín, seguían en la Bretaña Francesa con su madre y sus hermanas, una ya casada con un francés. Nos escribíamos.
A Carmen Balboa, mi amiga entrañable, que por fin no fue ferroviaria sino “técnico en construcción de caminos y carreteras”, la destinaron a Tallin (Estonia). Realmente no se encontraba mal allí; era joven, trabajadora y dispuesta, pero al establecerse tan lejos de todos nosotros y sus hermanos, aprovechaba las vacaciones para volver, venir a vernos y traer regalos para mis hijos a los que llamaba sobrinos.
Nuestros amigos Valdés y Luisina tuvieron un niño, pero por no sé qué complicación al nacer quedó mal de una pierna y de un brazo, y, lo peor de todo, también sordomudo. Era listo, cariñoso, alegre, adoraba a todo el mundo; pero sobre todo a Amor, a quien quería como su segunda madre. Pero es que Amor se hacía querer. Ella derrochaba cariño y así lo recibía de vuelta con creces, sobre todo de los niños.





 

martes, 30 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XIV. NUEVO APARTAMENTO."


1956

 
Por aquel entonces, Ángel, insatisfecho con nuestras condiciones de vida en casa, comenzaría a hacer gestiones para conseguir otra vivienda mejor. Empezó por la Dirección del Partido Comunista de España, donde se encontraban nuestros dirigentes y cuyo responsable en aquel momento era Fernando Cludín; se dirigió también a la Cruz Roja, organismo con el que teníamos mucha relación; pero su meta principal fue la Unión Central de los Sindicatos Profesionales de la Unión Soviética. De ahí conseguíamos en los tiempos más difíciles las becas, los vales para ropa y calzado, ayudas para casos de extrema necesidad… En sus oficinas se encontraban representantes de nuestros dirigentes españoles y gracias a ellos se obtenían las pocas ventajas de las que podíamos disfrutar.
Con buenas referencias personales expedidas por los sindicatos en el trabajo, con tesón e insistencia, decisión y perseverancia, consiguió Ángel primero la promesa y después la confirmación de que le sería asignado un apartamento en un edificio de doce plantas que se iba a construir bastante cerca de donde vivíamos y, por cierto, muy cerquita de donde yo misma trabajaba. Se trataba de una manzana completa de casas con muchos portales y varios comercios en los bajos, con una escuela en el patio interior especial para los niños de los vecinos, con centro sanitario, parque deportivo y varias instalaciones para nuestra comodidad. Aquel edificio lo vimos nacer en el solar, crecer, rematar y finalmente pudimos llegar a disfrutarlo.
Nos tocó un apartamento en el décimo piso del portal 2º A, vivienda de dos habitaciones, a compartir, claro está, con otra familia. Pero aún así, eso era la mayor lotería que nos podía haber tocado, fuimos inmensamente felices; contentos además, porque alguien tuvo la delicadeza de acomodarnos de vecinos a otro matrimonio también español, conocidos, vecinos de nuestra antigua barraca “13”, sin hijos, buena gente y de mucha confianza. La alegría por la suerte de haber coincidido fue recíproca y nos consta que ellos también sabían que viviríamos a gusto juntos.
La cocina era amplia, moderna; el baño grande y cómodo; teníamos una despensa y al fondo del pasillo se encontraba un artilugio que para entonces era una novedad: una especie de portezuela por donde todos los vecinos dejábamos caer la basura, que se acumulaba en unos contenedores en el sótano. El invento al principio no estaba mal, pero con el tiempo se reveló poco práctico ya que, al no respetar la gente las mínimas exigencias higiénicas, los malos olores del sótano subían a los pisos
Por aquel entonces ya teníamos algunos muebles de nuestra propiedad, como la cama, un armario ropero, un sofá-cama, la mesa, la televisión… y recuerdo en especial un aparador muy bonito que habíamos conseguido guardando cola en una mueblería, cuando llegaban remesas del extranjero. Según el parecer de entonces, éramos casi ricos.
¿Cómo hicimos el traslado de nuestros enseres? El ascensor, por supuesto, aún no funcionaba cuando nos dieron la llave; pero con la prisa que nos corría la mudanza, no podíamos esperar a que se cumplieran los trámites burocráticos. Teníamos agua, calefacción y luz, y nos era suficiente. Ángel  se las arregló para organizar el cambio, lo empaquetamos todo y un grupo de obreros de su taller, jóvenes y fuertes, se ofrecieron sin ningún inconveniente a ayudar a su jefe, a sabiendas de que tal esfuerzo les sería recompensado.
Y así fue; lo subieron todo a hombros, piso a piso, hasta el décimo, sin altercado alguno. Arriba ya habíamos preparado unos pinchos, una “sacusca”, y un par de botellas de vodca para que repusieran fuerzas; así que Ángel los recuerda bajar de vuelta por la escaleras dando tumbos, no sé si mareados de embriaguez o de cansancio. Pero quedamos acomodados y contentos por afrontar una nueva y feliz etapa de nuestra vida…
Aún con todo recuerdo algunos malos tragos de aquellos días. Era invierno, un invierno cruel que ha pasado a la historia por las mínimas temperaturas que se dieron en Moscú en aquel 1956. Ángel se puso malo de ictericia y tuvieron que ingresarlo en el hospital; pues aquél camino que yo tenía que recorrer desde la estación del metro hasta la residencia, a 40º bajo cero, todavía parece que me corta la respiración. No podías pararte ni un segundo, sólo caminar deprisa y entrar lo antes posible en el edificio, si no, te congelabas.
Y otra dificultad añadida, por la enfermedad de Ángel, ¡recoger a los niños de la guardería y traerlos a casa! A Gelito, envuelto en una manta además del abrigo y ropa adecuada, tenía que subirlo en brazos escalón a escalón, sudando “la gota gorda” de cansancio. Lo pasé mal y, aún con todo, recuerdo aquellos apuros como momentos llenos de felicidad. Sentí entonces la separación de casi todas nuestras amistades, Amor y Manolo, Valdés y Luisa, Libertad y familia… pero me compensó, por otro lado, vivir muy cerquita de Teodora y Gregorio, que también habían estrenado vivienda en aquel distrito.
Ángel se recuperó, el ascensor fue puesto en marcha, Pachito empezó a estudiar en la escuela nueva de nuestra vecindad y parecía que la vida estaba de nuevo encarrilada para otra temporada.
En aquel tiempo Nieves, la hermana de Ángel, se casó con un chico ruso llamado Valentín y se fue a vivir a casa de sus suegros, también con bastantes estrecheces; pero a pesar de ello, fue bien acogida.


Valentín y Nieves Lago

Nieves era la hermana pequeña, y tanto Kiko como Ángel no la perdían de vista, la ayudaban, aconsejaban y apoyaban en todo. Ella era muy guapita, más joven y no siempre conforme con sus asesores porque no quería verse acosada y controlada.
No quiso estudiar y pronto empezó a trabajar en una fábrica textil con otro grupo de amigas españolas. Tuvo muchos pretendientes entre los nuestros, chicos majos que nos hubieran gustado para cuñados; pero como dicen que el camino en la vida depende de dónde se dirijan nuestros pasos, pues ella escogió su senda. Un día nos presentó a su futuro marido, ruso, rubio con unos ojos muy azules y majo. Trabajaba de obrero electricista en una fábrica de productos químicos y nos gustó, sobre todo porque no era bebedor, como casi todos los rusos, incluso su padre y su hermano, que ya estaban alcoholizados.
Mari, mi vecina de piso, no trabajaba y no tenía hijos, así que se encariñó con los míos y me ayudaba mucho, sobre todo cuando alguno de ellos tenía que quedarse en casa y yo no podía faltar al trabajo.
Todo iba sobre ruedas y no recuerdo cuánto duró la felicidad completa porque, de repente… algo nos vino a enturbiar de nuevo un poco la vida.

