jueves, 25 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XIX EL VIAJE"


1957


Antes que nosotros ya habían salido del puerto de Odesa  hasta Valencia otras tres expediciones del barco soviético “Crimea”. La nuestra fue la cuarta y después sólo hubo otra. La maleta no iba muy llena, pero nosotros partíamos repletos de ilusiones, esperanzas, dudas, ánimos, imaginaciones, unas falsas y otras correctas, expuestos a que una vez más el destino zarandeara a su gusto nuestra vidas; dispuestos, eso sí, a resistir firmemente ante lo malo y lo bueno, a trabajar y defender nuestra familia.
Viajamos en tren hacia Odesa el día 15 de enero por la mañana.
Nos vinieron a despedir a la estación los familiares y toda la infinidad de amigos que allí quedaban; unos, esperanzados de que su turno también llegara, tal vez en la siguiente expedición, pero otros, tragándose las lágrimas al pensar que tal oportunidad ellos nunca la tendrían.
Recuerdo que fue muy triste, pero sobre todo, me impresionó la despedida desgarradora de Estefanía. No pronunciamos una sola palabra ninguna de las dos, sólo lloramos abrazadas a sabiendas de que no nos volveríamos a ver nunca más. Sé que en su silencio me estaba pidiendo perdón por no haber sabido ser una buena madre y yo, al mismo tiempo, lamentaba no haberla querido como una verdadera hija.


Billete del Krim, camarote 229, de la familia 106,
a nombre de Guardiola Requena Nieves


Dos días y dos noches de viaje que casi se han borrado de entre mis recuerdos, pero que nos condujeron en aquel tren especial hasta el puerto de Odesa, donde nos estaba esperando el ya para nosotros familiar “Crimea”.
Después del traslado de nuestro equipaje del tren al barco, donde las grúas se ocuparon rápidamente de cargarlo, acomodados ya todos en nuestros respectivos camarotes, en la madrugada del día 17 de enero de aquel 1957 zarpamos Mar Negro adelante hacia un futuro bastante incierto, pero tan anhelado …
Ángel, antes de montar en el barco, tiró con toda su fuerza por los aires el sombrero que traía, que salió volando como un boomerang, pero que no retornó a nosotros.
Todos en cubierta, silenciosos, emocionados y casi firmes por el solemne trance, dijimos adiós para siempre a aquel país que nos acogió, nos educó, nos hizo mujeres y hombres, donde forjamos la familia, nacieron nuestros hijos…
País extenso, inmenso por sus dimensiones, algunas de las cuales tuvimos que recorrer. Frío climáticamente hablando, cuyas bajas temperaturas acompañadas del hambre pudimos soportar sólo por la fortaleza de nuestra juventud. País único por su régimen político, con sus victorias y sus fallos, su socialismo dictatorial, su culto a la personalidad de los jefes que adoramos, sus engaños y nuestros desengaños. Pasado mucho tiempo es más fácil juzgar, pero en aquel entonces le estábamos inmensamente agradecidos. Aquel país era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y nos estábamos alejando de él, poco a poco, en la oscuridad de la noche viendo mermar el resplandor de las luces de la ciudad e internándonos en la brumosa humedad del mar que nos hacía tiritar algo de frío y mucho de emoción. El Mar Negro, tan negro como su propio nombre.
Nuestro viaje duró una semana, rodeados sólo de cielo y agua, y únicamente acompañados en algunos tramos por grupos de delfines que saltaban a nuestro alrededor amenizando la vista, sobre todo de los niños.

