domingo, 23 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" del DOMINICAL de EL PAIS


El Suplemento Dominical de EL PAIS: EL PAIS SEMANAL, publicó en setiembre de 2001 un artículo de Luis Matías López, que a través de los relatos de unos entrevistados nos dieran la dimensión objetiva y despolitizada de las peripecias y vivencias de varios niños, que luego habrían de pasar a llamarse "niños de la guerra".
Durante la última contienda española, con motivo de las circunstancias bélicas y por diferentes circunstancias personales, muchos de estos niños hubieron de emigrar fuera de España acabando de una manera u otra en Rusia, antigua Unión Soviética.








sábado, 22 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" INTRODUCCION




LOS ÚLTIMOS NIÑOS DE LA GUERRA     

Por Luis Matías López. Fotografía de Carlos Serrano y Anatoli Markovkin.

 

Cerca de 30.000 niños salieron de España durante la guerra civil huyendo del hambre y el horror. Casi todos regresaron. Los 3.000 que enviaron a la URSS, no. Ya mayores, muchos han vuelto. Excepto 400 que aún viven allí. Éstas son las tristes historias de los niños del olvido.



“Quien dice que la ausencia causa olvido merece ser olvidado”. Estas palabras abren el Libro de la Memoria elaborado por el Centro Español de Moscú y del que se han editado sólo siete ejemplares, destinados a diversos archivos. Se trata de un homenaje a los 205 españoles (muchos de ellos “niños de la guerra”) que cayeron en el combate contra los alemanes durante la II Guerra Mundial, así como a los 211 niños que murieron de hambre y enfermedad en esa misma época y hasta 1950.

Alberto Fernández, presidente del centro, ubicado en la antigua sede del PCE, le entregó el pasado mayo un ejemplar a José María Aznar, con ocasión de la visita del presidente del Gobierno. Y aprovechó para pedirle una mejora de las pensiones, el pago de la atención médica y más vacaciones gratis a España. Ahora viajan cada tres o cuatro años, pero muchos “niños” ven ese lapso de tiempo como la frontera entre la vida y la muerte. La mayoría son septuagenarios, abuelos e incluso bisabuelos. Pero todos, tras 64 años en la antigua Unión Soviética, siguen llevando a España en las entrañas

Todos eran niños de verdad en 1937, cuando, atrapados por la guerra civil, con edades comprendidas entre los 2 y 15 años, fueron enviados por sus padres a la URSS para huir de las bombas o el hambre. Eran 2.996, la mayoría vascos y asturianos, el 10% de los 30.000 niños evacuados al extranjero. Casi todos regresaron al concluir la contienda. Los rusos no. Rehenes de Stalin y del PCE, temerosos de la represión franquista o la pobreza de la posguerra, empeñados en construirse una nueva vida, con sus señas de identidad amenazadas siguieron en la URSS. Alguno incluso probó las hieles del “archipiélago Gulag” de campos de concentración. Y todos sufrieron el horror de otra guerra, contra Alemania, más terrible aún que aquella de la que huyeron.

Su destino fue el del pueblo soviético, con algunas singularidades: disfrutaron de ciertos privilegios, como escaparate que eran del “humanitarismo comunista” (el 25% cursó estudios superiores); tuvieron el alma partida entre la añoranza y el desarraigo; conservaron un estrecho y a veces endogámico contacto, aunque se casaran con rusos de pura cepa, y siempre soñaron con volver.

De una u otra forma, la mayoría lo logró. Hoy, sólo nos 400 quedan en Rusia y la antigua URSS, 300 de ellos en Moscú. Unas decenas viven en Cuba

El retorno, sobre todo a finales de los cincuenta, fue duro. El tiempo trocó a veces en indiferencia el cariño entre padres e hijos, entre hermanos y hermanos. La adaptación emotiva y profesional fue difícil. No se ataban entonces en España los perros con longaniza Era difícil encontrar trabajo adaptado a su formación y experiencia. El ambiente, en pleno franquismo, resultaba opresivo, y hacía añorar en ocasiones la “gran patria socialista” dejada atrás. La policía política buscaba espías y comunistas, vigilaba constantemente e intentaba arrancar supuestos secretos militares soviéticos.