 

lunes, 29 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XV. ESTEFANÍA Y CEREZO."



Estefanía y Cerezo, mi mamá y su compañero, seguían en Eupatoria, pero comenzaban a tener problemas y realmente no encontraban a quien acudir más que a nosotros. Se estaban haciendo mayores, aunque ahora 50 ó 60 años no nos parezcan muchos. Ella quería dejar de trabajar, estaba cansada de pelear con viejos en aquella residencia y él estaba quedando ciego de glaucoma. Por un ojo ya no veía nada y estaba perdiendo el otro. Los especialistas le dijeron que sólo en Moscú podían salvarle algo de vista operándolo en un Instituto de la capital, reconocido internacionalmente, y famoso por sus investigaciones sobre enfermedades de los ojos (cuyo nombre no recuerdo).
El ya había hecho sus gestiones para el ingreso en el prestigioso hospital, pero la respuesta obtenida fue que, debido a la inmensa demanda de enfermos, sólo podían atender a los residentes empadronados en Moscú.
El problema de empadronamiento en la capital era una dificultad surgida hacía ya varios años cuando, después de la guerra, en Moscú se daban las condiciones más favorables para vivir y trabajar, y donde el abastecimiento estaba más organizado. El éxodo en aquel tiempo fue tan multitudinario que colapsó la vida de la capital en un par de años. Tuvieron que tomar medidas severas para evitar tal afluencia de gente. Había trabajo suficiente, pero no viviendas, así que no te empadronaban si no cumplías ambos requisitos, si no tenías trabajo y vivienda, y nadie te daba trabajo si no estabas empadronado. La pescadilla se mordía la cola y esa nueva preocupación, sin esperarla, se nos echó encima.
Mi mamá se planteó venirse los dos a vivir a nuestra casa, pensando que aquella habitación de 24 m2 que habíamos conseguido era suficiente para vivir las seis personas, ellos dos, nosotros y nuestros niños.
Teníamos voluntad por ayudarles, sobre todo considerando que de nuestra decisión dependía la ceguera total de Cerezo. Realmente se llamaba Manuel, pero todos lo tratábamos por el apellido. Queríamos ayudarles y casi nos sentíamos obligados, pues constaba, hasta cierto punto, que eran nuestros padres. Pero cuando fuimos a exponer la necesidad de acoger a nuestros viejos por enfermedad surgió otro impedimento: la habitación no disponía de los suficientes metros cuadrados obligados por la ley para albergar a tantas personas. Era imposible.
Ahí aprovechamos de nuevo nuestro sentido de preferencia por ser españoles, cosa que alegábamos en cada oportunidad para conseguir lo imposible. Como ya no me quedaba nadie más a quien acudir, le envié una carta exponiéndole nuestro caso a la Ministra de Asuntos Sociales, antigua dirigente comunista y famosa miembro del “Politburó”, Katherina Furtseva.
No sé cómo le lloré ni le rogué, pero la respuesta, saltándose la ley, fue tajante: por orden de los órganos superiores del Gobierno y el Ministerio, empadronar inmediatamente a dichos ciudadanos en el apartamento solicitado. Así se hizo y, también rápidamente, se nos presentaron en casa los dos nuevos residentes, con su par de maletas llenas de esperanzas, exigencias, reproches, incomodidades, incomprensiones y al final, disgustos para todos.
Es cierto que tardamos poco en arreglar los documentos necesarios y, con ellos en orden, hospitalizaron a Cerezo en un centro de tal magnitud e importancia a nivel internacional, que todavía es el día de hoy que lo oigo nombrar por sus éxitos en la investigación de enfermedades oculares, adonde van a operarse gente de todos los países y que goza de prestigio mundial.
Un ojo lo tenía perdido, pero en el otro recuperó tanta vista como para escribirnos cartas a España cuando vinimos. Finalmente murió allí hacia el año 1960.
La convivencia con mis padres me trastornó mucho la vida, me añadió preocupaciones y no tanto por culpa de él, sino de ella. Estefanía era una mujer muy violenta, protestona y muy amiga de reñir. Sobre ese particular ya recordaba yo algo de nuestra etapa en Alicante. Como nunca tuvo hijos, no sabía cómo tratarlos ni quererlos. Era y se veía mayor, con lo que quería mangonearnos a mi vecina Mari y a mí, de tal forma, que ésta se rebeló, aunque yo tuviera que aguantarla como hija. Con Ángel tampoco congenió y rompieron definitivamente las relaciones un día que cuando llegamos a casa, encontramos a Gelito con un labio todo hinchado por un “tortazo” que ella le había propinado. Eso colmó el vaso.
Dormíamos nosotros en una cama ancha de hierro forjado, los viejos en un sofá-cama de matrimonio y los niños en otra camita de madera que compramos y que luego nos traeríamos a España y en la que durmieron primero ellos y luego durante muchos años, la abuela María.
La incomodidad en aquellas condiciones era evidente, menos mal que se nos avecinaban nuevos cambios y muy favorables, por cierto.
No quiero abusar del malsano interés por perpetuar las afrentas, mejor recordar lo agradable, lo que nos hizo felices y causó alegría en su momento. Así, en aquel tiempo se cumplió la ilusión con la que yo había soñado tantas veces, volver a ver a mi papá Antonio.
Un día me llamaron al “Centro” y me dijeron que Guardiola venía a Moscú con una delegación del Partido Comunista de visita a la Unión Soviética y a vernos, a sus hijos y a sus nietos. Como es natural, se hospedaría en el hotel, y a mí me invitaron oficialmente a recibirlos en el aeropuerto.
Hacía mucho que no había sentido una alegría tan grande. ¡Cómo me encontrará, qué le parecerá Ángel y, sobre todo, cómo se lo podré decir a Estefanía…!
