1956
Con buenas referencias personales expedidas por los sindicatos en el trabajo, con tesón e insistencia, decisión y perseverancia, consiguió Ángel primero la promesa y después la confirmación de que le sería asignado un apartamento en un edificio de doce plantas que se iba a construir bastante cerca de donde vivíamos y, por cierto, muy cerquita de donde yo misma trabajaba. Se trataba de una manzana completa de casas con muchos portales y varios comercios en los bajos, con una escuela en el patio interior especial para los niños de los vecinos, con centro sanitario, parque deportivo y varias instalaciones para nuestra comodidad. Aquel edificio lo vimos nacer en el solar, crecer, rematar y finalmente pudimos llegar a disfrutarlo.
Nos tocó un apartamento en el décimo piso del portal 2º A, vivienda de dos habitaciones, a compartir, claro está, con otra familia. Pero aún así, eso era la mayor lotería que nos podía haber tocado, fuimos inmensamente felices; contentos además, porque alguien tuvo la delicadeza de acomodarnos de vecinos a otro matrimonio también español, conocidos, vecinos de nuestra antigua barraca “13” , sin hijos, buena gente y de mucha confianza. La alegría por la suerte de haber coincidido fue recíproca y nos consta que ellos también sabían que viviríamos a gusto juntos.
La cocina era amplia, moderna; el baño grande y cómodo; teníamos una despensa y al fondo del pasillo se encontraba un artilugio que para entonces era una novedad: una especie de portezuela por donde todos los vecinos dejábamos caer la basura, que se acumulaba en unos contenedores en el sótano. El invento al principio no estaba mal, pero con el tiempo se reveló poco práctico ya que, al no respetar la gente las mínimas exigencias higiénicas, los malos olores del sótano subían a los pisos
Por aquel entonces ya teníamos algunos muebles de nuestra propiedad, como la cama, un armario ropero, un sofá-cama, la mesa, la televisión… y recuerdo en especial un aparador muy bonito que habíamos conseguido guardando cola en una mueblería, cuando llegaban remesas del extranjero. Según el parecer de entonces, éramos casi ricos.
¿Cómo hicimos el traslado de nuestros enseres? El ascensor, por supuesto, aún no funcionaba cuando nos dieron la llave; pero con la prisa que nos corría la mudanza, no podíamos esperar a que se cumplieran los trámites burocráticos. Teníamos agua, calefacción y luz, y nos era suficiente. Ángel se las arregló para organizar el cambio, lo empaquetamos todo y un grupo de obreros de su taller, jóvenes y fuertes, se ofrecieron sin ningún inconveniente a ayudar a su jefe, a sabiendas de que tal esfuerzo les sería recompensado.
Y así fue; lo subieron todo a hombros, piso a piso, hasta el décimo, sin altercado alguno. Arriba ya habíamos preparado unos pinchos, una “sacusca”, y un par de botellas de vodca para que repusieran fuerzas; así que Ángel los recuerda bajar de vuelta por la escaleras dando tumbos, no sé si mareados de embriaguez o de cansancio. Pero quedamos acomodados y contentos por afrontar una nueva y feliz etapa de nuestra vida…
Aún con todo recuerdo algunos malos tragos de aquellos días. Era invierno, un invierno cruel que ha pasado a la historia por las mínimas temperaturas que se dieron en Moscú en aquel 1956. Ángel se puso malo de ictericia y tuvieron que ingresarlo en el hospital; pues aquél camino que yo tenía que recorrer desde la estación del metro hasta la residencia, a 40º bajo cero, todavía parece que me corta la respiración. No podías pararte ni un segundo, sólo caminar deprisa y entrar lo antes posible en el edificio, si no, te congelabas.
Y otra dificultad añadida, por la enfermedad de Ángel, ¡recoger a los niños de la guardería y traerlos a casa! A Gelito, envuelto en una manta además del abrigo y ropa adecuada, tenía que subirlo en brazos escalón a escalón, sudando “la gota gorda” de cansancio. Lo pasé mal y, aún con todo, recuerdo aquellos apuros como momentos llenos de felicidad. Sentí entonces la separación de casi todas nuestras amistades, Amor y Manolo, Valdés y Luisa, Libertad y familia… pero me compensó, por otro lado, vivir muy cerquita de Teodora y Gregorio, que también habían estrenado vivienda en aquel distrito.
Ángel se recuperó, el ascensor fue puesto en marcha, Pachito empezó a estudiar en la escuela nueva de nuestra vecindad y parecía que la vida estaba de nuevo encarrilada para otra temporada.
En aquel tiempo Nieves, la hermana de Ángel, se casó con un chico ruso llamado Valentín y se fue a vivir a casa de sus suegros, también con bastantes estrecheces; pero a pesar de ello, fue bien acogida.
Valentín y Nieves Lago |
Nieves era la hermana pequeña, y tanto Kiko como Ángel no la perdían de vista, la ayudaban, aconsejaban y apoyaban en todo. Ella era muy guapita, más joven y no siempre conforme con sus asesores porque no quería verse acosada y controlada.
No quiso estudiar y pronto empezó a trabajar en una fábrica textil con otro grupo de amigas españolas. Tuvo muchos pretendientes entre los nuestros, chicos majos que nos hubieran gustado para cuñados; pero como dicen que el camino en la vida depende de dónde se dirijan nuestros pasos, pues ella escogió su senda. Un día nos presentó a su futuro marido, ruso, rubio con unos ojos muy azules y majo. Trabajaba de obrero electricista en una fábrica de productos químicos y nos gustó, sobre todo porque no era bebedor, como casi todos los rusos, incluso su padre y su hermano, que ya estaban alcoholizados.
Mari, mi vecina de piso, no trabajaba y no tenía hijos, así que se encariñó con los míos y me ayudaba mucho, sobre todo cuando alguno de ellos tenía que quedarse en casa y yo no podía faltar al trabajo.
Todo iba sobre ruedas y no recuerdo cuánto duró la felicidad completa porque, de repente… algo nos vino a enturbiar de nuevo un poco la vida.
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