viernes, 9 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. III. JARCOV (UCRANIA)"


1939 – 1941


De Leningrado salimos en un tren especial en dirección a Ucrania, a la ciudad de Jarcov, donde a las afueras había un sanatorio, una especie de balneario, con todo preparado para recibirnos y ofrecernos las condiciones óptimas para un buen período de reposo y rehabilitación. Las condiciones eran magníficas para el descanso y la distracción. Antes que nosotros habían llegado otras expediciones, así que nos juntamos unos cuantos cientos de españoles, algunos niños, matrimonios y varios jóvenes, entre ellos muchos pilotos y marineros. Un ambiente muy apropiado para mis primeros flirteos y pequeños ligues. Allí pasamos unos meses muy relajados. Nos hacían frecuentes conciertos y después de cenar proyectaban cine. Entre nosotros se formaron grupos folklóricos y un coro. Había gente de distintas regiones españolas y, con mucha emoción, volví a escuchar “asturianadas” que me recordaban las que cantaba mi padre; también había baile por las noches.
Era como una finca rodeada de bosque por dónde pasaba un río y, allí mismo, en un pequeño apeadero, paraba el tren. La naturaleza en aquellos meses de primavera y verano y el clima benigno de aquella región nos ofrecían reposo y tranquilidad. Al fin, después de mucho tiempo, comíamos bien y abundante; además, el cambio de alimentos con relación a los españoles era tan espectacular que nos obligaba a saborearlo todo con mayor interés y asombro. Para desayunar nos daban la papilla de sémola de trigo dulce (kasha mánnaya), huevos pasados por agua o fritos, mermelada, queso, mantequilla, té o café, pan o galletas, en fin de todo.
Para el almuerzo, recuerdo la novedad del “borsch ucraniano” que, en sí, ya es un plato muy famoso por su espectacularidad. Es de repollo y patatas con caldo de carne, pero también zanahoria, mucho tomate y, sobre todo, remolacha, que hace que el caldo sea tan rojo como la sangre misma. Al tiempo de servirlo, en el plato, te añaden una o dos cucharadas de nata ácida, blanca como la nieve. El contraste de colores, el aroma a eneldo y perejil que añaden por encima con la “smetana” (nata), le da un toque tan especial que, ni las rusas saben prepararlo como las auténticas ucranianas. El "borsch" ruso también es así, muy colorado, caldosito, aromático… y con la blancura en el centro del plato.
A primera vista, parecía que fuéramos felices disfrutando de aquel miniparaíso.
En nuestra mesa, para ocupar la cuarta silla, se sentó un chico que tendría entonces 19-20 años, había sido piloto en la zona republicana y, como tal, con un buen grupo de marineros y otros pilotos había llegado a la Unión Soviética, se llamaba Felipe Escribano. Era alto, guapo, simpático…, se hizo amigo de Guardiola y Estefanía porque estaba muy solo, sin saber nada de sus padres, en Madrid. Me llevaba al baile y me enseñó mis primeros pasos de tango, de vals…, nos hicimos tan amigos que me parece que fue la primera vez que sentí algo así como que me había enamorado. Él decía que también de mí, y Estefanía lo sabía.
Nuestra felicidad fue pasajera. A mediados del mes de julio alguien dio la orden de que Guardiola y otro par de camaradas se presentaran inmediatamente en Moscú. Estefanía intentó por todos los medios partir con él, pero no pudo ser; había indicación especial de que sólo ellos, sin compañeras…
 
- “Yo os mandaré llamar, a ti y a la niña, no te preocupes, te lo prometo…”

Solas quedamos, por el momento, yo para rato, y ella para siempre. Nunca más volvió a verlo, desde la despedida en aquél destartalado andén del apeadero.
Empezó a derramar lágrimas entonces y no dejó de llorar en toda su vida, maldijo aquél momento hasta su muerte y yo cargué siempre con una culpa que, por lo visto, tuve sin querer. Ella me decía que de no haber sido por mí se habría marchado con él a la fuerza. No hubiera podido. En Moscú los prepararon para, un poco más adelante, internarse en España y operar en la clandestinidad.
Allí quedamos nosotras, con aquel gran grupo de españoles emigrados, a los que las autoridades locales tenían que colocar y distribuir antes del día 1 de septiembre del todavía movido 1939.
La historia es un proceso en que intervienen tanto los individuos como las situaciones sociales.
Antes que nosotros, en el año 1937, ya habían llegado a la Unión Soviética cuatro expediciones de niños españoles procedentes del País Vasco, Asturias, Valencia y Barcelona. Corrían malos tiempos en España, y la consigna de salvar a la población infantil resonó con fuerza en todas las ciudades. Los padres, ante la alternativa de ver a sus hijos sufrir las penalidades de la guerra, hambre, bombardeos, pensaron en ponerlos a salvo al menos provisionalmente y con todo el dolor de su corazón optaron por la separación, la distancia, la nostalgia y, en muchos casos, su pérdida para siempre. Muchos de los niños ya eran huérfanos de padre y sus madres no tenían medios suficientes ni para alimentarlos. Las escenas de dolor en las despedidas, eran desgarradoras.
En total partieron hacia la Unión Soviética 2.895 niños y niñas de edades comprendidas entre los 3 y 15 años. Algunos solos, otros con hermanos; eran hijos de representantes políticos, obreros, mineros, gente que simpatizaba con los partidos de izquierda y que deseaban alejar a sus hijos, temporalmente, de los peligros de la guerra.
Tenían confianza en una pronta victoria de los republicanos y creían que la estancia en el extranjero sería corta. Pero la victoria fue del General Franco; estalló la Segunda Guerra Mundial, se rompieron  las relaciones entre España y la Unión Soviética y el regreso al final se retrasó.
Una vez que llegaron a la URSS fueron distribuidos en Casas de Niños especiales para españoles, en Leningrado, Moscú, Jarcov, Odessa, etc.
Junto con los niños, en todas las expediciones, viajaban maestros, auxiliares y responsables nombrados por las autoridades españolas que les acompañaron en el viaje y después, durante toda su difícil y dilatada estancia en la Unión Soviética. Fueron sus profesores y educadores, pero cumplieron también con el papel de padres, madres, hermanos, consejeros, única familia que sustituyó a la verdadera en los momentos más duros y difíciles que atravesamos.