Hubo quienes emprendieron de nuevo el camino del exilio, hacia la misma URSS que les había acogido de niños.

El director de cine Jaime Camino tiene tres primos “niños de la guerra”. Uno fue chófer del general que probablemente firmó la sentencia de muerte de su padre fusilado en 1939. El reencuentro con ellos le animó a realizar un largometraje documental, que se estrenará en otoño y con el que persigue atrapar la memoria antes de que se muera. Lo mismo hizo para “La Vieja Memoria”. En 1997 entrevistó a 21 protagonistas de la guerra civil Hace cuatro años quiso invitarles a la reposición. Sólo vivía uno: José Luis de Villalonga.

Si hay alguien que se parte el pecho por los niños es Dolores Cabra, secretaria general de la Asociación Archivo Guerra y Exilio. Lo mismo promociona la creación del Archivo General de la Guerra Civil, que lucha por mejorar las condiciones de vida de los niños, que ayuda a proyectos como el de Jaime Camino, que lucha por que se haga realidad un monumento en Moscú a los caídos españoles en la “gran guerra patria” (como se conoce a la II Guerra Mundial) o que organiza giras por España para dar a conocer la peripecia humana de este singular colectivo.

Cada “niño” es una historia viva. El relato en primera persona de algunas de sus experiencias pretende tan solo ayudar a comprender su gloria y su tragedia.


 

Los últimos "Niños de la Guerra" Carmen López Landa






Carmen López Landa

Carmen, de 70 años, nació en Madrid. Salió de España en julio de 1938, y de la URSS, con destino a México, un año después. Regresó en 1960, y definitivamente en 1970.



Esta sobrina nieta de Ángel Ganivet y sobrina del educador Rubén Landa, alumna que fue de la Institución Libre de Enseñanza, se considera una privilegiada cuando compara su destino con el de otros “niños de la guerra”. Pero su vida ha estado marcada por la tragedia.
 
Su madre, que se quedó en España tras la guerra civil para reorganizar el partido comunista, fue detenida el 4 de abril de 1939 y se suicidó en 1942 en la cárcel de Mallorca, donde cumplía una condena de 30 años, tras serle conmutada la pena capital. Su padre hizo otro tanto en 1961. Su marido y una de sus hijas, embarazada, murieron en 1974 en un accidente de automóvil. Su otra hija falleció en 1996 por suicidio o sobredosis de heroína. Sólo le vive un hijo.
 
Pese a todo, Carmen conserva el sentido del humor y es capaz de hablar –con ternura o ironía, según los casos– de su largo exilio en México, Inglaterra y Checoslovaquia, de sus detenciones e interrogatorios por la policía franquista, de su militancia comunista, de su distanciamiento del partido y de una infancia perdida en los recovecos de la memoria. Así cuenta lo que no recuerda, pero que ha llegado a imaginar o averiguar, de su salida de España y su estancia en la URSS:
 
“Al estallar la guerra, mi padre se fue al frente, donde combatió y formó parte del llamado Batallón del Talento, formado básicamente por intelectuales. Parece que colaboró con el equipo de cartelistas de Renau. Incluso hay un cartel en el que se reproduce una foto mía. Mi madre se integró enseguida en funciones dirigentes del Socorro Rojo. Y a mí, a quien la sublevación me sorprendió en Galicia de vacaciones, me llevaron a Francia para volver a entrar a España en la zona republicana. Viví separada de ellos, sin ver a mi padre y sólo ocasionalmente a mi madre. Me tocó vivir en diversas colonias de niños, de las que sólo tengo constancia de una en Ribagordo de Júcar y de otra en Barcelona. Conservo algunas fotos de entonces en las que aparezco con una mirada triste”.
 
