martes, 6 de septiembre de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. VI. UFA"

1943 – 1944

Las clases empezaban a primeros de septiembre y había que emprender la marcha. La directora nos preparó un pequeño equipaje con dos mudas, una toalla, dos vestidos, un abrigo, calcetines, cepillo de dientes, unos leotardos de lana, imprescindibles para el invierno, un pañuelo para la cabeza, también de lana y… poco más.
Cuando llegásemos nos darían nuestra cartilla de racionamiento y nuestra primera “estipendia”. Éramos un grupo de chicas y chicos ilusionados por el cambio y pensando que las cosas siempre van para mejor. Además, el hecho de sentirnos independientes nos llenaba de orgullo. Yo no me notaba sola, conmigo iba también Julio Prida, que entonces me llamaba cuñadina y era para mí como un hermano. En realidad, todos los que íbamos en el grupo éramos como hermanos.
En una camioneta, el único medio de transporte entonces, nos llevaron a nuestra nueva residencia. Sé que llegamos de noche, ya hacía frío. Entramos en una casa de madera de planta baja, tipo barracón, después de haber atravesado un patio. Había un pasillo medio oscuro, gracias o por culpa de una bombilla que pendía de un cordón y apenas alumbraba. Olía a humedad y la primera sensación fue muy desagradable. A lo largo de todo el pasillo había varias puertas cerradas. Aquello era una residencia de estudiantes españoles ocupada ya por otros grupos de compañeros nuestros que habían llegado antes. Las chicas nos metimos en un par de habitaciones grandes destinadas a las mujeres, y los chicos, a las de los hombres. Pero… entramos, encendimos la luz y ¡cuál no sería nuestra sorpresa!, todas las camas estaban ocupadas y no había ni un espacio libre. Quedamos de pie desconcertadas… y menos mal… a algunas de las chicas acostadas se les ocurrió la idea, maravillosa, de acogernos en su lecho, nunca mejor dicho.
Todas se  movilizaron y se ofrecieron a gusto. A mí se me acercó alguien a quien yo no conocía de nada, me cogió del brazo y me llevó hacia una esquina:

--Yo me llamo Paulita, ¿y tú?
--Yo, Nieves, Nieves Guardiola.
--Paulita Hernaiz. Pues acuéstate conmigo y mañana ya se verá. Hoy no se puede hacer nada más que dormir. ¡Hala, desvístete!…

Y nos acostamos, yo un poco violenta, pero muy agradecida. Nos dormimos…
Pues bien, aquel encuentro casual fue el inicio de una prolongada y sincera amistad, que luego se convirtió en cariño de más que de amiga, por un tiempo, casi de hermana. Por un tiempo malo, por cierto. Con mi amiga Paulita pasé las horas más tristes de hambre infernal, los peores fríos y miserias de mi vida. Y ella me adoraba. Era de esas personas que no se conformaban sólo con quererte, tienen que ayudarte, cuidarte, estar a todas horas pendiente de ti, defenderte de todos los males y enfrentarse a quien pueda hacerte daño. Reconozco que me quería más que yo a ella. Estoy escribiendo y, al recordarla, se me caen las lágrimas. Siento remordimiento.
Después de que pasaron muchos años nuestra amistad perduraba; a pesar de que las dos estábamos casadas, ella seguía, con fe ciega, creyendo en mí. Yo era su verdadera y única amiga, tuvo mi apoyo en momentos muy difíciles, como cuando se murió su hijito Pachito, de tres años. Ella y yo nos repartíamos hasta la última miga de pan en tiempos de hambre, nos contábamos nuestras intimidades amorosas, con nuestros respectivos novios, que a su vez, eran amigos. Era la única persona con la que compartía todos mis sentimientos más profundos, porque con ella pasé los años más duros.
Entonces mi amiga Carmen se encontraba lejos, pero Teodora también estaba en Ufá y allí nos hicimos amigas para toda la vida.
Paulita era diferente, tan apasionada, tan firme en sus convicciones, tan luchadora por lo que quería conseguir…, se enfrentaba, ponía la cara, era como se suele decir, una “echada pa lante”. Todo lo contrario de lo que yo era, que fui siempre corta, cobarde, vergonzosa, tonta para defenderme en la vida. Por eso congeniamos y nos llevábamos tan bien: ella me quería y yo me dejaba querer, ella me dominaba y yo me dejaba dominar. Yo me sentía protegida y a ella le gustaba sentirse protectora.
Cuando llegue a relatar los años 54-55 explicaré la causa de nuestra rotunda y definitiva ruptura. La despedida fue tan drástica como el encuentro. Yo tuve la culpa y con los años he ido comprendiendo que me equivoqué. La decepcioné en un momento decisivo, no estuve a la altura de lo que significaba para ella nuestra amistad, le causé mucho daño y ahora me arrepiento. Rompimos un día en serio y nunca más nos hemos vuelto a ver, ni nos hemos comunicado para nada. Sé que nunca me ha perdonado, por eso no le he mencionado, siquiera, mi distinta manera de pensar ahora.
