domingo, 28 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XVI. NUESTRA FAMILIA ESPAÑOLA."


Sin embargo, hay que reconocer que tampoco nuestras familias vivían desahogadas. España, después de la Guerra Civil, pasó hambre y penurias, escasez de los bienes de primera necesidad y especulación por parte de los aprovechados. Fue muy duro, sobre todo para los miles de familias que habían perdido a sus seres queridos: maridos, padres, hermanos, y por ello las abnegadas mujeres tuvieron que sobreponerse a su desaparición, trabajar y abrirse camino para sacar adelante a sus hijos, llorando muchas por la pérdida de otros ausentes. Así, nuestras madres María y Mercedes, bien merecida tenían una pizca de felicidad.
En Alcoy mi madre seguía trabajando en la fábrica de papel de fumar Bambú. Jesús trabajaba en el textil, industria muy extendida en aquella región; pero los salarios eran tan míseros que apenas podían mantenerse.


Mercedes trabajando en la fábrica de libritos Bambú

Tino vivía en Zaragoza con sus padres adoptivos y trabajaba en un taller de reparación de coches.
Meyos ya estaba casada y tenía dos niños un poco más pequeños que los míos.
Tina también se había casado en Alicante, pues cuando mi madre se instaló definitivamente en Alcoy y quiso recuperarla, ella se negó rotundamente a separarse de sus padres de acogida y de dos hermanos y una hermana que habían nacido posteriormente. Con ellos vivió hasta que se casó, pero sin perder el contacto con su madre y hermanos verdaderos.
Pepín, también obrero desde su temprana edad, estaba casado en Alcoy y tenía una niña.
Ninguno de ellos disfrutaba de la mínima holgura económica, pero no hubo uno que no se ofreciera a ayudarnos en lo posible y su apoyo moral nos alentó más que todos los bienes materiales del mundo.
La provincia levantina era una zona muy industrial y mi sueño era vernos establecidos en mi adorado Alicante.
Mi suegra, terminada la guerra, regresó de Barcelona a su Moreda natal y a su casina del “Cantu la Silla” que allí la estaba esperando. Con un niño pequeño, Celso, y obligada a ganarse la vida para los dos, sufrió las vicisitudes que sólo un espíritu indestructible puede soportar. Agotó todas las lágrimas de sus ojos, sobre todo por sus hijos lejanos a los que ya nunca pensaba volver a ver. Llevando al niño con ella, se puso a coser y limpiar por las casas, las más de las veces, tan solo por la comida.
Más tarde, como en la zona minera se necesitaba mucha mano de obra y los salarios eran más elevados, mucha gente de diversas regiones, sobre todo Castilla y Galicia se venían a trabajar a las cuencas. Surgió la necesidad de albergues, así que muchas vecinas, entre ellas María, hospedaban a los que llamaban posaderos. Les hacían la comida, lavaban la ropa y ofrecían habitación. Poco más de una cama necesitaban porque se pasaban todo el día trabajando en la mina.
Así se fue defendiendo la mujer con dificultades y mucho trabajo para atender a dos o tres hombres en casa, hasta que Celso, que era un alumno muy aplicado en el colegio de frailes, decidió que era ya lo suficientemente mayor como para trabajar también. La madre no lo dejaba, pero él mismo, a los catorce años, logró falsificar un certificado de nacimiento y, como si hubiera cumplido los dieciséis, ingresó en la mina con la categoría de “guaje”. Ella siempre recordaba lo que lloró aquel día que lo vio salir por la puerta a las seis de la mañana con su bocadillo. ¿Y cuando se corría la voz de que en el pozo había ocurrido alguna desgracia? Se tiene pasado horas llorando al pié de la bocamina hasta que lo veía salir con vida. Por suerte, nunca tuvo ningún mal percance, aunque casi a diario se producían accidentes laborales en aquellas pésimas condiciones de trabajo de los mineros, pésimas y miserables.
España ya había ingresado en la ONU y las relaciones diplomáticas entre los dos países, la URSS y España, aunque tirantes, se habían restablecido. Gracias a eso el correo nos empezó a  llegar directamente y pudimos prescindir de las amistades en terceros países intermedios para que mantuvieran nuestra correspondencia, bien a través de una tía mía en Francia, el primo Albert en Argel o la familia Prida en la Bretaña Francesa, con la que siempre seguimos manteniendo contacto.
Las cartas tardaban mucho en llegar y las recibíamos con señales de censura, pero llegaban, que era lo importante, y hasta nos intercambiábamos fotografías. ¡Qué emociones¡, ¡qué saltos de alegría y llantos de impresión!, tanto nosotros allí, como nuestras familias aquí.
Nosotros descubrimos a nuestros hermanos, nuestras madres a sus hijos y las abuelas a los nietos. ¡Cuántas lágrimas se derramaron sobre aquellas fotografías!
Tras el final de la II Guerra Mundial numerosos españoles expresaron su deseo de abandonar la URSS; unos, porque tenían familiares fuera de España y deseaban reunirse con ellos; otros, por rebeldía y oposición al empeño por parte del PCE de obstaculizar la salida antes del derrocamiento de Franco. Algunos lo consiguieron al principio, pero pronto se cortó esa posibilidad, considerándose traidores aquellos que mostraban tal deseo.
Como traidores los considerábamos sus propios compañeros porque era difícil, casi imposible, conciliar un talante rebelde o un espíritu independiente o crítico, con la obediencia y disciplina exigidas allí como dogmas de fe.
Los altos mandatarios de la Unión Soviética también sentían miedo a que, una vez fuera, hablasen de una realidad que podía socavar ese mito forjado de la URSS como “paraíso de la clase trabajadora”.

 

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