Ángel y, justo encima, Armando Valdés

Una colonia de estos compatriotas sería mi nuevo destino.
Las Casas de Niños estaban acondicionadas para la escuela, el descanso, la alimentación, el deporte, actividades culturales y educativas. Pero, ante todo, hay que resaltar el espíritu patriótico que se nos inculcó desde el primer momento, con los libros de texto en castellano, las clases en español, las noticias relacionadas con España al día. Aunque nos integrábamos mucho en el ambiente que nos rodeaba, los lazos de hermandad que surgieron entre nosotros en aquella gran familia jamás nos abandonaron y España, siempre estuvo presente en nuestros estudios y en nuestro trabajo.
Todas nuestras aspiraciones iban dirigidas hacía la ilusión y la esperanza del regreso. Nuestro sueño era volver.
La tercera expedición a la Unión Soviética partió del puerto de El Musel el día 23 de septiembre de 1937. Entre otros muchos, salieron tres hermanos, huérfanos de minero, dos niños y una niña de corta edad, que se vio involucrada en aquellos acontecimientos por casualidades del destino.
Procedían de la cuenca minera del Caudal, de Moreda de Aller. El padre, Avelino Lago, minero picador, trabajador incansable. Eran cuatro hermanos cuando estalló la guerra, el pequeño, de 13 meses, Celso. Movilizaron al padre y tuvo que marchar, como tantos otros.
El mayor, con 12 años, era el que ayudaba a la madre en las labores y cuidados de sus hermanos, demás de ir diariamente a la escuela y a la cola del pan.
No tardó mucho en llegar la noticia fatal. El padre había caído en la lucha.

Avelino Lago

La desolación y el sufrimiento abrazaron fuerte y para siempre el delgado talle de aquella mujer, ya su viuda, María Rodríguez Migoya, la cubrieron de negro luto para el resto de su vida y no permitieron que sus ojos dejaran de derramar lágrimas, por su marido primero, y por sus hijos después, durante toda su existencia. María fue el símbolo del dolor y el llanto, el sufrimiento personificado. Frágil e impotente ante tanta adversidad y tragedia, no cesó de llorar nunca, incluso en momentos de alegría que, también los tuvo más tarde. Convertía siempre la felicidad en sollozos provocados por los recuerdos.
Un día de aquel entonces, recién enviudada, le propusieron albergar provisionalmente a sus dos hijos mayores en una colonia infantil que había en Salinas (Avilés). Pasarían allí el verano con otros niños, bien cuidados y alimentados, con todas las garantías de que podría visitarlos y recogerlos cuando ella quisiera. Accedió, y los llevó. Quedó muy satisfecha porque el sitio le pareció formidable, al lado de la playa, con un bosque de pinos alrededor de la casa, terreno para juegos y actividades, y personal que los atendía bien y donde se iban a relacionar y jugar con otros niños de su misma edad. Se volvió a su casa apenada de haberlos dejado, pero esperanzada de que lo iban a pasar bien. Fue varias veces a visitarlos, arreglándoselas para dejar a los otros dos pequeños en casa con alguien que se los cuidara. Los encontraba felices y contentos, se bañaban en la playa, tomaban el sol, cultivaban algunas verduras en la huerta de la colonia, comían bien; y así se repitieron las visitas varias veces.
Hasta que un día se le ocurrió llevar con ella a la niña, Nieves, de 8 años, para que viera a sus hermanos. Pasaron una feliz jornada juntos, pero en el momento de separarse la niña quiso quedarse con ellos y rompió a llorar, sus hermanos tampoco querían que se fuese y entre todos convencieron a la madre para que la dejara con ellos; de todos modos, a la semana siguiente, cuando volviera a verlos, la recogería. El personal de la colonia, claro, también insistió en que no pasaría nada, que la niña disfrutaría mucho y sería el juguete general durante unos días, sobre todo de sus hermanos.
Aquella semana pasó y cuando María, la madre, regresó a Salinas, recibió otro latigazo del destino: la colonia estaba vacía porque los niños iban a ser evacuados en un barco que salía desde Gijón. La pobre mujer corrió a buscarlos, pero cuando llegó al puerto hacía ya varias horas que habían partido, llevándose con ellos también a la niña pequeña.
Aquella mujer jamás habría dado el consentimiento para separarse de sus hijos de haber sabido que la separación iba a ser, lamentablemente, casi definitiva. Aún le quedaban muchas lágrimas por derramar, pero no se derrumbó, tuvo que buscar fuerzas para luchar por sacar adelante el pequeño, su hijo pequeño, que se había quedado con ella.