Ella permanentemente me machacaba con expresiones que me herían; me acusaba de no quererla como una verdadera hija, me reprochaba el hecho de seguir relacionándome con él, después de todo el daño que le había causado. Me recriminaba, y eso era lo que más me dolía, por no haberse podido marchar de la Unión Soviética con su entonces marido en 1939, ya que no podían exponerme personalmente llevándome con ellos; y de este modo, yo resultaba culpable de su separación y de todas sus desdichas posteriores. No se le podían tener en cuenta tales manifestaciones porque era una mujer que había sufrido mucho, que se había encontrado sola y abandonada en un ambiente tan hostil, en plena guerra y tan alejada de sus seres queridos en Jumilla.
En aquel periodo se le habían muerto varios hermanos y la madre, pero conseguimos entre las dos reanudar las relaciones con la familia que quedaba a través de su primo Albert, el de Argel, el que me sacaba a mí las fotos en Alicante para que se las mandara a mi mamá en Asturias. Sus hermanas la animaban a que no sucumbiera, a que tuviera esperanzas de volver y abrazarse y le comunicaban que, como en los pueblos se sabe todo, ellas habían roto ya definitivamente las relaciones con la familia de su exmarido; total, con la tía Juana, su esposo y sus hijos.
En el aeropuerto de Moscú tuvo lugar el emocionante encuentro después de tantos años. No sé cómo me vería él, pero a mí me pareció tan guapo y elegante, tan apuesto e importante como me lo figuraba, pero mucho más pequeño, más bajito y delgado, como si hubiera menguado; se ve que mi propia fantasía me lo había engrandecido en todos los sentidos. Yo lo seguía admirando a pesar de todo…
Y cuando llegué a casa la bronca estaba servida. El me había dicho que no tenía ningún inconveniente en venir a verla, hablar… Pero yo, conociéndola a ella y su manera de pensar, sabía que aquello era simplemente imposible.
La visita turística de su delegación iba a ser por Moscú y Leningrado, y Ángel y yo estábamos invitados a acompañarles, pero por el cuidado de los niños, yo me tuve que quedar. El abuelo sólo llegó a conocer a Pachito porque Gelito era muy pequeño y estaba en la guardería. Ángel se pasó unos diez días acompañándolos en el hotel y en el viaje, visitando el Kremlin por dentro, todos los monumentos importantes y sobre todo, las notoriedades de la ciudad imperial más bella e importante entonces, Leningrado, ahora San Petersburgo, que ni él ni yo conocíamos.
Nos habló mucho de su compañera Milka y de sus hijas Ana y Elita, muy estudiosas y buenas chicas, pero a las que veía en muy pocas ocasiones porque su trabajo así lo requería. Algo nos dijo sin muchas explicaciones, sobre que había entrado varias veces en España participando en la clandestinidad en algún acto y que en varias ocasiones estuvo a punto de que lo prendieran.
Previo a la visita de Moscú, había asistido en Praga al Congreso del Partido Comunista de España en calidad de miembro de su Comité Central. En dicho Congreso ya se habían vislumbrado las primeras críticas hacia el Partido de la Unión Soviética (PCUS) y Stalin; por eso, entre los mismos históricos camaradas de siempre también surgieron paralelamente desavenencias políticas en el PCE que llevaron a la posterior ruptura y expulsión de algunos destacados miembros muy competentes y que, a la larga se demostró, no estaban tan descaminados en su línea política.
Lo que sí nos hizo saber Guardiola fue que había aparecido en el seno del PCE alguna corriente filosófica con orígenes distintos al marxismo y que en la sociedad española tenía lugar un profundo proceso de oposición hacia el régimen franquista en todos los sectores, en las universidades, entre los intelectuales, incluso en los militares. Los distintos partidos en el exilio habían llegado a la conclusión de que debían unir sus esfuerzos, formar un frente común de reconciliación nacional con la oposición interior y sólo así, Franco podría ser desbancado. La lucha clandestina le estaba royendo las entrañas; se fortalecía el brote de oposición en el interior de país y se producía un distanciamiento de las tesis del franquismo por personalidades importantes del sistema. Germinaba por todo ello un cambio de política por parte del partido comunista ante los nuevos fenómenos surgidos en el interior.
Dadas las circunstancias, mi padre nos dijo que si se nos presentaba la ocasión del regreso a España, ni lo dudáramos siquiera. Nada teníamos que temer porque de nada nos podría acusar Franco, no habíamos cometido ningún delito político al haber salido como niños evacuados, que no escogieron su destino. Este consejo nos iba a servir de orientación en un futuro no muy lejano. Lo tuvimos en cuenta cuando llegó la hora.
Por si acaso, empezamos a tantear a nuestras familias para saber si estarían dispuestos y en condiciones de echarnos una mano si se presentase la ocasión de una amnistía. Por supuesto la respuesta no se hizo esperar y tanto mi madre, en Alcoy, que vivía con Jesús, como mi suegra en Moreda, que tenía a Celso, nos ofrecieron cobijo en sus casas y sustento para nosotros y nuestros hijos. Las dos habían soñado muchos años con poder abrazarnos y no podían ni creer que tal alegría las pudiera embargar algún día. Significaría para ellas la culminación del mayor deseo de sus penosas y amargadas vidas, no podían hacerse a la idea ni creerse que la felicidad se acordara de ellas, sobre todo después de mantenerlas tantos años llorando sus respectivas amarguras.