Nieves en el Krim

Los dos primeros días los pasamos fatal; el mar se puso bravío, la fuerte marejada zarandeaba el barco a su antojo y supimos, después, que en muy raras ocasiones se habían dado tan adversas circunstancias durante una travesía por aquel paraje.
No había nadie entre los pasajeros ni entre la tripulación que no estuviera sufriendo fuertes vómitos y gran malestar a consecuencia del mareo, ni mayores, ni pequeños, ni viajeros, ni cocineros, ni marineros… A mí me llegó a preocupar Angelito, que recientemente había sufrido una hepatitis y la doctora me había dicho antes de partir que viajaría a España con el hígado aún inflamado. Así que opté por llamar al médico del barco para que me lo viera en el camarote y recuerdo al hombre haciendo esfuerzos sobrehumanos para mantenerse en pié, oscultar al niño y no desvanecerse él mismo. Tan pronto se echaba mano a la cabeza como al estómago y más de una vez tuvo que salir al pasillo, hasta que al fin me pudo asegurar que el niño no tenía nada fuera de lo normal, sólo el mareo generalizado. Digo que se mareó todo el mundo, menos una persona, menos Eduardito, el hijo sordomudo de Valdés; resulta que, precisamente la falta del sentido del oído evita los síntomas que a todos nos agobiaban. Y él quería comer; él, señalando la boca con la mano, pedía comida. Armando, su padre, tenía que obligatoriamente acompañarlo al comedor, donde no había ni un alma, ni cocineros, ni camareros… Sobre las mesas, sólo pan y salchichas cocidas. Así que su padre tenía que dejarlo allí hasta que se saciaba, respirar un poco en cubierta y volver a recogerlo. Luego encima, el niño nos señalaba para su barriga indicándonos lo “fartuquito” que estaba y lo ricas que le habían sabido las salchichas, cosa que nos revolvía aún más nuestros estómagos. Parece mentira que un simple mareo ocasione tanto mal.
En fin, todo aquello pasó al tercer día, cuando cruzamos El Bósforo y Los Dardanelos y salimos al tranquilo y azul Mediterráneo, tan acogedor y familiar para nosotros.
De repente todos nos sentimos bien, despertamos de nuestro angustioso letargo y subimos a cubierta donde brillaba un maravilloso sol de invierno, que a nosotros nos parecía de entrañable primavera. Es como si de repente se nos hubiese hecho la luz y nos encontráramos inmensamente felices por la importante decisión que habíamos tomado y que ya era irreversible. La alegría nos desbordaba pensando en el encuentro con los familiares; comentábamos entre nosotros las circunstancias de cada uno y nos deseábamos mutuamente mucha suerte en la nueva vida que nos esperaba.
Entre tanto, pasábamos el día en cubierta tomando el sol y de vez en cuando, a lo lejos, divisábamos la costa y al anochecer, las luces. Armando traía unos buenos prismáticos y con frecuencia nos sirvieron para deleitarnos con el paisaje, hasta un día en que Eduardito, intentando aplicárselos ayudado por su padre, los dejaron caer a las profundidades del mar.
Recuerdo con qué emoción hicimos el recorrido a todo lo largo de la isla de Sicilia y también, desde más lejos, divisamos Cerdeña.
Comíamos bien, comidas rusas por supuesto; y estábamos bien atendidos por personal asignado por la Cruz Roja para acompañarnos, además de la tripulación que cubría todas nuestras necesidades.
Precisamente, en una entrevista rutinaria que el dirigente de la Cruz Roja mantuvo con todos nosotros durante la travesía, observó, y así me lo transmitió personalmente, que yo regresaba a España con los apellidos de Guardiola Requena, cosa que me podía ocasionar inconvenientes a la hora de legalizar mi situación en el nuevo lugar de residencia, ya que en mi certificado de nacimiento, por el contrario, constaba Cuesta Suárez. Era una razón muy convincente; por eso, como aún estábamos a tiempo y el poder que ejercía aquella autoridad lo permitía, en aquel mismo momento fui borrada como Guardiola y recibida como Cuesta. Vida nueva y nueva personalidad. Sólo cometimos un lamentable fallo al no pedir algún certificado autorizado que en el futuro acreditara que las dos éramos la misma persona. Bien es verdad que, de momento, no sufrí ningún impedimento o contratiempo al respecto.
El tiempo transcurría plácidamente, pero las pulsaciones de nuestros corazones aumentaban conforme se acortaba la distancia a nuestro destino. Especial emoción sentimos al divisar las islas Baleares, sabiendo que Castellón, adonde nos dirigíamos, quedaba ya tan cerca. Fue una semana que se nos hizo corta, que jamás olvidaríamos y que hasta nuestros hijos, con ocho y cinco años, grabaron en sus mentes para toda la vida.
Si me paro a pensarlo hoy, creo que ningún otro acontecimiento ha sido de mayor trascendencia en su destino que aquel histórico viaje. ¿Qué habría sido de ellos si se hubieran quedado allí para siempre? Por experiencia de otros conocidos y de sus propios primos, todos sabemos que les hubiera ido infinitamente peor en la vida.
Pasamos la última noche a bordo casi sin dormir y en el último desayuno tomamos trigo sarraceno, que es una especie de arroz con leche y azúcar, pero de un color marrón oscuro; estábamos seguros de que no lo volveríamos a comer nunca en España.
Poco a poco, muy despacio, notábamos que nos íbamos acercando. En cubierta no cabía un alma más y era sorprendente, porque durante la travesía no habíamos apreciado que éramos tantos. El silencio era obligado por la emoción y porque todos nos estábamos tragando las lágrimas para no llorar. En un principio no podíamos divisar nada por la distancia, pero poco a poco tuvimos la sensación de que aquel horizonte anhelado y difuso se acercaba a nosotros y nosotros a él.
Y sobre las nueve o diez de la mañana, nuestro “Krim” (Crimea) se dirigía muy lentamente, pero firme y orgulloso, tanteando el camino para asegurarse el atraque, a sabiendas de que estaba siendo meticulosamente observado en su aproximación, al puerto de Castellón, aún difuminado por la niebla y la bruma matinal de aquel 23 de enero de 1957.



Ángel con sus hijos en el Krim

 

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