Angel

Yo entonces estaba en Alicante y no sabía que aquellos acontecimientos estaban tan estrechamente ligados a mi destino, que en aquella familia se fraguaba también mi futuro, que aquella mujer débil y enlutada llegaría a ser también mi madre y que los hijos que perdió pasarían a ser queridos e íntimos para mí.
En aquel sanatorio de las afueras de Jarkov, donde habíamos descansado, a últimos de agosto empezaron las despedidas. Entre nosotros se encontraba un grupo grande de maestros que en España habían ejercido como tales, pero que cuando comenzó la guerra se habían ido incorporando al ejército. Todos ellos fueron distribuidos por las diferentes casas de niños españoles y se sumaron de este modo a los pocos maestros que habían acompañado a los menores desde España. Y vino muy bien, a unos y a otros. Con ellos también mandaron a otro grupo, sobre todo mujeres, para que hicieran de educadoras.
A los jóvenes, sobre todo a los chicos, los metieron a trabajar en un fábrica de tractores muy grande que había en Jarcov y se convirtieron en torneros, soldadores, etc., aunque no lo hubieran sido antes.
Al grupo de niños y niñas que nos encontrábamos allí nos mandaron como alumnos a la colonia infantil más cercana, a las afueras de Jarcov, que se llamaba “Pomierki”.  Allí me tocó a mí. A todos nos separaron de nuestros padres, a los que enviaron respectivamente a diferentes trabajos distribuidos por distintas ciudades. Nunca llegué a comprender por qué a Estefanía la mandaron a la cuenca minera del Dombáss a trabajar en una fábrica y, lo más grave, la obligaron a ser tornera, una mujer que nunca había hecho más que coser y bordar. Fue con un grupo, casi todas mujeres, y realmente lo pasaron muy mal trabajando a tres turnos entre grasa y virutas. Ella me escribía cartas a la casa de niños y me contaba que era muy desgraciada y que de su marido sólo le decían que ya no estaba en la Unión Soviética.
Yo, en cambio, estaba encantada, me gustó mi nuevo destino. La fantasía y la ignorancia a los 14 años construyen muchos castillos en el aire, te imaginas y sueñas con una felicidad que ves al alcance de la mano. Y, menos mal, que de ilusiones también se vive e ilusiones no me faltaban.
Al llegar nos hicieron un pequeño examen y yo salí bien de él, porque lo que es en los estudios no estaba nada atrasada, sino más bien al contrario. Me apuntaron a la 4ª clase, pues aunque en lo demás estuviera más adelantada, tenía que empezar el idioma ruso desde cero y, dadas las circunstancias, esto era muy importante.
Yo me presenté en la colonia con mi maletita, que tuve que entregar en el ropero nada más llegar. Me vistieron con los uniformes del colegio y mis vestidos no los volví a ver más, salvo de vez en cuando en algunas chicas presumidas de las mayorcitas. Yo las miraba con algo de envidia, pero tampoco quería ser diferente, ni distinguirme de la mayoría de mis compañeras, así que no me importó.
La finca donde estaba ubicado el colegio era enorme. A lo largo de la carretera corría un muro alto de hormigón durante varios kilómetros que delimitaba nuestro territorio. Estoy segura de que todo aquello había sido requisado a una familia de terratenientes de antes de la Revolución. El aspecto de verdadero palacete del edificio central (la escuela), jardines, huertos de frutales, oficinas donde antes supongo se emplazarían viviendas auxiliares de criados, roperos y almacenes, y todo lo que nos rodeaba, exhalaba señorío y grandeza. Lo único que sobresalía por su sobria y nueva construcción eran los pabellones dormitorio, uno para los pequeños y otro para los mayores, de dos pisos, abajo los niños y arriba las niñas. Aquello sí se notaba nuevo, pero más pobre y feo.
El comedor de la casa principal, precioso, con columnas, pinturas en el techo, bellas cerámicas en las paredes, resultaba pequeño para su cometido y algo incómodo, por eso nos servía de salón, de sala de baile, estancia para las recepciones y encuentros con las autoridades rusas y gente importante que nos venía a visitar.
El comedor que yo conocí ya era de nueva construcción, amplio, con grandes ventanales, por tanto muy iluminado y soleado. A la entrada se encontraba el guardarropa dónde dejábamos los abrigos. A la derecha, la cocina con enormes fogones, muchas y grandes cacerolas y sartenes, fregaderos, armarios, mesas…. También había una puerta a un pequeño almacén que, por aquél entonces, estaba bien abastecido. Y teteras, muchas teteras, en las que nos servían el famoso té (chay). Esa bebida entró en nuestras vidas y durante muchos años nos acompañó en los momentos tristes y en los felices, en encuentros y despedidas, muchas veces mezclado con las lágrimas que se nos deslizaban por la mejilla; en los malos tiempos sin azúcar porque no la había y en los tiempos peores hasta sin las hojitas de la infusión, o sea, agua sola hervida muy caliente tomada en buena compañía. Nos temblaban las manos, el estómago y el alma. Lo tenemos tomado en las tazas normales de desayuno, en tarros de cristal, desechos de las conservas, en cuencos de barro y al final, durante los últimos años, en bonitas tacitas de porcelana.
