1955
Aquella graduación fue el triunfo de más categoría alcanzado en toda mi vida, aunque no me haya servido para mucho en la práctica. En España, por mi carácter indeciso y personalidad poco relevante, uno; por las condiciones políticamente adversas en que regresamos, otro; por el tiempo que estuvimos fuera y perdimos toda relación con las costumbres, el ambiente y el modo de pensar de los españoles, otro… No supe aprovechar los conocimientos que había recibido allí, desaproveché alguna ocasión que se me presentó y, cuando en aquella época cualquier niña con un bachillerato se dedicaba a dar clases particulares, yo me encerré en mis cuatro paredes, me dediqué a aprender a cocinar unas lentejas, a limpiar y freír unas bacaladas, a sacar brillo a la chapa de la cocina de carbón, a dar cera a los muebles de castaño, cuando al fin pudimos comprarlos…
Y menos mal que mis dos hijos y mi marido me ocupaban el tiempo que yo, entonces no me daba cuenta, desaprovechaba miserablemente.
Tantos estudios me han servido sólo para poseer un poco de cultura para mi satisfacción propia, porque nadie, incluso Ángel, han sabido apreciar mi sacrificio y el trabajo que me costó conseguirlo.
Volviendo al año 1955, cuando me gradué; tampoco entonces las cosas se presentaron muy derechas para mí.
Ya sabíamos de antemano que, al terminar, se distribuían los destinos por lista de puntuación; pero esa era la cuestión ¿Dónde me tocaría la plaza del destino de trabajo?
La Unión Soviética era inmensa, norte, sur, este, oeste…. Siberia, el Cáucaso, los Países Bálticos… Moscú, por supuesto, no estaba en la lista de vacantes, ni Leningrado, ni ninguna ciudad apetecible; sólo pueblos remotos, desconocidos y lejanos, donde como los programas escolares era únicos, centralizados, también se enseñaban los idiomas español, inglés, francés y alemán, que no los autóctonos de sus respectivas repúblicas.
Como dicen, no hay ley sin excepciones, pues resulta que a las licenciadas casadas y, sobre todo, con hijos no tenían derecho a desplazarnos y separarnos de nuestras familias. Así muchos rusos, ante la alternativa, se casaban en el 5º curso, aunque fuera sólo por convenio y sólo por interés. Ése no era mi caso, pero sí padecí el inconveniente general: te quedabas en Moscú, pero sin destino, buscándote el trabajo por tu cuenta, cosa difícil en general, e imposible en escuelas para la docencia. Yo no encontré nada que me convenciera, pero tampoco tuve que buscar mucho. Mi cuñada, Sima, era Jefe de Personal de una empresa de construcción de estaciones hidráulicas muy importante. Esta empresa tenía su archivo y su biblioteca técnica; pues bien, se necesitaba una persona en el departamento de literatura extranjera, casi exclusivamente inglesa, y Sima me admitió.
Claro que el material era todo técnico, pero con buenos diccionarios no tuve problemas. Debía registrar los ingresos, colocarlos en las estanterías y, cara al público, atender los pedidos de los ingenieros y peritos que se interesaban por algún artículo, libro o revista de su especialidad. Mensualmente, hacía una relación de los ingresos, me los fotocopiaban y los distribuía por los distintos departamentos, todo en inglés.
No ganaba mucho, poco más que estudiando; pero me gustaba el trabajo porque mis contactos eran gente muy culta, buenos ingenieros que viajaban al extranjero y se interesaban por España y todo lo relacionado con mi país. Española y, además, cuñada de Efimia Andreyevna (Sima), les caí tan bien que no me ocasionaban ninguna dificultad, más bien todo lo contrario, buena disposición y mucha amabilidad.
Otras españolas estudiaron alemán o francés, pero sólo mi compañera Begoña Sainz y yo recibimos el diploma de “Profesoras de los Idiomas Español e Inglés en los Centros de Enseñanza” de la Unión Soviética.
A ella, pobrecita, como era soltera, la destinaron a un pueblo remoto en la Cordillera del Cáucaso, en la República de Armenia, en lo alto de una montaña, en una casa y escuela sin agua ni luz y adonde no llegaban las cartas. Por casualidad, una vez vino de vacaciones a Moscú y se enteró de que se podía regresar a España; así que no volvió al pueblo ni siquiera para despedirse de sus alumnos.
Una vez en Bilbao, se casó, tuvo una hija y, aunque no hemos vuelto a vernos nunca más, mantenemos continuamente relación epistolar fieles las dos a nuestra sincera amistad de más de 56 años.
Fue mi buena compañera de pupitre, a la que en los momentos de apuro copiaba los ejercicios resueltos o pedía una última explicación sobre algún tema determinado que pudiera permitirme salir a flote cuando estaba a punto de ahogarme. Callada, discreta, inteligente, así era Bego.
Mis amigos Julio, Marina y Manolín, seguían en la Bretaña Francesa con su madre y sus hermanas, una ya casada con un francés. Nos escribíamos.
A Carmen Balboa, mi amiga entrañable, que por fin no fue ferroviaria sino “técnico en construcción de caminos y carreteras”, la destinaron a Tallin (Estonia). Realmente no se encontraba mal allí; era joven, trabajadora y dispuesta, pero al establecerse tan lejos de todos nosotros y sus hermanos, aprovechaba las vacaciones para volver, venir a vernos y traer regalos para mis hijos a los que llamaba sobrinos.
Nuestros amigos Valdés y Luisina tuvieron un niño, pero por no sé qué complicación al nacer quedó mal de una pierna y de un brazo, y, lo peor de todo, también sordomudo. Era listo, cariñoso, alegre, adoraba a todo el mundo; pero sobre todo a Amor, a quien quería como su segunda madre. Pero es que Amor se hacía querer. Ella derrochaba cariño y así lo recibía de vuelta con creces, sobre todo de los niños.
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