 

domingo, 28 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XVI. NUESTRA FAMILIA ESPAÑOLA."


Sin embargo, hay que reconocer que tampoco nuestras familias vivían desahogadas. España, después de la Guerra Civil, pasó hambre y penurias, escasez de los bienes de primera necesidad y especulación por parte de los aprovechados. Fue muy duro, sobre todo para los miles de familias que habían perdido a sus seres queridos: maridos, padres, hermanos, y por ello las abnegadas mujeres tuvieron que sobreponerse a su desaparición, trabajar y abrirse camino para sacar adelante a sus hijos, llorando muchas por la pérdida de otros ausentes. Así, nuestras madres María y Mercedes, bien merecida tenían una pizca de felicidad.
En Alcoy mi madre seguía trabajando en la fábrica de papel de fumar Bambú. Jesús trabajaba en el textil, industria muy extendida en aquella región; pero los salarios eran tan míseros que apenas podían mantenerse.


Mercedes trabajando en la fábrica de libritos Bambú

Tino vivía en Zaragoza con sus padres adoptivos y trabajaba en un taller de reparación de coches.
Meyos ya estaba casada y tenía dos niños un poco más pequeños que los míos.
Tina también se había casado en Alicante, pues cuando mi madre se instaló definitivamente en Alcoy y quiso recuperarla, ella se negó rotundamente a separarse de sus padres de acogida y de dos hermanos y una hermana que habían nacido posteriormente. Con ellos vivió hasta que se casó, pero sin perder el contacto con su madre y hermanos verdaderos.
Pepín, también obrero desde su temprana edad, estaba casado en Alcoy y tenía una niña.
Ninguno de ellos disfrutaba de la mínima holgura económica, pero no hubo uno que no se ofreciera a ayudarnos en lo posible y su apoyo moral nos alentó más que todos los bienes materiales del mundo.
La provincia levantina era una zona muy industrial y mi sueño era vernos establecidos en mi adorado Alicante.
Mi suegra, terminada la guerra, regresó de Barcelona a su Moreda natal y a su casina del “Cantu la Silla” que allí la estaba esperando. Con un niño pequeño, Celso, y obligada a ganarse la vida para los dos, sufrió las vicisitudes que sólo un espíritu indestructible puede soportar. Agotó todas las lágrimas de sus ojos, sobre todo por sus hijos lejanos a los que ya nunca pensaba volver a ver. Llevando al niño con ella, se puso a coser y limpiar por las casas, las más de las veces, tan solo por la comida.
Más tarde, como en la zona minera se necesitaba mucha mano de obra y los salarios eran más elevados, mucha gente de diversas regiones, sobre todo Castilla y Galicia se venían a trabajar a las cuencas. Surgió la necesidad de albergues, así que muchas vecinas, entre ellas María, hospedaban a los que llamaban posaderos. Les hacían la comida, lavaban la ropa y ofrecían habitación. Poco más de una cama necesitaban porque se pasaban todo el día trabajando en la mina.
Así se fue defendiendo la mujer con dificultades y mucho trabajo para atender a dos o tres hombres en casa, hasta que Celso, que era un alumno muy aplicado en el colegio de frailes, decidió que era ya lo suficientemente mayor como para trabajar también. La madre no lo dejaba, pero él mismo, a los catorce años, logró falsificar un certificado de nacimiento y, como si hubiera cumplido los dieciséis, ingresó en la mina con la categoría de “guaje”. Ella siempre recordaba lo que lloró aquel día que lo vio salir por la puerta a las seis de la mañana con su bocadillo. ¿Y cuando se corría la voz de que en el pozo había ocurrido alguna desgracia? Se tiene pasado horas llorando al pié de la bocamina hasta que lo veía salir con vida. Por suerte, nunca tuvo ningún mal percance, aunque casi a diario se producían accidentes laborales en aquellas pésimas condiciones de trabajo de los mineros, pésimas y miserables.
España ya había ingresado en la ONU y las relaciones diplomáticas entre los dos países, la URSS y España, aunque tirantes, se habían restablecido. Gracias a eso el correo nos empezó a  llegar directamente y pudimos prescindir de las amistades en terceros países intermedios para que mantuvieran nuestra correspondencia, bien a través de una tía mía en Francia, el primo Albert en Argel o la familia Prida en la Bretaña Francesa, con la que siempre seguimos manteniendo contacto.
Las cartas tardaban mucho en llegar y las recibíamos con señales de censura, pero llegaban, que era lo importante, y hasta nos intercambiábamos fotografías. ¡Qué emociones¡, ¡qué saltos de alegría y llantos de impresión!, tanto nosotros allí, como nuestras familias aquí.
Nosotros descubrimos a nuestros hermanos, nuestras madres a sus hijos y las abuelas a los nietos. ¡Cuántas lágrimas se derramaron sobre aquellas fotografías!
Tras el final de la II Guerra Mundial numerosos españoles expresaron su deseo de abandonar la URSS; unos, porque tenían familiares fuera de España y deseaban reunirse con ellos; otros, por rebeldía y oposición al empeño por parte del PCE de obstaculizar la salida antes del derrocamiento de Franco. Algunos lo consiguieron al principio, pero pronto se cortó esa posibilidad, considerándose traidores aquellos que mostraban tal deseo.
Como traidores los considerábamos sus propios compañeros porque era difícil, casi imposible, conciliar un talante rebelde o un espíritu independiente o crítico, con la obediencia y disciplina exigidas allí como dogmas de fe.
Los altos mandatarios de la Unión Soviética también sentían miedo a que, una vez fuera, hablasen de una realidad que podía socavar ese mito forjado de la URSS como “paraíso de la clase trabajadora”.

 

sábado, 27 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XVII PRIMERAS RELACIONES URSS-ESPAÑA"


A pesar de todo, hacia 1953 se iniciaron por parte soviética las primeras maniobras para un acercamiento cauteloso al régimen español, se materializaron algunos intercambios comerciales, generalmente por mediación de terceros países.
Y en 1954 la Cruz Roja Internacional consiguió la liberación de los prisioneros de la División Azul, voluntarios españoles que lucharon en la II Guerra Mundial contra el Ejército Rojo, como apoyo de Franco a la Alemania Nazi y que estaban recluidos en los campos de concentración soviéticos desde el final de la guerra. En abril desembarcaron en el puerto de Barcelona 286 de ellos.
El año 1955 fue clave en ese progresivo acercamiento que iba a posibilitar las primeras expediciones de repatriados españoles de la URSS. Un retorno tan soñado, tan esperado, la ilusión sublime de nuestra existencia en aquellos momentos, la finalidad forjada a base de preparación académica, profesional, psicológica.
Nuestra estancia allí siempre tuvo para nosotros carácter temporal, desde el primer día, y todos nuestros actos y determinaciones estaban condicionados por el futuro regreso a España, que, por otro lado, pretendíamos próximo,. En ruso hay una expresión: “chemadannoe nastroenie”; viene a ser como “espíritu viajero”, o “disposición a la maleta”; pues ese era nuestro ánimo permanente. La vuelta era el objetivo principal de toda nuestra trayectoria personal, incluyendo las relaciones más íntimas, como el matrimonio o la familia. Así, por ejemplo, los que se casaron con rusos, a la larga se encontraron con dificultades añadidas que ocasionaron en muchos casos rupturas, separaciones, inconvenientes que obligaron a algunos a quedarse allí para siempre, como ocurrió con Kiko y Nieves, los hermanos de Ángel.
El siguiente, 1956, fue un año decisivo en nuestras vidas.
Dadas las circunstancias históricas del desarrollo político en la aún nueva Unión Soviética y de la evolución en el interior de España, empezó a germinar entre todos los españoles una sensación de callado convencimiento de que el momento había llegado.
Algunos de los nuestros habían hecho intentos de volver clandestinamente, ilegalmente. Unos lo habían conseguido, pero a otros los detuvieron. Había algún grupo que expresaba abiertamente su deseo de retorno, haciendo protestas y gestiones ante la Cruz Roja. Nosotros eso lo veíamos mal y hasta los juzgábamos como indeseables, a pesar de que en el fondo, teníamos los mismos deseos que ellos.
Lo que no sabíamos nosotros era que la Cruz Roja y otras instituciones ya estaban ejerciendo presión sobre Franco y sobre Rusia para que nos fuera permitido regresar.
Vivimos más de un año de incertidumbre, chismorreos, bulos; nos encontrábamos colmados de ilusiones…, ya no pensábamos en el trabajo, ni en nada. Sólo recuerdo una idea fija: volver.
Pero ¿y las dudas?, ¿y el miedo a lo desconocido? Era un paso muy decisivo, muy arriesgado. Teníamos falsos y escasos conocimientos sobre la vida en España, pero no nos faltaban presentimientos de miseria y dificultades políticas y económicas.
No teníamos miedo a pasar hambre nosotros, pero ¿y nuestros hijos? ¿Teníamos derecho a exponerlos a ellos? La incertidumbre del porvenir ponía en entredicho las expectativas.