La antigua casa señorial, el pabellón principal, era la escuela. A la entrada se encontraba el despacho de la directora, a la izquierda; enfrente, el gabinete de los profesores, a continuación, a un lado y al otro, las aulas. Después el salón, del que ya he hablado y, al final, otra estancia muy bonita rodeada de una enorme cristalera, galería de un estilo arquitectónico que entonces no apreciábamos, pero que hoy comprendo, debía ser de mucho valor.
En una esquina del salón había un piano, sólo en invierno. Allí se celebraba el baile, organizado los fines de semana, bajo los acordes interpretados por la profesora de música,. En verano ese piano era trasladado a un escenario que se levantaba junto al campo de fútbol. Era una especie de teatro estival a cielo abierto con sus filas de bancos de madera. Entonces, en vez de baile nos echaban películas y en esas sesiones pudimos ver todas las de aquellos tiempos. Trataban sobre la victoria de los bolcheviques en la Revolución, los héroes luchadores que fundaron bajo al dirección de Lenin las bases del único país de obreros y campesinos gobernados por los soviets, etc.
A veces había conciertos y festivales organizados por la dirección donde actuaban el coro de la casa, la orquesta, los grupos folklóricos y algunos alumnos dotados de buena voz y aptitudes musicales.
Había un campo de fútbol que servía también para las pruebas de atletismo, balón-bolea, gimnasia, etc…, rodeado de bancos para los espectadores.
Toda la finca estaba rodeada de bosques y praderas que en invierno servían como pistas de sky y patinaje sobre hielo, sobre todo para los chicos. En verano paseábamos por aquellos parajes disfrutando de la naturaleza de Ucrania, con un clima maravilloso: ni mucho calor en verano, ni mucho frío en invierno, aunque sí con copiosas nevadas que convertían el paisaje en preciosas estampas de Navidad. Por aquel bosque y bajo los primeros rayos del sol de primavera, recogíamos las florecitas azules que brotaban aún entre la nieve y que allí se llamaban “podniesniki” (rompenieves/bajo la nieve); más adelante, los claros entre los árboles se cubrían de flores de todos los colores, una verdadera delicia para la vista que en ningún sitio más he podido apreciar. Después íbamos en busca de bayas, fresitas salvajes, arándanos, moras …Y de lo que allí disfruté, como nunca en ningún otro lugar, fue del huerto de frutales: manzanas, peras, ciruelas, grosellas (rojas y negras) que allí se comían mucho sustituyendo a la uva.
En verano, en el tiempo de la recolección, nos dejaban entrar organizadamente con nuestros respectivos educadores a recoger fruta y abastecer la despensa de nuestro comedor, además de saborearla y saciarnos nosotros mismos. Yo era feliz en aquellos trances, pues siempre fui, soy y seré muy amante de la fruta.
Cuando a primeros de septiembre comenzaron las clases conocí a mis compañeros de la 4ª, chicos y chicas; y todavía hoy, cuando han pasado tantos años, puedo nombrar uno por uno con sus apellidos a todos ellos. Aquellos lazos que nos ataron entonces, tardarían mucho en soltarse. De algunos nos separó la muerte, de otros, la distancia, pero sigo unida a algunos por el lazo de la verdadera amistad, que es eterna, profunda y fraternal.
Como ejemplo, mi amiga Carmen Balboa. Nunca hemos dejado de vernos, ni de querernos, jamás. Siempre hemos estado en comunicación. Teníamos un profesor ruso muy viejecito, un buen catedrático del idioma, un clásico representante del alma rusa, conocedor de su literatura y su música. Serguiey Andreyevich adoraba el espíritu popular de su tierra, el arte, la educación… Ahora  me doy cuenta que su procedencia tenía que ser de la alta sociedad y llego a la conclusión de que tanto la victoria de la Revolución como los cambios de régimen, debió de acatarlos un poco por la fuerza. Pues bien, este profesor me sentó en el pupitre junto a Carmen, a la que, como era su mejor alumna, encomendó enseñarme lo que ella ya sabía y ayudarme en adelante en la asimilación de las lecciones de ruso.
No me fue nada difícil y enseguida me puse al corriente, por lo que Serguiey Andreyevich nos felicitaba a las dos. Una compañera de la casa de niños que escribió un librito, describe a nuestro profesor, muy acertadamente, así: “Catedrático y miembro de la Academia de la Lengua Rusa, con su noble barba patriarcal, era fiel prototipo del viejo intelectual eslavo. El supo inculcar en sus alumnos españoles una magnífica base gramatical e idiomática que ya no olvidarían nunca”. Es cierto.