“No recuerdo casi nada de esa época. Es terrible. Durante dos años, cuando tenía entre cinco y siete, estuve sometida a un continuo trasiego, como un paquete de correos, de aquí para allá. Ni siquiera con ayuda de la familia he podido atar todos los cabos. En 1938 me envían a la URSS. No sé cómo ni por qué se tomó la decisión. Supongo que sería porque las cosas se ponían feas y porque allí tenía ya familia. También ignoro la ruta que seguí, si viajé por tierra o por mar, o a qué ciudad llegué. Parece que, antes de recalar en Moscú, pasé por Kaluga. Tengo la vaga impresión (aunque quién sabe dónde empieza la fantasía) de que estuve en el balneario de Artek, en Crimea. Alguien me dijo una vez que había arribado por el puerto de Leningrado”.
 
“Ni siquiera me acuerdo de mi estancia en Moscú, aunque sé que pasé varios meses en el hospital, una vez con sarampión y otra como portadora de la difteria. Y sé que estuve en la casa de niños de la calle Pirogovskaya gracias al libro de memorias de José Fernández Mi infancia en Moscú. En él habla de un profesor de gimnasia llamado Isa. Comprendí que fue en su honor por lo que llamé así al oso blanco de tela que me regalaron mis tíos cuando cumplí ocho años, que me llevé a México y que es casi mi único eslabón con la memoria perdida de mi infancia”.



 



 

viernes, 21 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Francisco Mansilla






Francisco Mansilla Camarés
 
Francisco, de 74 años, economista agrícola, nació en Madrid. Salió de España el 23 de marzo de 1937. Regresó por primera vez en 1972. Vive en Moscú.
 
Junto a su mujer rusa, está dispuesto a volver a España en cuanto se le conceda un piso social. En su opinión, los “niños de la guerra” fueron rehenes, no sólo de Stalin, sino también del PCE, que, por motivos partidistas, impidió su regreso.

Éste es su relato de por qué salió de España y de cómo llegó a la Unión Soviética.
 
“No me enviaron a la URSS para huir de la guerra, sino de la miseria. Nací al ladito mismo del Rastro (Madrid), y allí viví con mis padres y mis cuatro hermanos hasta 1931 o 1932, cuando mi padre, contable en el Banco Hispano Americano, perdió su empleo. Tuvo que trabajar en lo que le salía, con salarios de miseria, y nos mudamos a la Ronda de Segovia, el fin del mundo por entonces”.
 
“Al estallar la guerra, mi padre se fue al frente y en casa no había de donde darnos a todos de comer, así que nos llevaron a los cinco hermanos a una institución del Gobierno para ver si podían ocuparse de alguno. Me eligieron a mí porque era el más débil. Con 10 años, apenas si pesaba 20 kilos, y además me detectaron un soplo en el corazón”.
 
“Me llevaron a un chalet de Puerta de Hierro requisado por el Gobierno. Vivíamos como príncipes. Allí comí el primer filete en varios años y me puse mi primer pijama. Cuando las tropas de Franco se acercaban a la ciudad, Puerta de Hierro se encontró en la línea del frente, y nos evacuaron de urgencia a Palma de Gandía, en Valencia, a otro chalet requisado, sin tiempo siquiera de avisar a nuestros padres.
 
“Tras desembarcar en Yalta, nos llevaron al campo de pioneros de Artek, el mejor de toda la URSS, en edificios donde antaño veraneaba la familia del zar. Nunca he vivido tan bien. Fueron unas largas vacaciones que duraron hasta finales de agosto, cuando nos trasladaron a Moscú, a la casa de niños número 7 de la calle Pirogovskaya. Era un centro espléndido al que fueron a parar hijos de dirigentes comunistas.
 
Pero lo peor, la guerra, estaba por llegar”.
 
“Un día se presentó un ruso con un traductor y preguntó que quién quería irse a la URSS. Yo levanté el brazo. Mandaron un telegrama a mis padres y ellos autorizaron mi partida. En marzo, el barco Cabo de Palos salía de Valencia con 70 niños de diversa procedencia y ponía rumbo a Odesa, en el mar Negro. Desde allí, sin ni siquiera poner pie en tierra, proseguimos viaje a Yalta, en la península de Crimea”.
 