Meyos, Tina, Jesús, Jover,Tino, Pepín y la abuela Mercedes con Pepito

Abandonábamos bienestar y seguridad por regresar a una dictadura franquista en un país capitalista, represivo y políticamente enemigo de nuestra mentalidad.
Por otro lado, sentíamos agradecimiento y deuda a quien nos había acogido, educado y estudiado. Como si no se mereciera ningún desprecio ni abandono por nuestra parte.
Las conversaciones con nuestros amigos íntimos no trataban de ningún otro tema, pero el que más y el que menos se reservaba su punto de vista por temor a ser mal interpretado. Enemigos de aquello, nunca; agradecidos, eternamente.
El deseo se convertía en impaciencia y en tormento por la espera a que las cosas se aclararan. El ofrecimiento por parte de nuestras familias a ayudarnos y el afán de nuestras madres por abrazarnos era un aliciente más, un factor importante en la toma de nuestras decisiones. Y ante todo, el consejo inolvidable que nos había dado mi padre Antonio durante su estancia en Moscú, sobre todo para mí, que lo consideraba asesor acertado y sabio. Todos los recelos se desvanecían ante la firmeza de sus palabras: “no lo dudéis”. La decisión fue tomada positivamente, después de mucha reflexión, controversias, discusiones…
Nuestros amigos Teodora y Gregorio estaban dispuestos. Valdés y Luisina se lo pensaron mucho por temor a que su hijo Eduardito, sordomudo y disminuido físico, no pudiese incorporarse en España a la educación en escuelas especiales en las que allí sí recibía obligada enseñanza. Pero todo tendría arreglo y había que dar el paso.
Los más decididos empezaron a hacer las gestiones de solicitud y ellos eran los que nos iban informando de los requisitos necesarios para empezar a rellenar impresos y recopilar documentación, sobre todo en los lugares de trabajo.
Según la situación familiar las circunstancias de cada uno eran diferentes. Las españolas casadas con rusos no podrían venir acompañadas de sus esposos, en cambio, los españoles casados con rusas sí las podrían traer; algún decreto relacionado con la salida de ciudadanos soviéticos al extranjero así lo dictaba.
Según nos habían indicado en su día, nuestra aceptación de ciudadanía soviética, aún siendo españoles, no nos supondría ningún impedimento burocrático a  la hora del regreso. Tampoco lo condicionaría nuestra afiliación al PCE, ni a aquellos que fueran miembros del PCUS; sencillamente habría que devolver los carnés en las respectivas organizaciones.
No hay que olvidar que en aquellos años, entre los nuestros, había gran cantidad de gente muy preparada ocupando cargos de gran responsabilidad en ministerios, empresas militares, químicas, o bien otras relacionadas con la defensa o con organismos gubernamentales… Trabajos llamados de “secreto de Estado”. Intelectualmente obtuvieron el puesto gracias a su capacidad y esfuerzo personal. Pero salir al extranjero, a un país capitalista, conociendo ciertos datos comprometedores, según algunas personalidades, la mayoría de las veces aprensivas y exageradas, sería imposible, al menos antes de que transcurrieran más de cinco años apartados de dichos cargos. Este problema sí que rompió planes y originó trastornos y desengaños a muchos.
Por nuestra parte tuvimos la suerte de que la “Fábrica 45”, donde trabajaba Ángel y muchos españoles más, aún siendo de construcción de motores de aviación, cuya tecnología también se jugaba el puesto a escala internacional, no ocasionara oposición alguna a la legalización de los documentos de salida.
Menos todavía debía preocuparme yo en mi trabajo, donde también había dos españoles ingenieros de estaciones hidráulicas que me precedieron en la despedida con todos los honores y buenos deseos por parte de sus compañeros para su futuro en España.
Del trabajo necesitábamos, además de los papeles reglamentarios de cese, una denominada “característica”, que debía de ser expedida y firmada por la “troika”, máxima autoridad en todas las empresas: el Director, el Secretario del Partido y el Secretario de los Sindicatos.
Primero pasabas por una entrevista con ellos, donde se interesaban por las causas de tu cese, la impresión que tenías sobre la empresa y los años trabajados, detalles de tu ideología política y, sobre todo, tu sentido de agradecimiento hacia el país que te había alimentado, educado y estudiado durante tantos años.
Si la “característica” que te expedían era positiva, no tendrías ningún problema; de lo contrario, te obligaba a dar muchos pasos y hacer gestiones reivindicativas en órganos superiores.
Recopilados en una carpeta todos los documentos exigidos, junto a las solicitudes dirigidas a la Cruz Roja y a los organismos competentes españoles para nuestra repatriación, la debíamos entregar en el ministerio y esperar por la respuesta unos dos o tres meses. Meses que se hicieron largos en nuestro caso y que fueron tensos, ajetreados, llenos de dudas y cargados de nervios.


Diciembre del 56, preparados para el retorno


 

viernes, 26 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XVIII PREPARANDO EL RETORNO"


De momento Kiko y Sima se quedarían. Por mucha ilusión que le hiciera a Kiko reunirse con su madre en España, Sima tenía toda una familia, de los que le sería muy doloroso separarse: madre y padre ya muy viejitos, hermanos… Además, ya tenían tres niños, Víctor de siete años y Volodia y Elena de tres.
Nieves tenía el marido ruso, Valentín y una niña, Marina, de año y medio; pero lo peor era que él estaba mal de salud. Ya lo habían operado de un tumor en el cerebro y la gravedad de su mal no ofrecía muchas esperanzas.
Estefanía  también, se hacía sus ilusiones, sobre todo pensando que sus hermanas la estaban esperando. Ella no había destacado por participación política alguna en España, sólo por ser esposa de Antonio Guardiola. Pero su compañero, Cerezo, casi ciego y enfermo sí había sido militar de rango en el ejército republicano. Por entonces los emigrados políticos corrían el peligro de ser detenidos si entraban en España. Estefanía también tuvo que esperar unos añitos más hasta que murió Cerezo y le confirmaron su seguridad e inmunidad política si pisaba territorio español.
Es fácil comprender que en aquellas condiciones no tuviéramos ningún ahorro, puesto que vivíamos al día y con estrecheces; no obstante, nos hacía ilusión presentarnos decentemente vestidos, e incluso poder traer algún regalo para la familia. Ya se nos había informado de que el viaje de regreso sería en barco con el pasaje y el transporte de equipaje gratis, pagado por la Cruz Roja Internacional. Pero el azar nos brindó la posibilidad de que se nos cumplieran nuestros deseos y pudiéramos ver cubiertas nuestras necesidades más perentorias.
No he mencionado en todo lo escrito en páginas anteriores sobre los años vividos una circunstancia que en aquellos últimos momentos nos sirvió de feliz recompensa; mínima recompensa al largo, injusto, dictatorial sacrificio al que nos tuvieron obligados durante tantos años junto a todo el pueblo soviético. Lo llamaban: “Suscripción voluntaria al préstamo del Estado”, por medio de obligaciones recuperables en un periodo de veinticinco años. Obligaciones bien obligadas… Teníamos que ceder el monto de un sueldo o beca a descontar en doce mensualidades. Toda persona adulta, obrero, campesino, estudiante, todo asalariado tenía que suscribirse“ voluntariamente”.
La “paliza publicitaria”, no con tantos medios como existen ahora, claro, empezaba dos meses antes, por medio de reuniones, mítines, pancartas, prensa, radio… Intentaban machaconamente demostrarnos cómo todo el pueblo soviético, como un solo hombre, respondía en masa a la llamada del Gobierno. En el fondo sabíamos todos que voluntariamente nadie quería hacerlo porque el nivel de vida era muy bajo y el que más y el que menos lo necesitaba para sí; ni la llamada del deber que tanto pregonaban nos conmovía una pizca. Pero ¿quién se atrevía a negarse?, ¿y las consecuencias que tal acto de vergonzosa negativa podría acarrearnos?
Recuerdo una vez, en el Instituto, que una clase en pleno se negó rotundamente a suscribirse. Después de la bronca de la Directora, los discursos de varios profesores, las intervenciones amenazadoras de los dirigentes, miembros del Komsomol, los encerraron en clase con llave por fuera y sólo iban dejando salir de uno en uno, según los ánimos iban cediendo y las firmas se sucedían.
Así, año tras año, fuimos recopilando/aportando en depósito unas divisas/cuotas que nunca creímos recuperables.
Pues una vez gestionados todos los trámites y diligencias para el regreso, cuál no sería nuestra alegría al enterarnos de que el dinero que habíamos invertido en aquellas obligaciones a lo largo de los años, desde que salimos de las casas de niños, nos sería devuelto en efectivo, conforme a la ley que nosotros desconocíamos, pero que alguien puso en evidencia.
Dicha cantidad debía ser legalmente justificada por certificados expedidos por los órganos competentes, todo conforme a lo abonado cada uno de los finales de año pasados. No recuerdo lo que reunimos entre Ángel y yo, pero sí que fue nuestra salvación, que nos compramos para nosotros y nuestros hijos trajes, abrigos, calzado y, también, regalos para la familia.