Me quería mucho porque fui buena alumna y aún seguí desarrollando su base gramatical y literaria bastante después, en mis estudios superiores. De tal manera que, aunque suene un poco a pedantería, fui de los pocos repatriados de la URSS que conocían a fondo las reglas gramaticales rusas, sobre todo su declinación y es el día de hoy, después de tantos años, que aún reconociendo el deterioro de nuestra pronunciación y el olvido del léxico, incluso muchas veces corriente, garantizo que sé formar las frases correctamente. Sigo escribiendo las cartas a los familiares en ruso y, estoy segura de no cometer muchas faltas.
También tengo que hablar de nuestro tutor: José Herraiz, el camarada Herraiz. Esta es otra persona que ejerció una influencia básica en mi educación y nuestro mutuo respeto, cariño y amistad duraron  muchísimos años, hasta que él, ya anciano, murió en Madrid y su esposa Julia, también. A todos los profesores y educadores los llamábamos “camaradas”, evitando la conservadora y burguesa palabra de “señor”. Los rusos en el trabajo y en todas sus relaciones usaban el término tovarich”, camarada; pues nosotros también.
Herraiz había sido maestro en España, luego militar en el ejército republicano y después, refugiado en la Unión Soviética, maestro en nuestra casa de niños. Maestro, educador, asesor, amigo y hasta padre de todos nosotros.
Puedo decir, con orgullo, que fui su preferida. El también era nuevo, nos conoció en aquellos primeros días de septiembre de 1939. En clase había que nombrar una “capitana”, o sea, como una responsable y organizadora del grupo. Pues como se ve que me vieron cara de ……, todos me votaron: “Nieves, Nieves…”
Cogí el mando que me otorgaba aquel poco de autoridad y ya no lo solté hasta muchos años después, cuando abandoné la colonia. Fui “capitana”, “jefa de organización de pioneros”, “jefa de los comsomoles”, y cuando la guerra, que nos pusieron régimen militar, yo también de jefa: todos los del Estado Mayor llevaban dos galones en la manga, pues Nieves, tres; pero esto fue más tarde…
Herraiz siempre me llamó: “mi capitanzucha”.
La directora de la casa de niños era una acérrima bolchevique, la clásica y ciega comunista, seria, severa. Le encomendaron una tarea muy especial, le encargaron la educación de unos niños nada corrientes. Éramos los hijos de los heroicos luchadores contra el fascismo, la mayoría huérfanos; no hablábamos su idioma, ni conocíamos aquellas comidas. Estábamos tristes y preocupados por la separación y, en muchos casos, pérdida de nuestras familias. La tarea no se le presentaba nada fácil y se volcó de lleno. Se rodeó de un equipo de maestros y educadores rusos, también de su confianza, y de la del Partido. Todos eran fenomenales y preparados y por ahí Poína Sajarovna, que así se llamaba la directora, no tuvo problemas. Pero… acompañando a los niños, desde España, había llegado también, en 1937, un pequeño grupo de maestros españoles, y en 1939, a la colonia, se incorporaron otros cuantos más que llegaron cuando yo. Con estos sí que tuvo encontronazos ideológicos, políticos y de autoridad.
Los camaradas españoles se sentían muy allegados y compenetrados con nosotros; pero la autoridad del Comité Central y las órdenes de las altas jerarquías mantenían la fuerza y hacían uso de amenazas políticas para que se ocuparan exclusivamente de sus obligaciones. A nosotros no llegaban muchos detalles de lo que se “cocía”; además, lo achacábamos a que todo lo hacían por nuestro bien.
La directora también me quería mucho. Me comunicaba muchas de sus decisiones y, por mediación mía, hacía llegar a los niños programas de trabajo, planes de estudio, convocaba reuniones, comunicaba castigos por mala conducta de algunos…
Yo estudiaba muy bien, pero es que me veía casi obligada a sacar sólo notas de “sobresalientes”, porque si no ¿qué ejemplo iba a ser el mío? No podía decepcionarlos.
En invierno teníamos las clases por la mañana y por la tarde preparábamos los deberes del día siguiente. Después solía haber conferencias, actividades culturales o deportivas. También teníamos “costura”, donde la camarada Esther nos enseñaba a las niñas a dar nuestras primeras puntadas.