“El viaje fue agradable. Camarotes para dos, tres o cuatro niños. Buena comida. Buena atención. Buen ambiente. Duró 10 días. Nadie nos atacó. El tiempo fue aceptable. Un coronel tanquista ruso se empeñó en adoptarme. Durante la travesía me daba comida y golosinas. Al hacer escala en Odesa, su mujer subió al barco y noté que también le gustaba. Más tarde, ya en Moscú, fueron a la casa de acogida e insistieron en adoptarme, pero me negué. No quería separarme de los niños. Lejos de España, ellos eran mi única familia.






 

jueves, 20 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" José Fernández Sánchez



 
 

José Fernández Sánchez

José, de 76 años, profesor, bibliotecario y traductor, nació en Ablaña (Asturias). Salió de España el 23 de septiembre de 1937. No regresó hasta 1971. Vive en Madrid.
 

Hijo de un minero socialista que murió en el frente. Vive en Madrid con su esposa rusa, Galina. Su hermano menor y compañero de aventura, Joaquín, murió en Rusia. José merece capítulo aparte, siquiera porque a su pluma se debe una trilogía sobre los niños de alta calidad literaria y documental. Su lectura es obligada.
 
Sufrió en carne viva el espanto de una guerra en España (como niño) y otra en la URSS (como adolescente), pasó por toda suerte de penalidades y se forjó una nueva vida, que incluyó tres años en Cuba como intérprete de los asesores soviéticos. Durante 34 años no dejó de pensar ni un minuto en volver a su país, que él define como “operación sin anestesia”. Terminó abriéndose camino como bibliógrafo en la Biblioteca Nacional, profesor de Culturas Eslavas en la Universidad Autónoma de Madrid y traductor de Gógol, Turguénev, Tolstói y Bábel. Con gran lucidez, aunque con dificultades de dicción tras sufrir un derrame cerebral, habla de un tema muy delicado: las relaciones de los niños con el Partido Comunista de España (PCE).
 
“Como la mayoría de los niños, en 1960 ingresé en el PCE. Era lo natural. Recién llegados a la URSS, entonábamos canciones como ésta: ‘¿Qué canta en la mañana / esa rueda infantil? / Cantan los niños de España / a la gloria de Lenin’. El PCE nos ayudaba a resolver problemas de vivienda y educación, pero nos perjudicaba al asumir la idea de que éramos símbolos de la lucha contra el fascismo que tenían que librar la batalla final contra Franco. Eso impidió nuestro retorno a España”.
 
“Se puede decir que fuimos rehenes del PCE y que éste, a su vez, lo fue de Stalin y del PCUS. Dolores Ibárruri, un mito en la URSS, nos seguía muy de cerca, con la idea de forjar revolucionarios y evitar que nos convirtiésemos en niños bien. Se podía hacer cualquier cosa con nosotros. Éramos territorio virgen. Dolores visitaba las casas de acogida y criticaba cualquier detalle que le pareciera burgués
 
Una vez descubrió a una chica que se había pintado las uñas. ‘Éstas no son las manos de la hija de un proletario’, dijo. Durante la guerra, un grupo de niños le escribió una carta pidiendo mejores condiciones materiales y respondió: ‘Tenéis que pensar menos en los macarrones y la mantequilla, y más en la revolución proletaria’. Pero ¿cómo no íbamos a soñar con macarrones si hacía siglos que no los veíamos ni en pintura?”.
 
“Siempre quise volver a España, pero lo que terminó de decidirme fue el temor de vuelta al estalinismo que experimenté en los sesenta, cuando trabajaba en Radio Moscú. Tras la expulsión de Nikita Jruschov del poder, en 1964, el partido comunista soviético pidió a Dolores un artículo para publicar en Pravda. Yo vi en qué quedó tras la censura del Comité Central: un puñado de folios lleno de tachaduras. Por esas y otras cosas, en 1971, con 46 años, me dije: ‘Aún estoy a tiempo de rehacer mi vida en España. Ahora o nunca’. Y me fui de la URSS. Jamás me arrepentí”.