Al día siguiente de llegar a Ufá nos pusieron cama y nos dieron nuestra cartilla de racionamiento, unos vales para 31 días con “desayuno”, “comida” y “cena”, para un comedor  que había cerca de la residencia de estudiantes donde fijaron nuestra permanencia para las comidas.
Por lo pronto, fuimos informados de que no nos merecía la pena asistir allí las tres veces; con una visita, a mediodía, sería suficiente. Y era cierto. Nos servían las tres comidas juntas: un vaso de té edulcorado con un jarabe de bayas rojas, para el desayuno; un plato de sopa, que era un caldo turbio, donde no encontrabas un fideo ni de casualidad y una ración de puré de patatas congeladas con una cucharilla de aceite verde, en crudo, que ponían en el centro para demostrar que habíamos recibido nuestra ración de “grasa” diaria. La ración de pan del día nos la daban de una vez, allí mismo nos la comíamos y hasta el día siguiente a la misma hora no había nada más que alguna taza de té que nos hervíamos en un hornillo que teníamos en el dormitorio. Los primeros días aún teníamos la fuerza de voluntad de racionarnos el pan y dejar algo para la cena; pero el hambre se iba acumulando y la voluntad también se iba esfumando. Tan escaso era todo, que cuando salíamos del comedor teníamos tanta hambre como cuando habíamos entrado.
El pan se llamaba así, pero no lo parecía; era negro, debía ser de centeno, tendría que ser…, pero no se sabe de qué cascarilla oscura amasaban una pasta húmeda que pesaba tanto, abultaba poco, sabía a barro poco cocido y sin embargo, la comíamos con aquél ansia …
Empezaron las clases en la Escuela Técnica de motores de aviación. Asistíamos en distintos grupos a las aulas, mezclados con estudiantes rusos y por primera vez tuvimos que prescindir de nuestro español y de aquellos profesores que habían compartido con nosotros pan, penas, alegrías y esperanzas. Ahora todo era nuevo y desconocido, aunque muy organizado y empapado del espíritu patriótico que las circunstancias requerían. Todos los sacrificios y calamidades tenían su explicación y su fin político. Estudiar era nuestro deber y había que cumplir y aguantar.
Ahí, por primera vez, empecé a notar la dureza de las matemáticas y el dibujo lineal. También el frío iba azotando cada día más rabiosamente nuestras mejillas.
Los chicos cuando venían de clase serraban los troncos que había congelados amontonados en el patio, partían la leña y, por riguroso turno, encendíamos las estufas que había en los dormitorios. Aquél calorcito y el agua hervida que tomábamos, a falta de té, en tazas de cristal , nos daba la vida al regresar de clase.
Un día subíamos un grupo de amigas calle arriba y por la acera de enfrente bajaba un chico con un chaquetón tres cuartos y un gorro típico ruso de orejeras bajadas, por el frío que cortaba el aliento, y no sé que broma nos gastó desde lejos por lo encogidas que caminábamos. Yo, como no lo conocía, pregunté quién era, me contestaron: Ángel Lago.
Un destello del destino brilló en aquel instante, y yo ni me di cuenta.
Solo sé que pensé si sería hermano de aquella chica que conocí en el barco y que se llamaba Nieves. Efectivamente, así era. Paulita, que venía conmigo, lo conocía bien porque habían sido de la misma casa de niños de Moscú. Más adelante ya llegué a coincidir con él en la convivencia diaria de todo el grupo de españoles, pero sin relacionarnos personalmente.
El invierno se presentaba cada vez más duro, la vida más penosa cada día, y el hambre ya no sólo afectaba a nuestros estómagos, sino a nuestras piernas y a nuestras fuerzas, a nuestra moral y a nuestras pasiones… Había momentos de desfallecimiento, pero de repente todo cambiaba, como si se encendiera una luz en el horizonte y los ánimos regresaran a nosotros. Los decaimientos no afectaban a todos a la vez, por eso la moral del grupo nos mantenía y el coraje propio nos obligaba a reflexionar y permanecer en pie.
Aquel invierno se nos hizo interminable. Fue, sin lugar a dudas, la época más funesta de mi vida, porque se juntaron para atenazarnos los dos peores enemigos, frío y hambre; pero frío de 25º-30º bajo cero, que te obligaba a caminar muy deprisa por la calle, y sólo distancias cortas. El pañuelo de lana que antes cubría nuestra cabeza, pasó a tapar toda la cara, menos un ojo. El vapor del aliento, en estos casos, se congela al instante y forma hielo en las pestañas y las cejas, las orejas y la nariz son las más vulnerables y todo el mundo procura taparlas, pero cuando ves a alguien con una mejilla blanca, señal de que se empieza a congelar, hay que avisarle para que se frote con nieve y recupere rápidamente la sensibilidad. Lo mismo hacíamos con los dedos de las manos cuando notábamos que se nos iban durmiendo. A fuerza de frotar vuelven en sí, pero se pasan unos dolores horribles cuando se recobra la sensibilidad.
