Estefanía y Cerezo, mi mamá y su compañero, seguían en Eupatoria, pero comenzaban a tener problemas y realmente no encontraban a quien acudir más que a nosotros. Se estaban haciendo mayores, aunque ahora 50 ó 60 años no nos parezcan muchos. Ella quería dejar de trabajar, estaba cansada de pelear con viejos en aquella residencia y él estaba quedando ciego de glaucoma. Por un ojo ya no veía nada y estaba perdiendo el otro. Los especialistas le dijeron que sólo en Moscú podían salvarle algo de vista operándolo en un Instituto de la capital, reconocido internacionalmente, y famoso por sus investigaciones sobre enfermedades de los ojos (cuyo nombre no recuerdo).
El ya había hecho sus gestiones para el ingreso en el prestigioso hospital, pero la respuesta obtenida fue que, debido a la inmensa demanda de enfermos, sólo podían atender a los residentes empadronados en Moscú.
El problema de empadronamiento en la capital era una dificultad surgida hacía ya varios años cuando, después de la guerra, en Moscú se daban las condiciones más favorables para vivir y trabajar, y donde el abastecimiento estaba más organizado. El éxodo en aquel tiempo fue tan multitudinario que colapsó la vida de la capital en un par de años. Tuvieron que tomar medidas severas para evitar tal afluencia de gente. Había trabajo suficiente, pero no viviendas, así que no te empadronaban si no cumplías ambos requisitos, si no tenías trabajo y vivienda, y nadie te daba trabajo si no estabas empadronado. La pescadilla se mordía la cola y esa nueva preocupación, sin esperarla, se nos echó encima.
Mi mamá se planteó venirse los dos a vivir a nuestra casa, pensando que aquella habitación de 24 m2 que habíamos conseguido era suficiente para vivir las seis personas, ellos dos, nosotros y nuestros niños.
Teníamos voluntad por ayudarles, sobre todo considerando que de nuestra decisión dependía la ceguera total de Cerezo. Realmente se llamaba Manuel, pero todos lo tratábamos por el apellido. Queríamos ayudarles y casi nos sentíamos obligados, pues constaba, hasta cierto punto, que eran nuestros padres. Pero cuando fuimos a exponer la necesidad de acoger a nuestros viejos por enfermedad surgió otro impedimento: la habitación no disponía de los suficientes metros cuadrados obligados por la ley para albergar a tantas personas. Era imposible.
Ahí aprovechamos de nuevo nuestro sentido de preferencia por ser españoles, cosa que alegábamos en cada oportunidad para conseguir lo imposible. Como ya no me quedaba nadie más a quien acudir, le envié una carta exponiéndole nuestro caso a la Ministra de Asuntos Sociales, antigua dirigente comunista y famosa miembro del “Politburó”, Katherina Furtseva.
No sé cómo le lloré ni le rogué, pero la respuesta, saltándose la ley, fue tajante: por orden de los órganos superiores del Gobierno y el Ministerio, empadronar inmediatamente a dichos ciudadanos en el apartamento solicitado. Así se hizo y, también rápidamente, se nos presentaron en casa los dos nuevos residentes, con su par de maletas llenas de esperanzas, exigencias, reproches, incomodidades, incomprensiones y al final, disgustos para todos.
Es cierto que tardamos poco en arreglar los documentos necesarios y, con ellos en orden, hospitalizaron a Cerezo en un centro de tal magnitud e importancia a nivel internacional, que todavía es el día de hoy que lo oigo nombrar por sus éxitos en la investigación de enfermedades oculares, adonde van a operarse gente de todos los países y que goza de prestigio mundial.
Un ojo lo tenía perdido, pero en el otro recuperó tanta vista como para escribirnos cartas a España cuando vinimos. Finalmente murió allí hacia el año 1960.
La convivencia con mis padres me trastornó mucho la vida, me añadió preocupaciones y no tanto por culpa de él, sino de ella. Estefanía era una mujer muy violenta, protestona y muy amiga de reñir. Sobre ese particular ya recordaba yo algo de nuestra etapa en Alicante. Como nunca tuvo hijos, no sabía cómo tratarlos ni quererlos. Era y se veía mayor, con lo que quería mangonearnos a mi vecina Mari y a mí, de tal forma, que ésta se rebeló, aunque yo tuviera que aguantarla como hija. Con Ángel tampoco congenió y rompieron definitivamente las relaciones un día que cuando llegamos a casa, encontramos a Gelito con un labio todo hinchado por un “tortazo” que ella le había propinado. Eso colmó el vaso.
Dormíamos nosotros en una cama ancha de hierro forjado, los viejos en un sofá-cama de matrimonio y los niños en otra camita de madera que compramos y que luego nos traeríamos a España y en la que durmieron primero ellos y luego durante muchos años, la abuela María.
La incomodidad en aquellas condiciones era evidente, menos mal que se nos avecinaban nuevos cambios y muy favorables, por cierto.
No quiero abusar del malsano interés por perpetuar las afrentas, mejor recordar lo agradable, lo que nos hizo felices y causó alegría en su momento. Así, en aquel tiempo se cumplió la ilusión con la que yo había soñado tantas veces, volver a ver a mi papá Antonio.
Un día me llamaron al “Centro” y me dijeron que Guardiola venía a Moscú con una delegación del Partido Comunista de visita a la Unión Soviética y a vernos, a sus hijos y a sus nietos. Como es natural, se hospedaría en el hotel, y a mí me invitaron oficialmente a recibirlos en el aeropuerto.