Cena de despedida

Podíamos traer todo el equipaje que quisiéramos, así que Ángel, seguramente en el trabajo, agenció un cajón grandísimo, fuerte, de tablas resistentes, en el que embalamos todos nuestros enseres: una cama con sus maderas y su somier metálico, una radio tocadiscos que le regalaron los compañeros en el trabajo, discos, sartenes, ollas, la vajilla usada que teníamos (de la que aún conservo un plato llano y una sopera que tengo echa un centro de mesa, después de 48 años), cubiertos (los usados y media docena de alpaca que me regalaron a mí las compañeras de trabajo), sábanas, mantas, almohadas, ropa, libros…, los adornos cristalinos del árbol de navidad que Ángel se encargaba de decorar desde 1948 y cuya labor siguió haciendo durante muchos años más, aquí en España. Alguna caja de herramientas pensando en las necesidades del trabajo en el futuro. También una máquina de coser alemana, plegable y eléctrica, que yo había conseguido en una mueblería haciendo durante semanas la tradicional cola de registro diario de una lista al efecto. Era una novedad, una monada, roja, como de uralita brillante, que llamaba la atención. Tanto es así que nada más llegar a España, la vio un viajante de “Sigma” y no lo pude echar de casa hasta que me conformé a cambiarla por una normal, de pié, que yo creía que me sería de más provecho. Pero aquel avispado, al verme tan inexperta, todavía me hizo pagar mil pesetas por el cambio,. Se marchó satisfecho y enamorado de su adquisición, sabiendo que me había engañado; pero yo todavía disfruto de mi antigüita “Sigma”, que me ha dado, seguro, mejor resultado que aquella tan bonita, apropiada sólo para exposiciones. Metimos en el cajón los regalos y alguna barra de salchichón y le clavamos la tapa bien segura, tan segura, que llegó al “Cantu la Silla” un par de meses después, sin novedad, repleto y sano y salvo.
La ropa de uso inmediato y las cosas un poco delicadas vinieron en la maleta.
Aquel mes de diciembre nos sumió en el agobio y las preocupaciones; era un cambio muy decisivo y nosotros personas responsables. Menos mal que la importante decisión había sido tomada con tanta alegría y era tan deseada, que la felicidad era inmensamente mayor que los temores y la inquietud que sentíamos.
Ángel se ocupaba del papeleo y yo de las compras. No podíamos dejar ningún cabo suelto.
A últimos de mes se nos marcharon Teodora y Gregorio; la despedida simplemente fue: ¡Hasta pronto! Respecto de Valdés y Luisina hicimos todos los preparativos para viajar juntos en el regreso. Armando y Ángel ya habían salido a la vez de Salinas y el destino los mantenía inseparables, sin proponérselo, como dictado por alguna fuerza desconocida que rige nuestras vidas. Y, hasta hoy, ya por siempre.


Nieves y Ángel con Gelito, Kiko y Sima con Elena, y delante Pachito y Víctor


Aquel Año Nuevo lo celebramos en casa de Sima y Kiko y fue triste, presentíamos la separación definitiva, aunque los chiquillos fueron los que disfrutaron de lo lindo saltando y gritando, aprovechándose de nuestra benevolencia.
El Gobierno Soviético nos permitió sacar  75 dólares al cabeza de familia, más 37 dólares por la mujer y cada hijo, al cambio de cuatro rublos por dólar.
Con eso, y como se suele decir, “con lo puesto”, dispusimos rumbo a España.


Celso Lago



 

jueves, 25 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XIX EL VIAJE"


1957


Antes que nosotros ya habían salido del puerto de Odesa  hasta Valencia otras tres expediciones del barco soviético “Crimea”. La nuestra fue la cuarta y después sólo hubo otra. La maleta no iba muy llena, pero nosotros partíamos repletos de ilusiones, esperanzas, dudas, ánimos, imaginaciones, unas falsas y otras correctas, expuestos a que una vez más el destino zarandeara a su gusto nuestra vidas; dispuestos, eso sí, a resistir firmemente ante lo malo y lo bueno, a trabajar y defender nuestra familia.
Viajamos en tren hacia Odesa el día 15 de enero por la mañana.
Nos vinieron a despedir a la estación los familiares y toda la infinidad de amigos que allí quedaban; unos, esperanzados de que su turno también llegara, tal vez en la siguiente expedición, pero otros, tragándose las lágrimas al pensar que tal oportunidad ellos nunca la tendrían.
Recuerdo que fue muy triste, pero sobre todo, me impresionó la despedida desgarradora de Estefanía. No pronunciamos una sola palabra ninguna de las dos, sólo lloramos abrazadas a sabiendas de que no nos volveríamos a ver nunca más. Sé que en su silencio me estaba pidiendo perdón por no haber sabido ser una buena madre y yo, al mismo tiempo, lamentaba no haberla querido como una verdadera hija.


Billete del Krim, camarote 229, de la familia 106,
a nombre de Guardiola Requena Nieves


Dos días y dos noches de viaje que casi se han borrado de entre mis recuerdos, pero que nos condujeron en aquel tren especial hasta el puerto de Odesa, donde nos estaba esperando el ya para nosotros familiar “Crimea”.
Después del traslado de nuestro equipaje del tren al barco, donde las grúas se ocuparon rápidamente de cargarlo, acomodados ya todos en nuestros respectivos camarotes, en la madrugada del día 17 de enero de aquel 1957 zarpamos Mar Negro adelante hacia un futuro bastante incierto, pero tan anhelado …
Ángel, antes de montar en el barco, tiró con toda su fuerza por los aires el sombrero que traía, que salió volando como un boomerang, pero que no retornó a nosotros.
Todos en cubierta, silenciosos, emocionados y casi firmes por el solemne trance, dijimos adiós para siempre a aquel país que nos acogió, nos educó, nos hizo mujeres y hombres, donde forjamos la familia, nacieron nuestros hijos…
País extenso, inmenso por sus dimensiones, algunas de las cuales tuvimos que recorrer. Frío climáticamente hablando, cuyas bajas temperaturas acompañadas del hambre pudimos soportar sólo por la fortaleza de nuestra juventud. País único por su régimen político, con sus victorias y sus fallos, su socialismo dictatorial, su culto a la personalidad de los jefes que adoramos, sus engaños y nuestros desengaños. Pasado mucho tiempo es más fácil juzgar, pero en aquel entonces le estábamos inmensamente agradecidos. Aquel país era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y nos estábamos alejando de él, poco a poco, en la oscuridad de la noche viendo mermar el resplandor de las luces de la ciudad e internándonos en la brumosa humedad del mar que nos hacía tiritar algo de frío y mucho de emoción. El Mar Negro, tan negro como su propio nombre.
Nuestro viaje duró una semana, rodeados sólo de cielo y agua, y únicamente acompañados en algunos tramos por grupos de delfines que saltaban a nuestro alrededor amenizando la vista, sobre todo de los niños.