Así pasaron unos meses y cuando se acercaban las vacaciones de fin de año, a alguien se le ocurrió la idea de ir a pasar esos días a nuestra casa, a nuestra colonia de procedencia; en realidad, era la única familia que teníamos. Los estudiantes rusos se dispersaron por sus pueblos de origen, así que nosotros hicimos lo mismo por nuestros correspondientes antiguos colegios.
Un grupo que procedíamos de allí nos encaminamos a Meleus, todo chicas, un friísimo día de últimos de diciembre, sin tener muy claro a lo que nos exponíamos. Tomamos el tren Ufá-Sterlitomak, un centro industrial donde finalizaba el ferrocarril.
Pero, ¿y allí? Las carreteras, si así se las podía llamar, estaban cubiertas de nieve, los pueblos incomunicados, ya que con aquellas ventiscas no salían ni los caballos con trineos, que era el único medio de locomoción que había. ¡Ignorantes nosotras! No puedo precisar cuántos kilómetros nos separaban, pero la poca experiencia y la insensatez nos indujo a hacer el camino a pié en aquellas desagradables circunstancias.
La gente del pueblo no nos lo aconsejaba, pero ante nuestra insistencia, nos dijeron que nos mantuviéramos siempre guiados por los postes de la luz; por allí, fijo que iba el camino. Emprendimos la caminata una mañana fría, pero soleada, con ánimo de llegar en el día. Pero andar entre aquella nieve, que nos llegaba a la rodilla, no era fácil. Nos habíamos puesto de acuerdo en no separarnos, y así, poco a poco, con dificultad, íbamos avanzando más despacio que las horas del reloj, que ninguna de nosotras poseía. Al principio, optimistas, bromeábamos y nos dábamos ánimos, pero poco a poco el sol fue desapareciendo, el cielo se cubrió y empezó a nevar. Aquella nieve no mojaba, pero quitaba visibilidad y, sobre todo, atemorizaba. Cuando llegó la tarde no podíamos más, estábamos rendidas, hambrientas, extenuadas. Y menos mal que llegamos a una aldea. Divisamos a lo lejos unas “isbás” con humeantes chimeneas, así que las fuerzas volvieron a surgir, no sé de dónde, y casi corrimos a su encuentro.
Aquella gente se echó las manos a la cabeza cuando nos vieron, no podían comprender cómo aún nos manteníamos en pié. La verdad es que nos recibieron con los brazos abiertos y con toda la hospitalidad de una gente sencilla que tenía poco para ofrecernos, pero nos dieron cobijo, patatas cocidas y pan. Pasamos la noche distribuidas por las “isbás” y al día siguiente, antes de emprender la marcha de nuevo, el Presidente del Soviet del pueblo nos dio un buen trozo de pan a cada una y nos deseó una feliz llegada. Todavía me dura el profundo agradecimiento hacia todos ellos.
El sol reflejándose en la nieve es cegador, pero aún con temperaturas muy bajas el camino se hace soportable. Lo peor era cuando se levantaba ventisca; las tormentas de nieve te obligan a realizar un doble esfuerzo, te cortan la respiración y te clavan alfileres en la carne; te van cubriendo poco a poco hasta que te sepultan en vida. Una de esas tormentas nos azotó a nosotras, encorvadas ya por el cansancio y el desánimo, sentíamos una honda atracción por aquel vacío de inmensidad blanca, donde percibíamos la presencia de la muerte; pero había que seguir, seguir…. Nos manteníamos todas cogidas de la mano para que ninguna desfalleciera; no podíamos hablar, pero teníamos los mismos pensamientos: miedo y esperanza.
Al fin, por la tarde, los postes nos guiaron hacia un alto y desde allí divisamos el pueblo ¡Meleus! No teníamos fuerzas para saltar de alegría, nos abrazamos, rompimos a llorar y aquellas lágrimas congeladas fueron las más dulces de mi vida.
Cuento este episodio porque, que yo recuerde, fue la ocasión en que vi el peligro más cerca y más aterrador. Debió haber muchas otras ocasiones, pero yo no las percibí. Aunque alguna vez, invisible, se posara sobre mi hombro la mano tenebrosa que deseaba arrebatarme, siempre aparecía una puerta y detrás, la luz.
En la casa de niños nos recibieron como a los hijos que llegan al hogar por Navidad, comimos lo que el cuerpo nos permitió y creo que dormimos una noche y un día sin despertar.
Todo estaba muy cambiado. Nuestra colonia se había convertido en un sanatorio para niños españoles delicados, o sea, que para mí eran casi todos desconocidos y pequeños. A mi querida directora me la habían cambiado, ahora era miembro del Comité Central del Partido Comunista y tuvo que marchar a ayudar en la recién liberada de los alemanes, Ucrania, su tierra natal. Estefanía y Cerezo también se habían marchado a reunirse con un grupo de españoles mayores, en Tashkent, en el Asia Central. Con ellos ya había tenido la oportunidad de verme y despedirme en la estación de Ufá, en una ocasión en que me habían avisado de su partida.
