miércoles, 24 de agosto de 2005

Simplemente mi vida: "CAP. XX EL ENCUENTRO"

23 de enero de 1957
 

No pensábamos que nadie nos esperaría en el puerto y creíamos que las autoridades tratarían de hacer que nuestra llegada pasase desapercibida; pero no, según nos íbamos acercando comenzamos a divisar a la multitud que nos aguardaba ansiosa por el encuentro, al igual que nosotros; cientos de personas, en su mayoría familiares, habían conseguido enterarse del lugar y la hora de nuestro regreso. Era increíble, emocionante, pero las lágrimas enturbiaban nuestros ojos y casi nos impedían divisarlos. Corríamos de proa a popa, según nos acercábamos a la dársena, intentando distinguir entre la multitud a alguien conocido…, pero era imposible…
Ya atracados, casi parados, disipada la nebulosa al frotarnos los ojos por si resultaba ser el despertar de un feliz sueño, nos hallábamos en la borda erguidos e inalcanzables para aquellos brazos que se alzaban a nuestro encuentro. Desde abajo, ondeando pañuelos blancos, empezamos a descifrar frases de bienvenida, gritos de emoción, nombres, nombres…
Alguien me dijo:

-Nieves, allí, allí alguien pregunta por Nieves Cuesta…-

 Efectivamente, lo oí bien; no sé quiénes eran, pero eran ellos, ¡¡los míos!!... 

-Yo, yo soy Nieves Cuesta, yo, yo…

Es el día de hoy que aún lloro al recordar aquel momento. No encuentro palabras para describirlo. Los sentimientos más profundos sólo se pueden sentir, pero no relatar; por lo menos yo no gozo de esa facilidad de expresión.
Quimera, esperanza, sueño, ilusión, todo de repente se había hecho realidad…
El atraque fue lento con sus correspondientes maniobras, encuentro de autoridades, intercambio de papeles, periodistas, Cruz Roja, representantes del poder… Aquello sí que se nos hizo largo, gestiones interminables, dos o tres horas eternas… Ya estaban las grúas dispuestas para la descarga del equipaje cuando empezaron las gestiones del desembarco, lentamente, por listas, por familias. Estábamos todos más calmados y bastante sorprendidos por el encuentro organizado y cálido que nos otorgaron. Nada más pisar tierra nos ofrecían bebidas, golosinas, fruta; toda clase de ayuda por si hubiésemos necesitado algo.
Ángel celebró el acontecimiento aceptando su primera copa de coñac español. Y también recuerdo un momento cómico con el que nos reímos mucho al ver que uno de los “nuestros” salía del barco todo elegante cubriendo su cabeza con el sombrero que Ángel había azotado por los aires en Odessa antes de partir. Nos recordó la fábula: “…¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?, y cuando el rostro volvió, halló la respuesta viendo que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó.”
Allí, en el mismo muelle, nos aguardaban los autobuses que habían de llevarnos a una residencia sindical, llamada entonces de “Tiempo Libre”, en la pequeña ciudad costera de Benicassim.
En un comedor enorme, con las mesas minuciosamente preparadas para todos los comensales que éramos, nos esperaba una espléndida comida típicamente española. Se trataba de  un cocido de garbanzos que nos supo riquísimo, acompañado de un vino cuya calidad no puedo precisar, pero que Ángel apuró sin pararse a paladear demasiado, despreocupado por las secuelas de su ingestión. Cuando el camarero repuso la botella vacía y yo le di un toque de atención, me tranquilizó diciendo que el vino español no emborrachaba. Lo que más nos llamó la atención fue el tamaño y la calidad de las naranjas que nos sirvieron de postre; nunca antes las habíamos visto ni probado tan hermosas y casi creo que tampoco después las he vuelto a ver como aquellas.
Al terminar la comida, mis hermanos Meyos, Pepín y Florentino nos estaban esperando afuera impacientes por conversar con más calma. Los emocionados abrazos del ansiado primer encuentro ya se habían prodigado a la bajada del barco, aunque con muy poco tiempo porque urgían las gestiones inmediatas. Sólo unas miradas de reconocimiento, unos saludos entrecortados, ahogados por la emoción y un tranquilizador “hasta luego”.
Sin embargo, no dispusimos de demasiado tiempo, ya que todos los recién llegados tuvimos que pasar por un control policial y someternos a un interrogatorio antes de completar los trámites burocráticos para legalizar provisionalmente nuestra estancia en España.
 