En verano era distinto, mucho más entretenido y variado, en régimen de “campamento”. Empezábamos con la gimnasia al aire libre en el campo de fútbol. Después se hacía lo que llamábamos “la línea de pioneros”, todos formados por destacamentos, que no era, sino por clases, llevábamos a cabo el saludo matinal de los pioneros. Yo, otra vez yo, subida en la tribuna tenía que decir en ruso una fantochadita-retahila que traducida significaba: “Pioneros: en la lucha por la causa de Lenin y Stalin, ¡estad alerta!…” Y todos contestaban a coro: “¡Siempre alerta!”. A continuación se leía la tarea del día de cada destacamento y después, acompañados de nuestros respectivos educadores, a desayunar.
Venían a visitarnos y nos daban charlas héroes de la Unión Soviética, “stajanovistas”, que eran los obreros destacados y premiados por su intachable cumplimiento del trabajo, artistas…., y así nos iban inculcando las bases de la ideología socialista, los méritos del cumplimiento del deber ante la Patria. A esa edad, cuando la facilidad de percepción y la inteligencia abierta al desarrollo estaban en su punto, nos forjábamos las ideas claras de anticapitalismo, antifranquismo, antireligiosas y prosoviéticas tan profundamente, que nos quedaron grabadas para toda la vida, y así nos dejaron a todos marcados y fanáticos perdidos.
Después de cenar solían echarnos cine y los domingos teníamos baile.
Mi amigo Felipe, con un grupo de compañeros españoles de la fábrica de tractores de Jarcov, seguía viniendo a verme, pero cono noté que sus aspiraciones no coincidían con las mías, de seguir estudiando, le dije que conmigo no contara para sus planes. Al poco tiempo me comunicó que se iba a casar con una rusa, le felicité y deseé todo lo mejor.
Además, en aquel tiempo (1940), yo ya tenía otro “refresco” que me cortejaba y me cogía sitio a su lado en el cine. Cada chico, como señal de admiración, reservaba a su lado asiento a su preferida para ver la película juntos y después acompañarla a casa, o sea, al pabellón de las muchachas.
Mi chico se llamaba José González Prida.
Era alto, moreno, muy guapo, de los mayores de la casa; pero lo que más me gustaba de él era que  cantaba muy bien, recitaba poesías, tanto en ruso como en español, y tenía una sensibilidad especial para la música y la literatura. Decía que yo le gustaba, que su concepto sobre mí estaba por encima de todas las demás chicas. Eso me halagaba, poco a poco fuimos congeniando, conociéndonos, me fui enamorando y llegué a quererle. El destino nos separó para siempre, pero puedo decir que fue mi primer amor y único, aparte del definitivo, claro, el de Angel. Así vivía yo sobre nubes de algodón y con un velo en los ojos, ya que no sabía lo que el desastroso futuro nos tenía preparado.
A finales de mayo o primeros de junio de 1941 yo acabé con sobresaliente, como siempre, mi 5ª clase. Todo parecía ir bien a nuestro alrededor, quitando que España no tenía ninguna relación con la Unión Soviética y nadie podía comunicarse con sus familias. Pero éramos felices y soñábamos con volver pronto.
No éramos conscientes de que la nube negra de la Alemania Nazi había cubierto Europa. Hitler, en 1933, se había hecho con el poder en la Cancillería. Concentró en sí todos los poderes del Partido Nacional Socialista y se convirtió en dictador, gobernando el país desde 1933 hasta 1945. Tenía una fanática fe en el destino de la Gran Alemania, pero complementado con una bárbara ideología de antisemitismo y antibolchevismo, así que rearmó el país y emprendió la marcha fatal contra toda Europa. Sus ambiciones consistían en librar a Alemania y a Europa entera de los elementos que él consideraba indignos de vivir, en esclavizar a perpetuidad a las “razas inferiores” de las tierras eslavas y en exterminar a todos los judíos, hombres, mujeres y niños. Exterminó a unos catorce millones de personas (6 millones de judíos, 5 millones de rusos, 2 millones de polacos, gitanos, alemanes y austríacos no judíos, desgraciados con taras mentales y físicas, etc.) Asesinó a todos los que llamaba enemigos del Reich: comunistas, demócratas, escritores, periodistas y hasta oficiales de su propio ejército sospechosos de deslealtad hacia su persona.
Fue el símbolo de la locura más inhumana que jamás haya existido.
En 1939 empezó la II Guerra Mundial, avanzó en todas las direcciones y hasta Francia quedó ocupada en 1940. Polonia ya estaba arrasada y un frente invasor se extendía por toda la línea desde Finlandia al Mar Negro.
Stalin estaba tranquilo, con Alemania se había firmado un “pacto de no agresión” y no creía posible un ataque al poderoso estado soviético y su invencible ejército.