La nueva directora era la subdirectora de antes, así que no tuvimos ningún problema. Matamos el hambre y repusimos el vestuario, cambiamos las botas viejas por unas nuevas, cargamos unas provisiones y regresamos a primeros de enero ya repuestas y en viaje organizado.
Y otra vez a las mismas, que más vale no recordar. Teníamos que estar en clase con abrigo y con guantes y así asimilar la física, la trigonometría y el álgebra; lo peor eran las láminas de dibujo, porque no teníamos ningún material, ni un triste compás, sólo papel y tinta china. En toda circunstancia hay gente capaz de desenvolverse y “buscarse la vida” mejor que otros; pues entre nuestros chicos los había muy aptos para el dibujo, así que aprovechaban su habilidad para cambiar láminas por raciones de pan. Pero como éramos todos compañeros y no estaba bien la acción, tenía que haber un intermediario para que ni el que dibujaba supiera a quién había dejado en ayunas ese día, ni para que la chica tuviera noción de quién era el aprovechado. Yo, en alguna ocasión que me vi muy apurada, también recurrí a tal maniqueo, aunque siempre era mi amigo Julio el que me ayudaba para que yo misma dibujara. Sé que allí tuve serias dificultades en  los estudios, pero en aquellas condiciones ahora comprendo el porqué.
Como en Ufá nos encontrábamos varios grupos de españoles en diferentes colectivos, la dirección del Partido nos adjudicó a un maestro español que constaba como profesor de alemán en nuestra escuela técnica, pero que ejercía casi exclusivamente de responsable de todos nosotros. Un chico joven, muy culto y educado, antiguo dirigente de las Juventudes Comunistas, Galán. Sus gestiones dieron fruto. Primero consiguió que a las chicas nos sacaran de aquel impresentable barracón y nos alojaran en una casa más cerca de nuestro centro de estudios con condiciones más aceptables, aunque allí fuéramos nosotras las que tuviéramos que serrarnos los troncos de leña.
Otra cosa que nos vino muy bien fue que, en adelante, se controlara nuestro racionamiento. Mensualmente nos pertenecían 700 gramos de azúcar, cosa que no veíamos ni en pintura, como tampoco nuestra ración diaria de aceite que no notábamos flotar, en forma de ojos, en el caldo turbio o verde de la sopa. Su color era verde cuando se trataba de sopa de ortigas, cosa muy frecuente en aquel entonces; primero, porque eran muy sanas y contenían vitaminas y, segundo, porque la pasta y las harinas habían desaparecido desde hacía tiempo de todas las despensas.
Pues para compensar las ausencias reivindicadas, Galán consiguió que una vez al mes nos suministraran 700 gramos de miel o el doble en peso de galletas; y por el aceite, la mitad en peso de mantequilla. Legalmente nos pertenecía. Oído así, ahora, eso no tiene mayor aprecio, pero en aquél entonces, cuando la inanición iba ya consumiendo a algunos y debilitándonos a todos, el poder pegarse un atracón, aunque sólo fuera una vez al mes, es inenarrable. Físicamente no solucionaba nada; es más, hasta debía ser muy indigesto, pero por lo menos, en los momentos de mayor debilidad, teníamos algo con lo que soñar, por qué esperar. Es cierto que las chicas éramos más moderadas y tratábamos por todos los medios de alargar el consumo, racionar, pero es tan difícil dormirse con hambre cuando sabes que en la mesita esperan unas galletas, que nos tenemos levantado por la noche a acabarlas por no poder conciliar el sueño.
Teníamos nuestro grupo-pandilla. En el mío entrábamos Paulita, claro, Teodora, Conchita Ruiz, una de las cuatro hermanas que hoy viven en Gijón, Conchita Quintana, hoy en Moscú casada con un ruso, y yo.
En el dormitorio seríamos unas quince chicas y todas sabíamos tejer. Las rusas lo sabían y nos daban la lana para que les hiciéramos chaquetas. Todas nosotras, puestas de acuerdo, terminábamos una chaqueta en una noche. Una tejía la espalda, la otra un delantero, otra el otro delantero; otra una manga, otra la otra manga, el cuello y la confección… Por la mañana cobrábamos el trabajo, comprábamos en el mercado patatas, hacíamos un puré caldoso para que diera para todas y comíamos un plato caliente. Otras veces juntábamos las raciones de pan, vendíamos en el mercado un par de ellas, repartíamos lo demás y con el dinero comprábamos las patatas. Así nos íbamos arreglando para no echarnos a morir.
Con la lana que “sobraba” de las chaquetas de las rusas --más bien que sisábamos--, hacíamos jerséis que casi siempre eran de uso común o colectivo, y por temporadas vestíamos cada una cuando nos tocaba, luego los pasábamos a otra amiga. También nos tejíamos gorros, calcetines y guantes.