 


 



 

miércoles, 19 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Celso López García y María Díez Solaz



Celso López García y María Luisa Díez Solaz

Celso, de 75 años, ingeniero textil, nació en Gijón. María Luisa, de 76 años, médica, nació en Sestao (Vizcaya). Ambos salieron de España el 23 de septiembre de 1937.



Se casaron en Moscú en 1947. Viven en Noguinsk, a unos cincuenta kilómetros de la capital rusa. La familia de María Luisa era comunista. Su padre fue ejecutado tras caer Bilbao en manos de Franco. Hija única, la enviaron “por seis meses” a la URSS, pero, como Celso, no regresó hasta 46 años después. La madre de Celso tuvo 19 hijos. Sólo vivían cinco cuando él nació. Todos fueron comunistas, incluso él, más por tradición que por ideología. Toda su familia sufrió las hieles del exilio. Ambos soportaron la primera fase del sitio de Leningrado y protagonizaron una épica huida al sur. Éstos son sus recuerdos de aquella epopeya:
 
“Al sitiar los alemanes Leningrado, en noviembre de 1941, unos 200 niños de la guerra pasamos a vivir en el número 8 de la calle Tverskaya. Para cuando Pasionaria logró que se nos prohibiera ir al frente, unos 150 luchaban ya como voluntarios. Muchos murieron. La casa era como un hospital en el que se atendía a españoles enfermos, por el hambre y las privaciones, tuberculosis, avitaminosis o disentería”.
 
“La ciudad era un cementerio. Había quien arrastraba el cadáver de un ser querido y, vencido por el agotamiento, caía y no se volvía a levantar. Pasábamos un hambre atroz. La ración era ínfima. La base eran 125 gramos de una mezcla de harina y pasta de celulosa. Se hacía sopa con un kilo de guisantes para 200. En cada plato caían dos o tres guisantes. Los españoles éramos, pese a todo, unos privilegiados: nos daban cinco gramos de mantequilla al día y, a veces, un poco de leche de soja”.
 
“No había alcantarillado, y teníamos que acarrear el agua desde el helado río Nevá. Por el día bombardeaba la artillería alemana. Por la noche, la aviación. Pero el hambre mató mucho más que las bombas”.
 
“El 19 de marzo de 1942 nos evacuaron a través del lago Ládoga, totalmente congelado. Viajamos más de un mes hacia el sur en tren, pasando por Stalingrado antes de la gran batalla, hacinados en vagones de mercancías, hasta llegar a Krasnodar”.
 
Los alemanes nos pisaban los talones y, ya en agosto, tuvimos que huir hacia Georgia, a través de las montañas del Cáucaso, a más de 3.000 metros de altura, entre nieves perpetuas. Junto con nosotros se retiraba una división soviética, y los nazis lanzaban paracaidistas y nos ametrallaban desde las alturas. Había heridos, como dos chicas españolas a las que transportábamos en camilla porque habían perdido los pies arrolladas por el tren. Sobrevivieron”.
“Un día, en medio de una intensa lluvia, los paracaidistas cayeron a pocos metros. Echamos a correr, pero hicieron prisioneros a unos 40 niños. Lo que es la vida; tuvieron suerte. Los enviaron a España. A nosotros nos tocó esperar aún 40 años”.
 
“Por fin llegamos a Sujumi, en el mar Negro, y luego a Tbilisi, capital de Georgia. Algunos volvieron a estudiar. Otros trabajaron en las fábricas. Lo peor había pasado. Empezamos a salir juntos en 1944, en Tbilisi. Nos casamos en 1947, ya en Moscú. Tenemos una hija de 53 años casada con un ruso, tres nietos y dos bisnietos”.
 
“Siempre hemos querido vivir en España, pero primero las autoridades soviéticas y después las circunstancias nos lo han impedido. Aún confiamos en lograrlo. Ni un solo minuto, en todos estos años, hemos dejado de sentirnos españoles”.









martes, 18 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Luisa Bernaldo de Quirós Martín






Luisa Bernaldo de Quirós Martín

Luisa, de 75 años, técnica constructora, nació en Madrid. Dejó España desde Valencia el 23 de marzo de 1937. Actualmente vive en Moscú.