Había informes de agregados militares sobre el despliegue de 180 divisiones alemanas, a lo largo de toda la frontera, pero Stalin desdeñó esas informaciones. Hitler estaba planeando la invasión. Sin embargo Stalin, el dictador totalitario, todavía no podía aceptar la idea de que los acontecimientos pudieran estar fuera de su control. Informes de los guardias fronterizos hablaban de que al otro lado de la frontera se mantenían los tanques con los motores encendidos y las naves alemanas del Báltico se habían movilizado súbitamente. Así que, finalmente, al mediodía del día 22 de junio, la voz de Molotov, que no la de Stalin, se oyó en la radio: “Hoy, a las cuatro de la mañana, tropas alemanas han atacado nuestro país sin haber declarado la guerra y sin previo aviso ni condiciones. ¡Nuestra causa es justa! ¡El enemigo será rechazado! ¡VENCEREMOS!.
Su anuncio generó una potente reacción en toda la Unión Soviética. Nosotros también lo escuchamos, atónitos, estupefactos, indignados y conmocionados. No era para menos.
Todo el país se puso en pie de guerra.
La omnipotencia del sistema stalinista hacía imposible pensar en una derrota, ni momentánea ni final. La imagen del poderoso estado soviético era de un país invencible. Además, a corto plazo la guerra no duraría más de cuatro semanas. Millones de mujeres y hombres se presentaron voluntarios; no hizo falta movilizarlos. La fe era ciega y el sentimiento de patriotismo visceral brotó de lo más profundo del alma rusa, invadió ciudades y campos, tierra, cielo y mar. Se rechazaba la cruzada europea contra el bolchevismo, se jugaba el destino del único país socialista y el futuro del comunismo, como siguiente fase.
La ignorancia política de la gran mayoría de la población contribuyó a la exaltación de aquella fe absoluta en la reputación de Stalin. Se dirigió al pueblo: “Hermanos y hermanas, la Patria corre un grave peligro, la Patria os llama”. Había que destruir al fascismo y el Partido Comunista debía dirigir la lucha. Era notable la preparación ideológica del “stalinismo”, aunque hubiera sido deliberadamente manipulada.
Todo el país, de Oeste a Este, de Norte a Sur, se movilizó y se lanzó a la lucha. Al principio, sobre todo, el desperdicio de vidas fue terrible. Soldados sin entrenamiento, a menudo sin armas, muchos todavía vestidos de civil, fueron enviados contra las formaciones blindadas, tanques, camiones, aviones, transporte motorizado con vehículos procedentes en gran parte del ejército francés y otros países europeos.
A mediados de julio el ejército rojo ya había tenido grandes pérdidas de hombres y material  y habían quedado detrás de la línea de fuego los países bálticos. En Riga, donde habían sido deportados, ocurrió la mayor masacre de judíos: 8.000 murieron allí mismo, y 20.000 en los campos de exterminio de Polonia. Un gran desastre fue la batalla por Smoliensk, en agosto. Desastroso verano. El avance en Ucrania a través de la pradera abierta, con girasoles, soja y trigo por cosechar, parecía imparable. Sin embargo, la concentración más grande de fuerzas soviéticas estaba alrededor de la capital ucraniana. A pesar de ello, el 21 de septiembre la batalla del sitio de Kiev había terminado. Los invasores avanzaban tomando una posición tras otra, a pesar de la advertencia especial de Stalin de no retroceder ni abandonar material y maquinaria industrial.
¿Y nosotros?, ¿Qué nos esperaba a nosotros?
Vivíamos diariamente pendientes de los acontecimientos en el frente y de las consignas machaconas y directivas con que el gobierno intentaba dar aliento a su pueblo, en un continuo derroche de sentimiento y convencimiento de fuerza y seguridad.
Las palabras de la radio a cada hora del día: “¡Atención, atención!, Habla Moscú, retransmitimos las últimas noticias…!”. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando las recuerdo. Desde aquellos días de junio del 41 y hasta el último parte de guerra, dónde se anunciaba, en mayo de 1945, que habían ocupado Berlín y que Hitler había muerto, que la guerra había terminado y el enemigo invasor había sido aniquilado…, pasando día tras día por avances provisionales de las fuerzas alemanas, bombardeos, ciudades ocupadas y vueltas a recuperar, evacuaciones, información sobre las referencias de muertos en ambos bandos… ¡Cuantas alegrías, desilusiones, esperanzas, entusiasmos, frustraciones nos ocasionaban aquellos partes! Pues así vivimos aquellos años largos y penosos, pendientes de las noticias, en las que creíamos con fe ciega y de las que dependía todo nuestro porvenir, nuestra vida.
En cuanto estalló la guerra la colonia de los niños inmediatamente optó por pasarse a régimen de campamento militar, reforzó la disciplina, formamos destacamentos de defensa y, hasta por la noche, hacíamos guardia por el territorio en busca de posibles espías o terroristas. Nos empezaron a dar cursillos de preparación para la defensa, el trabajo, los primeros auxilios, el uso de las caretas anti-gas y hasta de tiro. Teníamos que estar preparados para defendernos, pero dispuestos a dar hasta la vida por la Patria, si fuese necesario.