Hasta Ufá llegaron mis pendientes españoles. Yo dejé de ponérmelos nada más llegar a la Unión Soviética, porque oí decir que eso era una tradición burguesa, pero los guardaba por su valor sentimental. Como los tiempos no estaban para sentimentalismos, se me ocurrió que podíamos venderlos y mis amigas me apoyaron. Yo no tenía valor para ir ofreciéndolos a voces en el mercado, y menos para regatear; pero siempre hay gente para todo, y fue Josefina Ondina, una de las más lanzadas y decididas de nuestro grupo, quien les dio salida. Pues ya tuvimos para comer una par de días.
La guerra seguía, pero como los “partes” de noticias sólo hablaban de las victorias de nuestras tropas en todos los frentes y de cómo los alemanes retrocedían de las tierras ocupadas, únicamente esperábamos ansiosos el momento de poder regresar de la evacuación y empezar una vida normal. La ilusión nos mantenía en pie y soñábamos con ese día, aunque el sueño inmediato no tan trascendente, pero igual de necesario, fuese el del reparto de las galletas.
El hambre agudiza el ingenio y algunos no perdieron el humor, como el que rebuscó el mote perfecto para Galán: “El Galleto”, que se ocupaba de contar, y repartirnos, la ración mensual. Ya ni nos acordábamos de que se llamaba Luis.
Al fin terminó el curso y no sacamos malas calificaciones; por lo menos aprobamos todos, así que podíamos seguir disfrutando de nuestra beca, que aunque pequeña, era de una gran ayuda. Y además, en junio nos daban por adelantado lo correspondiente a julio y agosto. De todos modos el dinero de una mensualidad no nos daba ni para comprar un par de medias.
Nuevas vacaciones y nuevo viaje a la casa de niños y, como a mí el verano siempre me ha mantenido alta la moral, pues las perspectivas me parecían maravillosas. Y sí que lo fueron, aquél verano de 1944 se me presentó lleno de felicidad.
Todos nos recibieron con mucho cariño y la dirección y maestros nos felicitaron no sólo por haber superado con éxito el curso, sino también por habernos sabido comportar y haber servido de ejemplo de conducta y disciplina. Esta vez el grupo de estudiantes que nos incorporamos a pasar el verano allí era bastante numeroso de chicos y chicas, todos antiguos alumnos de la colonia. Bueno, exactamente todos no, había un compañero de Ufá que viajó con nosotros con la intención de visitar a su hermana a quien hacía mucho tiempo que no veía y en ese momento era alumna del colegio de Meleus. La hermana era Nieves Lago y el visitante su hermano Ángel.
¿Quién ató aquellos cabos? ¿Quién nos puso en el camino para que nos encontráramos cara a cara? ¿el azar? Yo lo conocía, pero no lo había tratado mucho. Era muy guapo y él lo sabía. Pero la faceta que a mi más me agradaba de él era su espíritu emprendedor, organizador. Era activo, participaba en las reuniones del Konsomol, aunque sus intervenciones eran de muy mala oratoria. Yo lo achacaba a la dificultad de expresión, por el idioma, tanto en ruso como en español; nunca la ha tenido fluida ni amena. Pero no era de los que se dejaban achicar por el hambre y en esas circunstancias las personas de carácter fuerte le plantan cara a la adversidad. Él, junto con algunos amigos, se iban en tren a los koljoses de los alrededores, compraban, cambiaban por ropa y en algunas ocasiones hasta robaron patatas, zanahorias, nabos, cosas comestibles que cargaban a sus espaldas y traían a la residencia estudiantil. En cualquier actividad que surgiese él siempre estaba allí, no sólo para participar, sino para dirigir; en una palabra, destacaba de los demás y yo eso lo había notado.
En la casa de niños se necesitaba mano de obra. Personal había poco y los niños eran pequeños, así que nuestra ayuda les vino justo a tiempo para que participáramos en las labores caseras y ganáramos, asimismo, algunas jornadas de trabajo en los koljoses del lugar, que necesitaban gente con miras a la cosecha. Las chicas lavábamos la ropa en el río, ayudábamos en la cocina y en el comedor, y yo hasta di clases a algunos alumnos que tuvieron que recuperar alguna asignatura aquel verano. Los chavales sacaban troncos del río para preparar leña para el invierno. Componían brigadas de segadores y se iban toda la semana a la hierba de los koljoses; también sembraban patatas y hortalizas. Angel organizaba todas aquellas actividades y dirigía los equipos; era activo, trabajador incansable.