Por edad: Jesús, Tino, Tina, Pepín, Meyos, Nieves y Mercedes

Al final, Pepín y Meyos se marcharon a Alcoy y Florentino se quedó acompañándonos para hacerse cargo de nosotros en nombre de la familia. Los controles y trámites llevaron mucho tiempo y ya era casi de noche cuando recibimos el permiso para poder transitar camino de Alcoy.
Hicimos noche en una pensión en Valencia y al día siguiente bien temprano partimos en autobús hacia donde mi madre nos esperaba ansiosa, emocionada e incrédula aún de la realidad del retorno, de tanta dicha y alegría.
No pudo quedarse en casa y prefirió recibirnos en la parada del autobús con Meyos. Se acercó a la puerta cuando nos paramos y allí permaneció firme, imperturbable, desvaída y sosegada, fingiendo para no flaquear y soportando los latidos de su corazón, que se le salía del pecho. Quería gritar, pero se ahogaba, sólo la oí decir: -“¡¡Hija!!...
Ni nos miramos; sé que permanecimos abrazadas, ciegas, ajenas a nuestro alrededor, disfrutando de aquella indescriptible emoción durante unos minutos hasta que alguien nos separó solicitando abrazos también para él. Nuestras manos siguieron entrelazadas muchas horas y las dos teníamos la sensación de estar notando en vivo fluir por nuestras venas “la llamada de la sangre”. Habían pasado muchos años, pero seguíamos siendo madre e hija y aquello era cierto y evidente, sobre todo para ella.
Su casa la compartía con Jesús, y allí nos fuimos a vivir. Por cierto, ahora al recordar reconozco las pésimas condiciones en que nos alojamos todos juntos: al entrar, el comedor-cocina pequeño, con una mesa, cuatro sillas, un aparador; un fogón de carbón de leña y un fregadero. Allí mismo una puertecita a un aseo tan pequeño, que apenas se podía cerrar. Agua corriente, sólo en el fregadero, claro.
Por un pasillo, donde había dos puertas a sendas habitaciones con sólo una cama y sin ventanas, se llegaba a la sala, con otra cama, un armario, una mesa camilla, la máquina de coser, una radio …, un balcón …, y otra puerta a la habitación de mi madre, con otra cama, una mesita y también sin ventana. Comodidades, muy pocas; la comida, lo recuerdo bien, muy escasa; pero atenciones y cariño, la verdad, no nos faltaron.
Mi hermano y mi madre se iban temprano a trabajar, pero ella ya se preocupaba de dejarnos leche condensada para el desayuno y la ollita puesta con el cocido para la comida.
Todos vinieron a vernos, Tina y Pepe, que aun no tenían hijos, Jover y Meyos con sus Pepito y Alfredo; Pepín y Paquita con Rosana. Tino nos dejó en Alcoy y se fue a Zaragoza, donde trabajaba en el taller mecánico de su padre adoptivo Fermín, quien después de recogerlo había tenido una hija propia, medio hermana para él. Tina también tenía entonces a su madre adoptiva Emilia (su padre Juan había muerto) y tres hermanos, dos varones y una chica. Los tres habían nacido después de la acogida de Tina, por lo que para ella, al haberse criado con ellos en Alicante, eran como sus propios hermanos. Sin embargo, aun un poco separada de sus verdaderos hermanos de Alcoy, nunca había perdido el contacto con ellos.
Los días pasaban muy rápido. Dos veces fuimos a la telefónica para poder mantener una conversación-conferencia con Celso y ponernos de acuerdo para el inmediato encuentro con la familia de Ángel en Asturias; pero mi suegra lo estaba pasando mal, su salud era muy delicada, los nervios se apoderaron de ella y no vivía esperando el momento de abrazarnos. Ese momento crucial era nuestra mayor preocupación.
 

La primera comida familiar en Alcoy, Alicante


Mis hermanos organizaron una cena en “el Gallo Rojo” de Alicante, una sala de espectáculos entonces muy importante. No recuerdo qué cenamos, pero nunca me olvidaré de que cantaba Antonio Machín; y entre la nostálgica música de los boleros y el volcán que agobiaba mi pecho por la emoción acumulada ante las impresiones de los últimos días, rompí en un llanto inconsolable de alegría que no había manera de apaciguar. ¡Tantas veces había llorado por mi Alicante, por aquellos seres queridos que ahora me rodeaban!... En este momento era distinto, estas lágrimas eran de felicidad, de inmensa alegría, estaba viendo el cielo azul estrellado, las luces de colores a lo largo de toda la costa y pisando aquel suelo entrañable alicantino de mi niñez y mis sueños.

 

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