Nieves en el Comité Escolar

El caso es que, sobre la base del rápido avance de las tropas alemanas por tierras ucranianas, empezaron a correr entre nosotros rumores de evacuación. No se nos decía nada oficialmente, pero se notaban preparativos en la dirección y nos enteramos de que la gran fábrica de tractores de Jarcov, donde trabajaba un buen número de españoles, estaba siendo desmantelada para ponerla en funcionamiento a muchos kilómetros en la retaguardia y sustituir la producción de tractores por tanques.
A nosotros nos hacía ilusión la aventura de conocer lugares nuevos y vivir nuevas circunstancias. Así pues no comenzaríamos el nuevo curso escolar el 1º de septiembre en nuestra escuela, como en años anteriores.
Por fin, la directora nos comunicó las órdenes recibidas de los altos cargos, teníamos que abandonar la ciudad. Todos cooperamos en los preparativos de la marcha ya próxima. A últimos de agosto llegaron unas camionetas en las que cargamos ropas y alimentos y, por turnos, fuimos siendo trasladados a la estación del ferrocarril de Járcov. Tras varios transbordos, en un tren cargado de refugiados, en el que nuestro colectivo ocupaba unos cuantos vagones, llegaríamos al puerto fluvial de Sarátov, donde embarcamos en dirección a Stalingrado.
Ese viaje en tren, Jarcov-Sarátov, merece la pena de recordar porque hay ocasiones en la vida en las que el destino sí parece estar escrito.
En aquellas circunstancias, se comprende, las vías estaban saturadas de convoyes, el tránsito se hacía imposible y las paradas en vías muertas de estaciones eran interminables. No recuerdo los días o más bien semanas que tardamos en llegar, pero el viaje se hizo realmente larguísimo. Comíamos bocadillos y tomábamos té caliente. Nos aseábamos muy poco, pero cuando nos estacionaban en algún sitio desconocido y de antemano se sabía que la parada iba a ser prolongada, nos dejaban bajar, lavarnos y pasear sin alejarnos mucho del tren y por un tiempo muy limitado.
En uno de esos paseos, es curioso, ¿a que no sabéis a quién me encontré? ¡Bromas del destino! ¡Pues a mi mamá Estefanía! Resulta que ella, también como evacuada, viajaba con el colectivo de su fábrica en otro tren. En un momento, aprovechando una parada, bajó a “estirar las piernas” y se enteró de que en aquella misma estación se encontraba también un tren de niños españoles. De modo que se puso a buscarnos, pero sin saber que allí, precisamente allí, se hallaba mi casa de niños y mucho menos, claro, que entre esos niños me iba a encontrar a mí. Era la segunda vez, la primera había sido en el barco de Alicante, que teníamos la oportunidad de abrazarnos por pura casualidad. ¡Qué alegría! Acudimos a la directora a pedirle permiso para su incorporación a nuestro grupo, cosa que aceptó de inmediato, ya que además de tratarse de mi madre, ambas se conocían.
Nuestros trenes transitaban lentos, y es lógico porque tenían preferencia los que se dirigían en dirección contraria, al frente: soldados, armamento, abastecimientos, trenes sanitarios…, vacíos para allá y llenos con heridos los de vuelta; pero, por fin, llegamos a Sarátov.
Un  barco nos estaba esperando en la estación fluvial y no estaba precisamente vacío. Desde Moscú venía cargado de niños españoles de una de las colonias de las afueras de la capital. Nos causó mucha alegría encontrarnos con gente desconocida, pero tan allegados y queridos para nosotros por tratarse de compatriotas. Nos dieron una manta y a dormir al suelo, en cubierta.
La situación era penosa, pero nosotros estábamos contentos, admirábamos el paisaje y nos reíamos, nos reíamos mucho. Recuerdo la gracia que nos hacía cuando por la noche alguno se levantaba a orinar y en la oscuridad, a la vuelta, no encontraba su manta ni su sitio. Sin querer, en esos paseos, nos pisábamos unos a otros y se armaba cada guirigay, a las tantas, que tenía que acudir corriendo el educador a poner un poco de orden.

Con mis amigas del alma Carmen y Teodora

Allí Carmen y yo nos echamos una nueva amiga, guapa, morena…, amiga que fue para siempre, TEODORA Fuertes. Parecía gitana, pero era vasca.
Y también allí conocí a una persona que había de quedar ligada a mí para toda la vida, era de las pequeñas, pero llamó mi atención el hecho de que se llamara Nieves…, Nieves Lago.
No sé al cabo de cuántos días llegamos a Stalingrado y desembarcamos todos bien organizados. Yo gozaba de una protección un poco especial; por un lado tenía a mi mamá conmigo y por otro,  no me perdía de vista, constantemente, mi medio-novio Pepe Prida. Estaba pendiente de todo lo que yo pudiera necesitar. ¡Pobrecito!, en mala hora pisó aquella, para él, trágica tierra. Justo un año después la tragedia le esperaba no sólo a él, sino a toda la ciudad de Stalingrado.
 

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