Nos pusimos fuertes y morenos, ya que el sol de los climas continentales calienta mucho en verano. Además estábamos bien alimentados y teníamos 18-20 años. Una edad tan bonita, llena de ilusiones para el futuro, aunque realmente fuese tan incierto en aquel momento; justo la edad de enamorarse…  Por la noche en el comedor, después de cenar, los mayorcitos teníamos baile. La música salía de un viejo tocadiscos y los discos estaban mil veces rayados a fuerza de tanto sonar, pero no importaba, a nosotros nos parecían los valses mejor interpretados del mundo. Y aquella noche, durante un acaloramiento de los que cogíamos, bailando, Angel me dijo si quería salir a dar un paseo con él, para refrescarnos. No tuve inconveniente, ya que su compañía me resultaba agradable, aunque no me esperaba lo que me iba a decir. No éramos muy conversadores y no sé de qué hablaríamos, tal vez la noche estrellada nos ofreció un toque de romanticismo y sólo recuerdo que me preguntó si quería salir con él, conocernos mejor y hacernos buenos amigos. Yo le dije que no tenía nada en contra, con la voz entrecortada y la cara colorada de vergüenza; además se que las piernas me temblaban y la respiración me ahogaba por la emoción. Aquella fue la primera noche que no pude conciliar el sueño pensando en él.
Los paseitos se repitieron y las miradas a los ojos delataban nuestros sentimientos. Todavía no nos habíamos besado, pero cuando a mi me tocaba servir las mesas en el comedor, a él le caía alguna que otra ración doble de postre como muestra de mi afecto.
Y así acabó aquel verano: yo, enamoradita perdida y él, aunque no muy expresivo para no comprometerse, creo que también.



A últimos de agosto, repuestos y aprovisionados, regresamos a Ufá. Aquella Ufá de los infiernos. Un año o dos es un período muy corto; pero qué interminable se hace ese tiempo cuando el hambre y el frío te arañan las entrañas y los malos pensamientos te roen el cerebro haciéndote pensar sólo en el pan, en comer. Te creías capaz hasta de la mayor maldad sólo por conseguir un pedazo de aquél ladrillo incomible que recibíamos como pan. Aquellos pensamientos surgían cuando ibas por la calle, mirabas para las ventanas iluminadas de las “isbás” rusas y te figurabas que aquellas familias disfrutaban de mesas bien abastecidas, por lo menos, de fuentes cargadas de “mundircas” calientes (patatas cocidas con la piel; con sal). Vale más no recordar lo malo, olvidarlo para siempre. Además, como dicen, no hay mal que cien años dure. Y es cierto, los acontecimientos se iban a encarrilar por mejor camino.
Empezó el curso, empezó el frío y la nieve. Ángel me visitaba, ya que estábamos en distintas residencias y cortejábamos en el descanso de la escalera, al lado de la leña para la estufa.
Alguna de nuestras hábiles compañeras habían hecho un descubrimiento: en el sótano de nuestra casa, por el lado de atrás, había un almacén donde durante el día descargaban patatas, nabos, zanahorias, remolachas… ¡BUENA LA HIZO! Las más espabiladas hicieron un reconocimiento y observaron la puerta cerrada con cuatro candados, pero… vieron un ventanuco para la ventilación bastante estrecho por donde una delgadita se podía introducir; bastante alto, pero con la ayuda de un par de hombros de apoyo se podría alcanzar.
Todo se planeó. Unas fundas de almohada hacían de sacas y unas cuerdas servían para izarlas cuando estuviesen cargadas. Participarían las de siempre, las dispuestas, mi amiga Paulita que, por supuesto, a mí no me dejaba ni intentarlo, para eso estaba ella, Josefina Ondina -la de los pendientes-, y Pilarina que hoy vive en Gijón. Fue una gran señora, pero sigue siendo un demonio y cuando nos juntamos con ella de vez en cuando nos morimos de risa recordando sus fechorías.
No sé cómo se las arreglaban, pero sí que las almohadas eran vaciadas debajo de la cama que hacía esquina en la habitación y que aquellos escarceos nocturnos y a oscuras nos mataron varias veces el hambre a todo el colectivo. Y eso que teníamos que andar a palos con las ratas que se nos metían en el dormitorio en busca de las patatas, porque estaban tan hambrientas como nosotras. Eran grandes como gatos.
¿Cómo se van a romper, aún con los años, aquellos lazos de amistad que nos reunieron en tales circunstancias?  Aunque el destino nos haya esparcido por el mundo, el afecto es tan profundo y sincero que se parece al cariño de verdaderos hermanos.
La guerra continuaba. Por el este las unidades soviéticas del Ejército Rojo seguían avanzando tras la retirada de los alemanes que tenían que soportar el rigor del invierno de 1944-45, invierno que ese año fue particularmente duro. A nosotros nos mantenía en pie sólo la idea de poder regresar a Moscú y que finalizase aquella pesadilla insoportable.
Tiene muy poco mérito personalizar tanto un relato, y muy difícil saber expresar con palabras lo que siente un cuerpo en determinadas circunstancias. Yo soportaba dificultades con la esperanza de que aquella situación no perdurara. Es cierto que sufríamos, pero tampoco éramos conscientes de lo que aquellos años significaban para la Historia Universal; nosotros éramos un granito insignificante de arena en aquella historia. En el escenario de la contienda de aquellos años se jugaba la existencia de regímenes, reinados, dictaduras y fronteras. Como ejemplo, el  único país del socialismo pudo haber desaparecido; pero resistió, luchó y venció.