Hacía mucho que no había sentido una alegría tan grande. ¡Cómo me encontrará, qué le parecerá Ángel y, sobre todo, cómo se lo podré decir a Estefanía…!
Ella permanentemente me machacaba con expresiones que me herían; me acusaba de no quererla como una verdadera hija, me reprochaba el hecho de seguir relacionándome con él, después de todo el daño que le había causado. Me recriminaba, y eso era lo que más me dolía, por no haberse podido marchar de la Unión Soviética con su entonces marido en 1939, ya que no podían exponerme personalmente llevándome con ellos; y de este modo, yo resultaba culpable de su separación y de todas sus desdichas posteriores. No se le podían tener en cuenta tales manifestaciones porque era una mujer que había sufrido mucho, que se había encontrado sola y abandonada en un ambiente tan hostil, en plena guerra y tan alejada de sus seres queridos en Jumilla.
En aquel periodo se le habían muerto varios hermanos y la madre, pero conseguimos entre las dos reanudar las relaciones con la familia que quedaba a través de su primo Albert, el de Argel, el que me sacaba a mí las fotos en Alicante para que se las mandara a mi mamá en Asturias. Sus hermanas la animaban a que no sucumbiera, a que tuviera esperanzas de volver y abrazarse y le comunicaban que, como en los pueblos se sabe todo, ellas habían roto ya definitivamente las relaciones con la familia de su exmarido; total, con la tía Juana, su esposo y sus hijos.
En el aeropuerto de Moscú tuvo lugar el emocionante encuentro después de tantos años. No sé cómo me vería él, pero a mí me pareció tan guapo y elegante, tan apuesto e importante como me lo figuraba, pero mucho más pequeño, más bajito y delgado, como si hubiera menguado; se ve que mi propia fantasía me lo había engrandecido en todos los sentidos. Yo lo seguía admirando a pesar de todo…
Y cuando llegué a casa la bronca estaba servida. El me había dicho que no tenía ningún inconveniente en venir a verla, hablar… Pero yo, conociéndola a ella y su manera de pensar, sabía que aquello era simplemente imposible.
La visita turística de su delegación iba a ser por Moscú y Leningrado, y Ángel y yo estábamos invitados a acompañarles, pero por el cuidado de los niños, yo me tuve que quedar. El abuelo sólo llegó a conocer a Pachito porque Gelito era muy pequeño y estaba en la guardería. Ángel se pasó unos diez días acompañándolos en el hotel y en el viaje, visitando el Kremlin por dentro, todos los monumentos importantes y sobre todo, las notoriedades de la ciudad imperial más bella e importante entonces, Leningrado, ahora San Petersburgo, que ni él ni yo conocíamos.
Nos habló mucho de su compañera Milka y de sus hijas Ana y Elita, muy estudiosas y buenas chicas, pero a las que veía en muy pocas ocasiones porque su trabajo así lo requería. Algo nos dijo sin muchas explicaciones, sobre que había entrado varias veces en España participando en la clandestinidad en algún acto y que en varias ocasiones estuvo a punto de que lo prendieran.
Previo a la visita de Moscú, había asistido en Praga al Congreso del Partido Comunista de España en calidad de miembro de su Comité Central. En dicho Congreso ya se habían vislumbrado las primeras críticas hacia el Partido de la Unión Soviética (PCUS) y Stalin; por eso, entre los mismos históricos camaradas de siempre también surgieron paralelamente desavenencias políticas en el PCE que llevaron a la posterior ruptura y expulsión de algunos destacados miembros muy competentes y que, a la larga se demostró, no estaban tan descaminados en su línea política.
Lo que sí nos hizo saber Guardiola fue que había aparecido en el seno del PCE alguna corriente filosófica con orígenes distintos al marxismo y que en la sociedad española tenía lugar un profundo proceso de oposición hacia el régimen franquista en todos los sectores, en las universidades, entre los intelectuales, incluso en los militares. Los distintos partidos en el exilio habían llegado a la conclusión de que debían unir sus esfuerzos, formar un frente común de reconciliación nacional con la oposición interior y sólo así, Franco podría ser desbancado. La lucha clandestina le estaba royendo las entrañas; se fortalecía el brote de oposición en el interior de país y se producía un distanciamiento de las tesis del franquismo por personalidades importantes del sistema. Germinaba por todo ello un cambio de política por parte del partido comunista ante los nuevos fenómenos surgidos en el interior.
Dadas las circunstancias, mi padre nos dijo que si se nos presentaba la ocasión del regreso a España, ni lo dudáramos siquiera. Nada teníamos que temer porque de nada nos podría acusar Franco, no habíamos cometido ningún delito político al haber salido como niños evacuados, que no escogieron su destino. Este consejo nos iba a servir de orientación en un futuro no muy lejano. Lo tuvimos en cuenta cuando llegó la hora.
Por si acaso, empezamos a tantear a nuestras familias para saber si estarían dispuestos y en condiciones de echarnos una mano si se presentase la ocasión de una amnistía. Por supuesto la respuesta no se hizo esperar y tanto mi madre, en Alcoy, que vivía con Jesús, como mi suegra en Moreda, que tenía a Celso, nos ofrecieron cobijo en sus casas y sustento para nosotros y nuestros hijos. Las dos habían soñado muchos años con poder abrazarnos y no podían ni creer que tal alegría las pudiera embargar algún día. Significaría para ellas la culminación del mayor deseo de sus penosas y amargadas vidas, no podían hacerse a la idea ni creerse que la felicidad se acordara de ellas, sobre todo después de mantenerlas tantos años llorando sus respectivas amarguras.
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