 
Luisa emprendió el camino del exilio con tres hermanos, pensando que se iba de vacaciones “para tres meses”. Aún recuerda con cariño su primera casa de acogida, en la calle moscovita de Pirogovskaya, y que compartía pupitre en el colegio con Amaya, hija de Dolores Ibárruri. Y evoca su peripecia durante la II Guerra Mundial, que comenzó con el traslado a una casa de Taganka, también en Moscú; prosiguió con un accidentado viaje en tren hacia Léninsk, cerca de Stalingrado; incluyó una escala en esta ciudad poco antes de la mayor batalla de la historia y se cerró de nuevo en Moscú, tras pasar por Ufá, capital de Bashkiria.
 
Luisa se casó con un oficial que nunca le dijo que trabajaba para los órganos de seguridad, con el que se trasladó a Riga y Kaliningrado (en el Báltico), Frunze (Kirguizistán, hoy rebautizada como Bishkek), Jabárovsk (Extremo Oriente) y Poltavo (Ucrania), antes de regresar a Moscú. Tuvo dos hijas, que se casaron con rusos y que hoy ya no hablan español, al igual que sus dos nietas. Siempre se sintió “como una extranjera” en Rusia.
 
En 1993 hizo realidad su anhelo de volver a España para quedarse. Pero su ilusión se truncó. Así explica ella misma por qué retornó del retorno:
 
“En marzo de 1993 me llegó una carta de la Embajada en la que me anunciaban que me habían concedido una vivienda de promoción social en Madrid. Al llegar allí, sin embargo, me encontré con que era falso. La asistenta social me prometió que el primer piso libre del Ivima sería para mí. Mientras, me tuve que ir a vivir con mi madre. Al final me dieron una casita en la zona de Arturo Soria, cerca de donde vivía José María Aznar. Cuando le pusieron la bomba, casi se hunde”.
 
“Pagaba 2.000 pesetas de alquiler y cobraba unas 40.000 de pensión. Me las arreglaba bastante bien. Y así viví tres años. Mis hijas vinieron a visitarme. Mi marido, ya muy enfermo, se reunió por fin conmigo, y murió en Madrid”.
 
“Un día, al pasar a la casa, noté que había entrado alguien y manipulado la caldera del gas. Otro día llegaron unos obreros para revisar la instalación de gas. Cuando luego encendí el fuego, ¡pum!, se produjo una explosión. No me pasó nada de milagro. En cuanto salía, me entraban en la casa, rompían algo, se llevaban objetos sin importancia y me destrozaban los nervios. Alguien quería echarnos a quienes vivíamos en pisos de renta baja de esa zona, posiblemente para especular. A una vecina mía, hija de un policía, la habían sacado de quicio. Se volvió medio loca. Y yo pensé: ‘No dejaré que me ocurra lo mismo”.
 
“En la Embajada española en Moscú dijeron que no podían hacer nada para ayudarme. Entonces fui al Ayuntamiento, dije que no podía pagar la vivienda y pedí plaza en una residencia. Finalmente me la dieron en una de la Cruz Roja. Pero no me adapté. Ése no era el ambiente en el que yo quería vivir mis últimos años”
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 “Así que en 2000 volví a Rusia. En España tengo siete hermanos, incluidos los tres que fueron conmigo a Rusia, pero ninguno me ofreció quedarme. No sé qué pasó, pero empezamos a dividirnos. Desde que volví, no he tenido noticias suyas. Ni siquiera sé si están vivos o muertos. Al menos en Moscú tengo a mis hijas y nietas. Todavía no cobro ni un céntimo de España, ni siquiera las 20.000 pesetas que reciben los otros ‘niños de la guerra’, y eso que hace casi un año que regresé. Sobrevivo con una pensión de 1.075 rublos (unas 7.000 pesetas)”.