Alemania quedó dividida en zonas y el mundo separado en dos bloques por el telón de acero; así se cerró el más dramático acontecimiento de la historia contemporánea, que fue la II Guerra Mundial. Todos los países participaron en ella. Europa fue masacrada por los nazis desde 1939, pero desde diciembre de 1941, el mundo iba a vivir dos guerras paralelas sin ninguna conexión entre sí.
Los japoneses se dirigen hacia Pearl Harbour, en las Islas Hawai, dónde están anclados los buques de guerra norteamericanos, y hunden casi 100 barcos; entonces Estados Unidos e Inglaterra declaran la guerra a Japón. Sus respectivos presidentes, Roosvelt y Churchill habían firmado la Carta del Atlántico, dónde las naciones de habla inglesa prometían libertad y justicia para los pueblos invadidos y paz después de la destrucción final de la tiranía nazi. La Carta y un mensaje conjuntos son enviados a Stalin, principal beneficiario del esfuerzo bélico de Estados Unidos. Le prometen ayuda en la defensa contra el ataque nazi y cooperación en los abastecimientos de recursos comunes.
Hitler no quería, en aquellos momentos, enfrentarse a Estados Unidos, no deseaba el choque directo; por eso fue Japón, que poseía una de las flotas más poderosas del mundo, quien se encargó de ese teatro de operaciones. Y, en poco tiempo, se hizo dueño del Pacífico, isla tras isla, con plena cooperación de los ejércitos de tierra, mar y aire.
Fue una guerra cruel en un escenario de jungla, pantanos y cordilleras inaccesibles. Los hombres estaban rodeados de vegetación por todas partes; tuvieron que vadear ríos, atravesar fangos, el calor sofocante y la terrible humedad propiciaban las enfermedades de la malaria, disentería, tifus…
Desde el ataque japonés por sorpresa a la base norteamericana de Pearl Harbour en el diciembre anterior y a lo largo del año 1941, el ejército japonés ocupa Manila, Borneo, Nueva Guinea, Singapur, Timor, Java, etc.
A últimos de 1942 empezaron los norteamericanos la ofensiva. La resistencia japonesa y la jungla dificultaban el avance de las tropas de los Estados Unidos, y sólo en enero de 1944, junto con el ejército británico y contingentes chinos iniciarían la ofensiva definitiva, que acabó con la capitulación de Japón en 1945. Aquello también era la guerra mundial, aunque sus frentes quedasen tan lejos de los que nosotros estábamos soportando.
En diciembre de 1943 en la Conferencia de Teherán se trató la apertura del segundo frente, tan deseada por Stalin. África sería la plataforma para que, por primera vez, los Estados Unidos se encararan con Europa. Había que tener a las tropas americanas en condiciones de ayudar a las inglesas en su lucha y establecer bases de ayuda a los rusos. Desde allí iniciarían la acción contra Italia a través del Mediterráneo. Este país llevaba 21 años de régimen fascista, con Mussolini a la cabeza. La guerra en la península italiana ocasionó su suicidio, tanto en el campo político como militar.
De Túnez y Argelia se iniciaría el ataque al sur de Italia, que comprendía la isla de Sicilia y otros islotes, que se rindieron prácticamente sin lucha. El desembarco de las fuerzas aliadas en Nápoles, a mediados de  1943, se produjo asimismo casi sin resistencia.
El ejército francés había estado dividido en dos: los seguidores del general Giraud y los de De Gaulle y la pugna entre ellos duró hasta 1944. Fueron rivales en lo militar y en lo político, hasta que los dos dieron un gran paso hacia la unidad de la Patria y de dos ejércitos se formó uno único: el ejército francés.
Después de la derrota ante los nazis, las fuerzas de Giraud en las colonias francesas de África sirvieron de retaguardia para los ejércitos de De Gaulle. Después, los dos unidos, de retaguardia se convierten en vanguardia contra los invasores de la Patria y  junto con los ingleses y americanos iniciarían la larga y lenta marcha contra el enemigo común.
Desde el año 1941 había comenzado un nuevo estilo de diplomacia: las conferencias en la cumbre, que corresponden a las numerosas entrevistas entre Roosvelt y Churchill, Churchill y Stalin, Roosvelt, De Gaulle, Giraud y Churchill…. con sus correspondientes “comunicados”, que ocultaban a la opinión pública las cláusulas secretas políticas y militares.
Por otra parte, también Hitler y Mussolini, entre ellos, sostienen entrevistas al más alto nivel.
Cuatro divisiones alemanas llevaron el peso de la lucha a lo largo toda la península italiana.
El VIII ejército británico también fue una de las agrupaciones que allí desembarcaron, sin encontrar apenas resistencia, ya que los italianos no mostraron entusiasmo, ni moral, ni capacidad combativa. Bien es cierto que después, a medida que la línea del frente iba ascendiendo, la lucha se hacía más dura y llegaban los refuerzos alemanes. Pero a primeros de 1944, gracias a la gran ofensiva aliada, comienza el repliegue del ejército alemán en todo el frente italiano.