Nieves en el Krim

Los dos primeros días los pasamos fatal; el mar se puso bravío, la fuerte marejada zarandeaba el barco a su antojo y supimos, después, que en muy raras ocasiones se habían dado tan adversas circunstancias durante una travesía por aquel paraje.
No había nadie entre los pasajeros ni entre la tripulación que no estuviera sufriendo fuertes vómitos y gran malestar a consecuencia del mareo, ni mayores, ni pequeños, ni viajeros, ni cocineros, ni marineros… A mí me llegó a preocupar Angelito, que recientemente había sufrido una hepatitis y la doctora me había dicho antes de partir que viajaría a España con el hígado aún inflamado. Así que opté por llamar al médico del barco para que me lo viera en el camarote y recuerdo al hombre haciendo esfuerzos sobrehumanos para mantenerse en pié, oscultar al niño y no desvanecerse él mismo. Tan pronto se echaba mano a la cabeza como al estómago y más de una vez tuvo que salir al pasillo, hasta que al fin me pudo asegurar que el niño no tenía nada fuera de lo normal, sólo el mareo generalizado. Digo que se mareó todo el mundo, menos una persona, menos Eduardito, el hijo sordomudo de Valdés; resulta que, precisamente la falta del sentido del oído evita los síntomas que a todos nos agobiaban. Y él quería comer; él, señalando la boca con la mano, pedía comida. Armando, su padre, tenía que obligatoriamente acompañarlo al comedor, donde no había ni un alma, ni cocineros, ni camareros… Sobre las mesas, sólo pan y salchichas cocidas. Así que su padre tenía que dejarlo allí hasta que se saciaba, respirar un poco en cubierta y volver a recogerlo. Luego encima, el niño nos señalaba para su barriga indicándonos lo “fartuquito” que estaba y lo ricas que le habían sabido las salchichas, cosa que nos revolvía aún más nuestros estómagos. Parece mentira que un simple mareo ocasione tanto mal.
En fin, todo aquello pasó al tercer día, cuando cruzamos El Bósforo y Los Dardanelos y salimos al tranquilo y azul Mediterráneo, tan acogedor y familiar para nosotros.
De repente todos nos sentimos bien, despertamos de nuestro angustioso letargo y subimos a cubierta donde brillaba un maravilloso sol de invierno, que a nosotros nos parecía de entrañable primavera. Es como si de repente se nos hubiese hecho la luz y nos encontráramos inmensamente felices por la importante decisión que habíamos tomado y que ya era irreversible. La alegría nos desbordaba pensando en el encuentro con los familiares; comentábamos entre nosotros las circunstancias de cada uno y nos deseábamos mutuamente mucha suerte en la nueva vida que nos esperaba.
Entre tanto, pasábamos el día en cubierta tomando el sol y de vez en cuando, a lo lejos, divisábamos la costa y al anochecer, las luces. Armando traía unos buenos prismáticos y con frecuencia nos sirvieron para deleitarnos con el paisaje, hasta un día en que Eduardito, intentando aplicárselos ayudado por su padre, los dejaron caer a las profundidades del mar.
Recuerdo con qué emoción hicimos el recorrido a todo lo largo de la isla de Sicilia y también, desde más lejos, divisamos Cerdeña.
Comíamos bien, comidas rusas por supuesto; y estábamos bien atendidos por personal asignado por la Cruz Roja para acompañarnos, además de la tripulación que cubría todas nuestras necesidades.
Precisamente, en una entrevista rutinaria que el dirigente de la Cruz Roja mantuvo con todos nosotros durante la travesía, observó, y así me lo transmitió personalmente, que yo regresaba a España con los apellidos de Guardiola Requena, cosa que me podía ocasionar inconvenientes a la hora de legalizar mi situación en el nuevo lugar de residencia, ya que en mi certificado de nacimiento, por el contrario, constaba Cuesta Suárez. Era una razón muy convincente; por eso, como aún estábamos a tiempo y el poder que ejercía aquella autoridad lo permitía, en aquel mismo momento fui borrada como Guardiola y recibida como Cuesta. Vida nueva y nueva personalidad. Sólo cometimos un lamentable fallo al no pedir algún certificado autorizado que en el futuro acreditara que las dos éramos la misma persona. Bien es verdad que, de momento, no sufrí ningún impedimento o contratiempo al respecto.
El tiempo transcurría plácidamente, pero las pulsaciones de nuestros corazones aumentaban conforme se acortaba la distancia a nuestro destino. Especial emoción sentimos al divisar las islas Baleares, sabiendo que Castellón, adonde nos dirigíamos, quedaba ya tan cerca. Fue una semana que se nos hizo corta, que jamás olvidaríamos y que hasta nuestros hijos, con ocho y cinco años, grabaron en sus mentes para toda la vida.
Si me paro a pensarlo hoy, creo que ningún otro acontecimiento ha sido de mayor trascendencia en su destino que aquel histórico viaje. ¿Qué habría sido de ellos si se hubieran quedado allí para siempre? Por experiencia de otros conocidos y de sus propios primos, todos sabemos que les hubiera ido infinitamente peor en la vida.
Pasamos la última noche a bordo casi sin dormir y en el último desayuno tomamos trigo sarraceno, que es una especie de arroz con leche y azúcar, pero de un color marrón oscuro; estábamos seguros de que no lo volveríamos a comer nunca en España.
Poco a poco, muy despacio, notábamos que nos íbamos acercando. En cubierta no cabía un alma más y era sorprendente, porque durante la travesía no habíamos apreciado que éramos tantos. El silencio era obligado por la emoción y porque todos nos estábamos tragando las lágrimas para no llorar. En un principio no podíamos divisar nada por la distancia, pero poco a poco tuvimos la sensación de que aquel horizonte anhelado y difuso se acercaba a nosotros y nosotros a él.
Y sobre las nueve o diez de la mañana, nuestro “Krim” (Crimea) se dirigía muy lentamente, pero firme y orgulloso, tanteando el camino para asegurarse el atraque, a sabiendas de que estaba siendo meticulosamente observado en su aproximación, al puerto de Castellón, aún difuminado por la niebla y la bruma matinal de aquel 23 de enero de 1957.



Ángel con sus hijos en el Krim

 

miércoles, 24 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XX EL ENCUENTRO"

23 de enero de 1957
 

No pensábamos que nadie nos esperaría en el puerto y creíamos que las autoridades tratarían de hacer que nuestra llegada pasase desapercibida; pero no, según nos íbamos acercando comenzamos a divisar a la multitud que nos aguardaba ansiosa por el encuentro, al igual que nosotros; cientos de personas, en su mayoría familiares, habían conseguido enterarse del lugar y la hora de nuestro regreso. Era increíble, emocionante, pero las lágrimas enturbiaban nuestros ojos y casi nos impedían divisarlos. Corríamos de proa a popa, según nos acercábamos a la dársena, intentando distinguir entre la multitud a alguien conocido…, pero era imposible…
Ya atracados, casi parados, disipada la nebulosa al frotarnos los ojos por si resultaba ser el despertar de un feliz sueño, nos hallábamos en la borda erguidos e inalcanzables para aquellos brazos que se alzaban a nuestro encuentro. Desde abajo, ondeando pañuelos blancos, empezamos a descifrar frases de bienvenida, gritos de emoción, nombres, nombres…
Alguien me dijo:

-Nieves, allí, allí alguien pregunta por Nieves Cuesta…-

 Efectivamente, lo oí bien; no sé quiénes eran, pero eran ellos, ¡¡los míos!!... 

