viernes, 2 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. X. EL INSTITUTO DE IDIOMAS"


1950

 
Aquel año ingresamos un numeroso grupo de españoles en el “Instituto Estatal de Estudios de Idiomas Extranjeros de Moscú”; corría septiembre de 1950.
Iba a ganar lo mismo que trabajando, siempre que aprobara los cursos, claro.
Había facultad de traductores; pero yo preferí la pedagogía. Y entre inglés, alemán y francés, me decidí por el primero, sin descartar, claro, el español, pues saldríamos con el título de licenciados en dos idiomas. El ruso, se suponía, era el propio.
Y empezó otra nueva etapa de mi vida. Fueron cinco años intensos, difíciles, muy trabajados y trabajosos. Pero ahí no me rendiría. Tenía que demostrarme a mi misma que era capaz, que no era tan torpe como para fallar, sobre todo porque me gustaba mucho lo que estaba haciendo. Sentía una responsabilidad ante Guardiola y, sobre todo, ante Ángel, que nunca me obligó a emprender nada, pero que tampoco me mató ninguna ilusión o iniciativa.
El instituto quedaba a una hora de camino, primero en tranvía y después en metro. Un año estudiábamos en el turno de mañana, de 8 a 14 horas; y al siguiente nos tocaba el de tarde, de 14 a 20 horas. Me las tenía que arreglar con Ángel, que trabajaba a tres turnos, para llevar y recoger al niño de la guardería y no recuerdo ni cómo lo superamos.
El español, sobre todo los dos primeros años no me causó ninguna dificultad, pero había que hacer los ejercicios escritos, que llevaban mucho tiempo, y leer la literatura obligada, casi todo en ruso. El inglés ya me costaba más trabajo y el vocabulario diario había que llevarlo aprendido.
Los dos primeros cursos fueron de mucho temario general para todos los centros de enseñanza superior: Economía Política del Capitalismo, Economía Política del Socialismo, los clavos de dos cursos que me dieron buenos rompederos de cabeza: Hismat y Diamat (Materialismo Histórico y Materialismo Dialéctico). Un curso, una asignatura: Marxismo; otro curso, otra asignatura: Leninismo.
¡Cuánto tuve que leer! ¡Cuántas horas en la biblioteca hincando los codos!
También el latín se las traía; menos mal que sólo se estudiaba en los dos primeros cursos.
Ángel no se dormía en los laureles; siempre se movió mucho haciendo gestiones para mejorar nuestra situación, y consiguió una vivienda un poco más digna: una habitación ya un poco más amplia en un primer piso de una casa con otras tres familias de rusos y aseo y cocina en común. Mejor que en el barracón y, además, estábamos muy cerca de ellos, de nuestros amigos. Valdés, que se acababa de casar con Luisina, ocupó nuestra habitación en la “13”.
La “13” llamábamos a la barraca residencia de los españoles de la “45”, que era una fábrica de motores de aviación, donde trabajábamos.
El aquel entonces me ocurrió una cosa que me ha dado mucho que pensar en mi vida. Me marcó negativamente, me pesó siempre y me hizo comprender lo inmadura, lo incauta y lo tonta que era. Estaba ciega e inadaptada, sin ninguna experiencia ni visión de la realidad. Empezó Teodora, más intuitiva, a decirme que Paulita le ponía los cuernos a Monsó. Yo me negué rotundamente a creerlo de mi fiel y mejor amiga, lo veía imposible, no quería escuchar las malas lenguas, ni críticas, ni chismorreos… tenían un niño como mi Pachito y se llamaban igual; Monsó era nuestro amigo y no salía de casa… y estaba tan ciego como yo…

barraca 13

Cuando la cosa ya era más clara que el agua, hablamos ella y yo. Me dijo que era verdad; en el trabajo conoció a un chico español, bastantes años más joven que ella, soltero y del que se había enamorado locamente: Pablo. Nunca lo he conocido, ni tan siquiera visto de cerca, pero la realidad es que han pasado más de 50 años de aquello y ellos siguen juntos, han vivido felices varias décadas y eso no hay quien se lo quite…; así pues, los chismorreos resultaron ciertos y el tiempo ha demostrado inequívocamente que también sus sentimientos eran verdaderos.
Paulita me dijo que Monsó era un inútil, un inepto y, tal como estaba la vida de difícil, no veía porvenir ni felicidad en su matrimonio. Por eso lo abandonaba y se iba con Pablo. El problema no era tan sencillo, pues quería por todos los medios llevarse también a su hijo y el abandono de hogar la privaba de ese derecho. Quería que yo, su mejor amiga, intercediera en su favor, declarara en su defensa y, si fuera necesario, demostrara la incapacidad de su marido. Me necesitaba. Todo el mundo le había dado la espalda; estaba sola, pero dispuesta a sacar sus garras y luchar a muerte por sus derechos de madre.
Han pasado muchos años y nos ha cambiado a fondo la mentalidad, pero se  me hace incomprensible ahora que tuviéramos la mente tan cerrada, tan limitada como para creer que aquello era delito, tan solo porque lo había cometido una mujer, cuando a nuestro alrededor se daban infinidad de casos de adulterio e infidelidades de nuestros hombres.
El juicio fue un acontecimiento entre los españoles. La sala estaba llena hasta los topes. Pues yo, tan retrógrada como los demás, le fallé. Fui de testigo, pero no de ella, sino de él. Contesté a las preguntas que me hicieron y no pude decir una palabra mala de tan “buen padre” y “buen marido”. Allí la vi por última vez en la vida. Iba con una rusa que se dignó acompañarla, pero que apenas la conocía y allí mismo, en la sala de espera de los testigos, me dijo unas cuantas cosas que me quedaron grabadas para toda la vida. Sus palabras, con mucha razón, me han estado repitiendo siempre lo equivocada que estuve al no apoyarla en aquellos momentos tan difíciles para ella. Creía en mi inteligencia, en mi lealtad… y la defraudé.
Le había fallado su verdadera y más entrañable amiga…
Cuando oyó el  veredicto, se desmayó. La sacaron de la sala y no la he vuelto a ver jamás.
El niño, como es natural, se lo dejaron a ella. Siendo pequeños, muy justificadas tenían que ser las circunstancias para que se los arrebatasen a las madres.
¿Qué hubiera hecho el inútil de Monsó con ese cargo?, si apenas supo defenderse él…
Paulita y Pablo tuvieron una niña, vinieron a Bilbao (San Ignacio) con los dos hijos; ella se colocó a trabajar no de ferroviaria, claro, sino de ama de llaves de una residencia de ancianos; hoy está jubilada y acertó en la vida mejor que muchas de nosotras.
Monsó vino a su tierra alicantina, Novelda. Se casó y tuvieron un niño. Su esposa, Luisa, ha padecido toda la vida las frustraciones de las que se liberó Paulita. Su hijo Pachito no tardó en ponerse en comunicación con ellos, los visitaba, los quería. Acabó casándose donde hizo la mili, en Cartagena, y como hasta le quedaban mas cerca, tiene más roce con la familia de su padre, que con la de su madre.
Yo siempre he quedado pesarosa de mi ingrato proceder.

 

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