 



 

 

domingo, 16 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Conchita Ruiz Toribios







Conchita Ruiz Toribios
Conchita, de 74 años, ingeniera de puentes y túneles. Nacida en Gijón, donde hoy vive, aunque a caballo con La Habana. Salió de España el 23 de septiembre de 1937.



El padre de Conchita, un guardagujas de Renfe afiliado a la UGT, envió a la URSS a cuatro de sus seis hijas para salvarlas del horror de la guerra. Tres de ellas (Conchita, Angelines y Araceli) eran las más pequeñas. La otra, Águeda, la mayor, ya con 23 años, viajó como cuidadora y se esforzó por mantenerlas unidas. No siempre lo logró. Sobre todo durante la II Guerra Mundial, cuando pasaron las de Caín. Luego se fueron abriendo camino y, una a una, regresaron a España. Finalmente se han podido reunir de nuevo en Gijón.
Sólo Conchita, casada con el también “niño de la guerra” Pedro de Aguirregaviria (tío del jugador de baloncesto José Biriukov), retrasó el retorno. Cuba y la revolución, Fidel Castro y el Che Guevara se cruzaron en su camino. En Cuba murió su marido, en 1997. Su hija Liudmila, especialista en medicina interna, ha rehecho su vida en Angola. Así evoca Conchita su experiencia en Cuba:
“Poco después de triunfar la revolución de Fidel Castro, éste pidió a Enrique Líster, en el más estricto secreto, el envío de técnicos españoles. Éramos 24 quienes formábamos aquella primera y singular expedición, la mayoría matrimonios de ‘niños de la guerra’. El 31 de junio de 1961 llegamos a la isla tras pasar por Praga, donde nos dieron documentación e identidades falsas, como si fuésemos turistas cubanos. Tan secreta era la operación (aún no se sabía si la revolución era verde o roja) que nadie nos esperaba en el aeropuerto de La Habana y, al principio, no sabían qué hacer con nosotros”.
“El Che Guevara, por entonces ministro de Industria, se enteró de nuestra presencia, nos acomodó en el hotel Nacional y nos dio trabajo como ingenieros y economistas. Éramos una avanzadilla. Sólo a finales de 1961 empezaron a llegar los asesores militares soviéticos, y con ellos más españoles como intérpretes. Nosotros éramos de plantilla cubana. Al año siguiente, Dolores Ibárruri nos mandó un mensaje: ‘Todo por Cuba, hasta la muerte’. Nos metimos hasta el fondo en apoyo de la revolución, no sólo con nuestro trabajo como técnicos, sino también en la zafra, en la alfabetización y como activistas comunistas. Había que mantener viva la llama”.

“Desarrollamos la sección cubana del PCE, en contacto estrecho con Dolores, que, por ejemplo, celebró su cumpleaños en 1964 con Fidel, su hermano Raúl y el Che. Yo era secretaria de finanzas de la sección del partido, y mi marido era el segundo secretario. Nos llamaban hispanosoviéticos, pero nosotros no dejamos nunca de sentirnos totalmente españoles”.
“Esa época dorada y romántica duró hasta 1970, cuando la famosa zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, que se quedó en menos de ocho. Fue un tiempo de entusiasmo y entrega total. Éramos buenos comunistas, de los que hay pocos, igual que hay pocos cristianos auténticos. Y Castro era, es todavía, un ser extraordinario, con una capacidad de convicción sin igual. Es capaz de decirte que esto es negro aunque tú lo veas blanco, pero te lo explica y terminas diciéndote: ‘Ahora que me fijo mejor, sí que parece que es un poco negro”.
“Se hicieron cosas estupendas. Todavía hoy, pese a las dificultades, no se ven pedigüeños ni andrajosos en Cuba, nadie pasa hambre, y la medicina y la educación son gratuitas. Lástima que el ser humano termine jorobándolo todo, que se acabase con el pequeño negocio individual, que no se cuidase a los especialistas y se les forzara a marcharse, que se pusiera en puestos de confianza no a los más capaces, sino a los más leales políticamente. El socialismo, en realidad, no ha fracasado como teoría y sistema. Fracasó y degeneró en miseria lo que se implantó a la fuerza”.