-Yo, yo soy Nieves Cuesta, yo, yo…

Es el día de hoy que aún lloro al recordar aquel momento. No encuentro palabras para describirlo. Los sentimientos más profundos sólo se pueden sentir, pero no relatar; por lo menos yo no gozo de esa facilidad de expresión.
Quimera, esperanza, sueño, ilusión, todo de repente se había hecho realidad…
El atraque fue lento con sus correspondientes maniobras, encuentro de autoridades, intercambio de papeles, periodistas, Cruz Roja, representantes del poder… Aquello sí que se nos hizo largo, gestiones interminables, dos o tres horas eternas… Ya estaban las grúas dispuestas para la descarga del equipaje cuando empezaron las gestiones del desembarco, lentamente, por listas, por familias. Estábamos todos más calmados y bastante sorprendidos por el encuentro organizado y cálido que nos otorgaron. Nada más pisar tierra nos ofrecían bebidas, golosinas, fruta; toda clase de ayuda por si hubiésemos necesitado algo.
Ángel celebró el acontecimiento aceptando su primera copa de coñac español. Y también recuerdo un momento cómico con el que nos reímos mucho al ver que uno de los “nuestros” salía del barco todo elegante cubriendo su cabeza con el sombrero que Ángel había azotado por los aires en Odessa antes de partir. Nos recordó la fábula: “…¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?, y cuando el rostro volvió, halló la respuesta viendo que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó.”
Allí, en el mismo muelle, nos aguardaban los autobuses que habían de llevarnos a una residencia sindical, llamada entonces de “Tiempo Libre”, en la pequeña ciudad costera de Benicassim.
En un comedor enorme, con las mesas minuciosamente preparadas para todos los comensales que éramos, nos esperaba una espléndida comida típicamente española. Se trataba de  un cocido de garbanzos que nos supo riquísimo, acompañado de un vino cuya calidad no puedo precisar, pero que Ángel apuró sin pararse a paladear demasiado, despreocupado por las secuelas de su ingestión. Cuando el camarero repuso la botella vacía y yo le di un toque de atención, me tranquilizó diciendo que el vino español no emborrachaba. Lo que más nos llamó la atención fue el tamaño y la calidad de las naranjas que nos sirvieron de postre; nunca antes las habíamos visto ni probado tan hermosas y casi creo que tampoco después las he vuelto a ver como aquellas.
Al terminar la comida, mis hermanos Meyos, Pepín y Florentino nos estaban esperando afuera impacientes por conversar con más calma. Los emocionados abrazos del ansiado primer encuentro ya se habían prodigado a la bajada del barco, aunque con muy poco tiempo porque urgían las gestiones inmediatas. Sólo unas miradas de reconocimiento, unos saludos entrecortados, ahogados por la emoción y un tranquilizador “hasta luego”.
Sin embargo, no dispusimos de demasiado tiempo, ya que todos los recién llegados tuvimos que pasar por un control policial y someternos a un interrogatorio antes de completar los trámites burocráticos para legalizar provisionalmente nuestra estancia en España.
 

Por edad: Jesús, Tino, Tina, Pepín, Meyos, Nieves y Mercedes

Al final, Pepín y Meyos se marcharon a Alcoy y Florentino se quedó acompañándonos para hacerse cargo de nosotros en nombre de la familia. Los controles y trámites llevaron mucho tiempo y ya era casi de noche cuando recibimos el permiso para poder transitar camino de Alcoy.
Hicimos noche en una pensión en Valencia y al día siguiente bien temprano partimos en autobús hacia donde mi madre nos esperaba ansiosa, emocionada e incrédula aún de la realidad del retorno, de tanta dicha y alegría.
No pudo quedarse en casa y prefirió recibirnos en la parada del autobús con Meyos. Se acercó a la puerta cuando nos paramos y allí permaneció firme, imperturbable, desvaída y sosegada, fingiendo para no flaquear y soportando los latidos de su corazón, que se le salía del pecho. Quería gritar, pero se ahogaba, sólo la oí decir: -“¡¡Hija!!...
Ni nos miramos; sé que permanecimos abrazadas, ciegas, ajenas a nuestro alrededor, disfrutando de aquella indescriptible emoción durante unos minutos hasta que alguien nos separó solicitando abrazos también para él. Nuestras manos siguieron entrelazadas muchas horas y las dos teníamos la sensación de estar notando en vivo fluir por nuestras venas “la llamada de la sangre”. Habían pasado muchos años, pero seguíamos siendo madre e hija y aquello era cierto y evidente, sobre todo para ella.
Su casa la compartía con Jesús, y allí nos fuimos a vivir. Por cierto, ahora al recordar reconozco las pésimas condiciones en que nos alojamos todos juntos: al entrar, el comedor-cocina pequeño, con una mesa, cuatro sillas, un aparador; un fogón de carbón de leña y un fregadero. Allí mismo una puertecita a un aseo tan pequeño, que apenas se podía cerrar. Agua corriente, sólo en el fregadero, claro.
Por un pasillo, donde había dos puertas a sendas habitaciones con sólo una cama y sin ventanas, se llegaba a la sala, con otra cama, un armario, una mesa camilla, la máquina de coser, una radio …, un balcón …, y otra puerta a la habitación de mi madre, con otra cama, una mesita y también sin ventana. Comodidades, muy pocas; la comida, lo recuerdo bien, muy escasa; pero atenciones y cariño, la verdad, no nos faltaron.
Mi hermano y mi madre se iban temprano a trabajar, pero ella ya se preocupaba de dejarnos leche condensada para el desayuno y la ollita puesta con el cocido para la comida.
Todos vinieron a vernos, Tina y Pepe, que aun no tenían hijos, Jover y Meyos con sus Pepito y Alfredo; Pepín y Paquita con Rosana. Tino nos dejó en Alcoy y se fue a Zaragoza, donde trabajaba en el taller mecánico de su padre adoptivo Fermín, quien después de recogerlo había tenido una hija propia, medio hermana para él. Tina también tenía entonces a su madre adoptiva Emilia (su padre Juan había muerto) y tres hermanos, dos varones y una chica. Los tres habían nacido después de la acogida de Tina, por lo que para ella, al haberse criado con ellos en Alicante, eran como sus propios hermanos. Sin embargo, aun un poco separada de sus verdaderos hermanos de Alcoy, nunca había perdido el contacto con ellos.
Los días pasaban muy rápido. Dos veces fuimos a la telefónica para poder mantener una conversación-conferencia con Celso y ponernos de acuerdo para el inmediato encuentro con la familia de Ángel en Asturias; pero mi suegra lo estaba pasando mal, su salud era muy delicada, los nervios se apoderaron de ella y no vivía esperando el momento de abrazarnos. Ese momento crucial era nuestra mayor preocupación.
 

La primera comida familiar en Alcoy, Alicante


Mis hermanos organizaron una cena en “el Gallo Rojo” de Alicante, una sala de espectáculos entonces muy importante. No recuerdo qué cenamos, pero nunca me olvidaré de que cantaba Antonio Machín; y entre la nostálgica música de los boleros y el volcán que agobiaba mi pecho por la emoción acumulada ante las impresiones de los últimos días, rompí en un llanto inconsolable de alegría que no había manera de apaciguar. ¡Tantas veces había llorado por mi Alicante, por aquellos seres queridos que ahora me rodeaban!... En este momento era distinto, estas lágrimas eran de felicidad, de inmensa alegría, estaba viendo el cielo azul estrellado, las luces de colores a lo largo de toda la costa y pisando aquel suelo entrañable alicantino de mi niñez y mis sueños.