Por evitar aun más daños y mayor devastación del país, un nuevo jefe de gobierno italiano anuncia oficialmente la entrada de su país en la guerra, esta vez al lado de los aliados.
Capturado por un grupo de partisanos Mussolini fue fusilado y su cadáver, y el de sus colaboradores, fue colgado y expuesto en una plaza de Milán.
La guerra continúa hacia el norte y los alemanes se batían en lenta retirada. En septiembre Italia firma el armisticio y acata todas sus condiciones, noticia que recibe con gran estupor Berlín, sabiendo que aquél era un golpe mortal contra el fascismo y significaba el fin de Alemania y de Hitler.
La intervención militar más grande de la historia, más planificada y profundamente estudiada por los aliados en ayuda de Stalin y por medio del segundo frente, fue la liberación de Francia. Su operación cumbre y decisiva, el desembarco de Normandía.
Ese fue el momento en que la guerra contra Alemania, con el esfuerzo internacional por aniquilar el fascismo, se dividió en dos frentes realmente trascendentes: el del Este y el del Oeste, aunque con  intereses bastante opuestos. Más tarde, degeneraría en la históricamente famosa “Guerra Fría”, que después estuvo a punto de explotar y convertirse en la 3ª guerra mundial.
La hora H del día D, 6 de junio de 1944, fue el momento cumbre de la táctica militar angloamericana para el aniquilamiento total de Alemania. Plantearon la batalla decisiva en la región de Normandía-Bretaña para romper el cerco enemigo, perseguirlo sobre un ancho frente, llegar a la frontera alemana y amenazar el Ruhr. La operación fue también apoyada por las fuerzas que desembarcaron en el sur de Francia.
Las escuadrillas aliadas con 3.500 bombarderos y 4.500 cazas, cubrieron materialmente el cielo de Normandía, en colaboración con el desembarco; seis divisiones de infantería, acorazados, destructores, divisiones acorazadas, motorizadas, lanchas de desembarco…
El número de bajas no se supo nunca y tampoco el número de civiles indefensos que cayeron. Fue terrible y monstruoso, como todas las batallas, como todas las guerras…
La victoria se relata en muy poco tiempo si no se tienen en cuenta las dramáticas circunstancias de la lucha y la violencia. Porque además, los alemanes se resistían. Combatían contra un enemigo con un dominio absoluto del aire, contra una inmensa superioridad de las fuerzas aéreas aliadas, y tuvieron que ir cuestionándose poco a poco el poner término a la lucha. Rommel vaticinó a Hitler que sería imposible resistir, aunque la reacción fue terrible por parte de éste.
En el mes de agosto entran los aliados en París, apoyados por el movimiento de la “resistencia”, lucha patriótica interior.
En septiembre toman Bruselas, Amberes, Brest, parte de Noruega….
Al mismo tiempo Rumanía se rinde a Rusia, Finlandia firma el armisticio con ella y termina el levantamiento de Varsovia.
El giro, asimismo, que dio la guerra en Rusia en el verano de 1944 fue espectacular, sobre todo después de las victorias de Stalingrado y Kursk. El avance hacia el oeste era imparable en el frente y el ambiente eufórico en la retaguardia.
Nosotros jamás habíamos pasado tanta hambre como en Ufá y aquél fue el período más duro de la guerra para todos.
Así que ya en el otoño de 1943, Dolores Ibarruri y otros dirigentes comunistas se reúnen en Moscú con las autoridades administrativas y docentes para ver cómo se podría solucionar el problema de los niños repatriados.
La re-evacuación a Moscú requería un esfuerzo en las tareas burocráticas, ya que la documentación disponible nos impedía el acceso a la capital. Finalmente, gracias a las insistentes diligencias de nuestro encargado, Galán, ante las autoridades locales de Ufá y la jefatura administrativa de la Escuela Técnica, conseguimos el anhelado permiso para el regreso. Eso fue el puente para nuestra salvación moral y física, porque bastantes compañeros nuestros iban ya sucumbiendo a la fatalidad, perdiendo fuerzas y enfermando.
Algunos a esas alturas optaban por no levantarse de la cama y no acudir a clase; pero eso significaba también no tomarse el plato de mala sopa, que por lo menos estaba caliente, en el comedor colectivo. Eran los amigos los que los ayudaban a incorporarse y no dejarse morir.
El curso había comenzado en septiembre, pero a últimos de octubre, cuando nos comunicaron el éxito de las gestiones de nuestro pretendido regreso, sí que de verdad vimos el cielo abierto. Moscú se había convertido en una obsesión, en nuestro sueño. Yo no lo conocía, pero Angel que había residido allí en los mejores tiempos, me prometía enseñármelo todo, y pasear y disfrutar de sus calles y plazas.
Brilló una estrella en nuestro destino, se iluminó un camino y cogimos aquél tren que, creíamos, nos conduciría hacia la felicidad.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario