Teníamos perro; recuerdo un pastor alemán que se dejaba querer, abrazar, participaba de nuestros juegos y soportaba con paciencia nuestros infantiles abusos. Era nuestro compañero entrañable. Pero un día, un triste día, se nos murió. Sé que lloré mucho por él. Mi madre nos mandó tirarlo a la escombrera que estaba cerca de casa, por un sendero estrecho en la ladera; cogimos al perro entre los cuatro hermanos, uno por cada pata y, medio arrastrando, lo acarreamos hasta allí, lo dejamos en el suelo, le dimos un beso, lo volvimos a sujetar: “¡a la una, a las dos y a las… tres!, y lo tiramos escombrera abajo.
También recuerdo que junto al hórreo había unos lirios que todas las primaveras alegraban nuestra vista y coloreaban el ambiente, de por sí monótono y gris, con sus flores azules y jugosas. Fue la primera flor de jardín que se grabó en mi mente y siempre me han gustado muchísimo las flores; sé que ya entonces tenía esa inclinación, por eso recuerdo aquellos lirios.
Otra de nuestras tareas era la recogida de castañas en otoño. Mi madre nos daba un cesto, nos enviaba a los castañeros que rodeaban la casa y nos esmerábamos por regresar con el cesto mediado de mercancía, orgullosos por la misión cumplida. Pero a mí lo que más me entusiasmaba eran los cerezos. En primavera floridos, cuajados de color rosa y blanco, como nevados. Si me preguntan por una maravilla de este mundo, yo les diría: un árbol frutal florido en primavera, ¿hay algo más hermoso?, fragancias, pulcritud, felicidad,…, eso siento cuando lo admiro.
¿Qué si hay algo mejor? Sí, el mismo árbol cargado de cerezas. Rojas, brillantes, jugosas, pendientes y abundantes. Había junto a casa un par de cerezos centenarios que seguían, cada verano, ofreciéndonos aquellas lágrimas apetitosas que echaban a perder las pecheras de nuestros vestidos. Nos reíamos unos hermanos de otros al vernos aquellos morros ensangrentados. No podíamos escalar al árbol, pero mi padre cortaba cañas, nos "rebalgábamos" encima de ellas, en el suelo, y comíamos hasta saciarnos, hasta que se acababan y mi padre cortaba otra. Los pájaros y nosotros nos hinchábamos, y mi madre llevaba buenas cestas a vender al mercado de Mieres.
También teníamos delante de casa una higuera, con los higos verdes hacíamos “vaquinas” y “caballinos” incrustándoles cuatro palitos que les servían de patas. Eso y alguna muñeca que hacíamos con “panoyas” (panojas o mazorcas) de maíz, eran nuestros únicos juguetes.
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Braña Castañar |
Para nosotros “la esfueya” del maíz era una fiesta. Amontonaban las “panoyas” recién cortadas en el suelo de la sala. Era una fiesta porque venían vecinos y familiares y al atardecer se sentaban alrededor del montón, se cogían las “panoyas” una a una, les quitaban las barbas y las hojas de fuera; las hojas interiores y sanas las dejaban, las despegaban del grano, las estiraban para arriba y dejaban el maíz al descubierto para que secase. Esas hojas eran las que luego servían para enristrarlas, o sea, amarrarlas unas con otras formando las ristras que luego se colgaban de la barandilla del hórreo. Las mujeres preparaban las “panoyas” y el trabajo de enristrar era de los hombres. Pero, lo que más nos gustaba era la juerga que se armaba para que el trabajo resultara ameno. Cantaban. Esas fueron las primeras canciones que escuché. Siempre hay alguien que destaca entre los vecinos, por su buena voz y en esas reuniones se dejaba oír, haciéndose un poco de rogar por la admiración de los demás. Ahí escuché yo cantar “asturianadas” a mi padre, y me parece que no lo debía hacer mal o, por lo menos para mí, era el mejor. Bebían sidra, anís, contaban cosas, se reían… Nosotros nos sentábamos en los peldaños de la escalera al desván y admirábamos su trabajo deseando hacernos mayores para poder participar.
La casa estaba rodeada de castañares, robles, prados; toda la ladera era frondosa y sólo un camino, estrecho, entre la maleza, cubierto el suelo de piedras para poder caminar y no embarrancarse, bajaba hacía Nicolasa, Ablaña y la Pereda. El mismo camino subía por detrás de la casa, ya un poco más espacioso y menos angosto, hasta la casa de los vecinos más cercanos, a unos minutos de caminar cuesta arriba, “El llanu la Tabla”. Allí habitaban unas familias, también mineros, con varios hijos, abuelos, etc.; recuerdo que tenían ganado y perros cariñosos. Sé que había amistad, ayuda y protección por parte de ellos. Fueron padrinos de mi hermana Tina, y allí subíamos cogidos de la mano cada vez que queríamos conectar con alguien, recibir alguna caricia, llevar algún recado de nuestra casa a la suya y hasta probar alguna cosa rica con que nos agasajaban. Eran muy buenos, y murieron todos. Fueron salvajemente asesinados por la Guardia Civil cuando andaban de patrulla por el monte buscando “rojos” escapados. Les acusaron de abastecerles de comida, y no quisieron escuchar sus negativas ni sus lamentos, les hicieron cavar un pozo al lado de la reguera y allí, uno a uno, fueron acribillándolos a todos, incluso a una de las hijas que estaba embarazada. Muy poco antes no hubiéramos podido sospechar lo que nos esperaba, ni a ellos ni a nosotros. Bastantes años después tuvimos la oportunidad de visitar aquél macabro rincón, al lado del río, una pequeña parcelita rodeada por una “estaquera” (estacada) donde quedaron sepultados para siempre los restos de aquella injusticia. Con el paso del tiempo sus familiares les han arreglado la sepultura y grabado una lápida con los nombres de los que allí yacen, lugar que visitamos también nosotros, a pesar de su difícil acceso, para rendirles nuestro pequeño, pero entrañable homenaje.
Mis hermanos lo eran todo para mí. Me inculcaron desde pequeña un elevado sentido del deber hacia ellos, la obligación de cuidarlos y ayudarlos. Decían mis tías que cuando yo apenas caminaba, ya me sentaba mi madre en el suelo con las piernas abiertas para que sostuviera entre ellas al que me seguía. Yo los acunaba cuando lloraban y los admiraba cuando mi madre les daba la teta.
Si mi madre se ponía de parto cuando estábamos solos, bajaba corriendo a Nicolasa y avisaba en el comercio para que llamaran a mi tía Nieves, que era quien ejercía de comadrona.
Durante esos menesteres, a los niños nos echaban a la calle, y tenemos pasado horas esperando a que nos permitieran entrar para conocer al nuevo, sonrojado y rollizo hermanito. Una vez entré sin que me invitaran y vi a mi madre arrodillada en el suelo y quejándose de dolor; por eso siempre creí que esa era la posición apropiada y que tenía que doler mucho para que mi madre se quejara de aquella manera. Luego mataban una gallina y mantenían a la parturienta a caldos y requemados de azúcar con leche para su pronto restablecimiento.
A mi madre la recuerdo alta, delgada y esbelta, con el pelo muy liso y recogido hacia atrás en un moño casero prendido con horquillas.
Mi padre era de estatura normal, no muy corpulento y casi siempre con la cara negra por el sudor y el carbón de la mina. Así subía todos los días prado arriba apoyado en su “cayao” y con un paquete en la mano. Los hermanos corríamos cuesta abajo a su encuentro, a por aquel envoltorio que contenía un trozo sobrante de tortilla de patata envuelta en un grasiento papel de periódico; aquél bocadito que nos repartíamos nos sabía a gloria.
El fue quien un día se hizo con los menesteres y nos puso a todos los hermanos la vacuna contra la viruela; así conservamos en el brazo derecho, un poquito más arriba del codo, la marca imborrable, eterno recuerdo de su prevención y esmero.
Él me enseñó a leer. Trabajando de sol a sol en la mina y ayudando en las labores del campo y el ganado, todavía encontraba tiempo para servirme de primer maestro, ayudarme a trazar mis palotes y deletrear los títulos del periódico que compraba. Ese periódico se lo subía yo todos los domingos del bar de Nicolasa donde se lo reservaban.
Pues ese padre, que yo tanto quería, y del que me consta, era su ojito derecho, un día salió por la puerta para nunca regresar. No mucho tiempo después, por aquella misma puerta salimos todos los demás, desmoronándose una familia que prometía ser feliz eternamente unida. Vinieron unos hombres a llamarlo y llevárselo con ellos, debían ser compañeros mineros, y algunos llevaban escopetas. No sé qué hablaron, pero sí que, por primera vez, oí la palabra revolución. Esa “Revolución del 34” segó de cuajo mi niñez y la de mis hermanos, dejó viuda joven a mi madre y convirtió en víctimas de sus propios ideales a mi padre y a sus compañeros. Sentían voluntad de combate y decisión para luchar por el bien de sus hijos, empuñaron las armas, armas escasas en manos inexpertas.
El movimiento obrero organizado había nacido en Cataluña en los años 30. El Bloque Obrero y Campesino correspondía a un partido socialista de izquierda fuertemente influido por la Revolución Rusa, por Marx y Engels, por Lenin y Bujarin.
En 1933 surge la Alianza Obrera de Cataluña, bajo los auspicios del BOC, la alianza obrera contra el fascismo, con los sindicalistas, anarquistas, socialistas de Cataluña, la izquierda comunista y la unión de payeses (trabajadores de la tierra). Así que la Alianza Obrera se caracteriza como un frente de las organizaciones políticas y sindicales de la clase obrera. Todas las secciones de los partidos y sindicatos obreros que existen forman un bloque, constituyen un comité que centraliza la dirección de todos los movimientos emprendidos.
Un análisis de la situación española lleva, después de la constitución de la Alianza Obrera Catalana, a la firma del Pacto Asturiano de sindicatos y organizaciones políticas. El conjunto de la clase obrera asturiana conoce esta Alianza, sus objetivos y funcionamiento. La misma clase obrera que estaba dispuesta a la insurrección.
El éxito de la Alianza Obrera en Asturias se explica por los caracteres propios de las organizaciones obreras, por el movimiento, ya anterior, del proletariado. De todas las regiones españolas, son los asturianos los que tienen, sin duda, el movimiento obrero mejor organizado. La más prestigiosa y también la más potente de las organizaciones obreras asturianas es el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias, fundado en 1910. (Nota 1)
La Alianza Obrera es la consecuencia de la escalada internacional y nacional del fascismo, esa expresión de la crisis de dominación de la burguesía, obligada a destruir todo movimiento obrero organizado para preservar su dominio.
En Asturias coincide con una situación particular, resultado del deterioro de la crisis del sector minero-metalúrgico que no pudo resolver la dictadura del General Primo de Rivera; bajo esta dictadura, ya en 1927 los mineros habían desencadenado la primera gran huelga, con la que se oponían a un descenso de los salarios o su estancamiento, un aumento de media hora en la jornada de trabajo y un crecimiento rápido de la productividad. En 1920 eran necesarios 38.000 mineros para producir 2.500 toneladas de carbón; en 1926, 31.000 mineros producían 3.500 toneladas. La explotación y la miseria son el origen de una agitación constante de las cuencas hulleras.
Hay conflictos entre sindicatos y partidos, UGT, FAI, CNT, socialistas y comunistas, acusaciones, incomprensiones, luchas entre ellos. Pero, por fin, la Alianza Obrera es, en víspera de la insurrección de octubre del 34, esa reunión de los hermanos proletarios de todos los horizontes. “U.H.P.”, contra el fascismo, contra la burguesía y su Estado. Únicamente en Asturias pudo llevarse a cabo felizmente la tarea histórica de la construcción de la Alianza Obrera. El fin que se persigue es el triunfo de la revolución social con el establecimiento de un régimen de igualdad económica, política y social, fundada en principios socialistas federalistas. (Nota 2)
La lección resultó muy dura y sangrienta. Llegó octubre y Asturias se insurreccionó; durante 15 días los mineros estuvieron con las armas en la mano combatiendo sin parar un instante.
Los primeros disparos, en Mieres, que se convierte en el centro de la insurrección con la toma del Ayuntamiento y los cuarteles. Encuentran armas, pero no suficientes. El hambre se mitiga con actos de pillaje. No se conoce el miedo, piden armas, quieren batirse, saludan con el puño en alto.
Es preciso organizar con la mayor rapidez posible el Ejercito Rojo de la Revolución, para conquistar la capital. La atención estaba fijada en Oviedo.
Se recluta a voluntarios y se hacen llamamientos a todos los hombres de 18 a 40 años. Cuando mi padre se marchó, mi madre nos bajó a casa de mi abuelo y mis tías a La Pereda. De aquellos días tengo un recuerdo imborrable. Una vez no sé quien nos avisó, pero mi madre y yo esperamos en la estación la llegada de un tren, del cual se bajó mi padre, nos dio un abrazo, le entregó a mi madre 75 pesetas, nos besó, se subió al tren, se alejó…. y esa fue la última vez que lo vi.
En la Pereda los mayores empezamos a ir a la escuela, jugábamos delante de casa y las tías se ocupaban de nosotros. Yo recuerdo con cariño a mi abuelo, “Pepe el Guardia”, que me cogía de la mano, me llevaba al monte, a castañas y a la huerta. Oíamos los zumbidos de unos aviones que, según él decía, iban a bombardear Oviedo.
Allí, en la capital, se llevaba a cabo una lucha encarnizada. El enemigo retrocedía hacia el centro de la población, perseguido por los revolucionarios que procedían de las cuencas mineras. Tomaron el Ayuntamiento, la fábrica de dinamita de la Manjoya, la Comandancia de Carabineros. Después de duros combates cae en su poder la fábrica de armas de Trubia, que les facilitó algunos cañones. Se habilitan los talleres para la fabricación de bombas. En la fábrica de Mieres se ejecutan blindajes de máquinas y vagones, así como de camiones. Se trabaja concienzudamente en la distribución de alimentos y del poco armamento del que se dispone. Se agotan los fusiles y la reserva de municiones. Se registran numerosas bajas y el enemigo ocupa muchos puntos estratégicos. La disciplina no falla, pero se observa la falta de coordinación en los mandos. Había cañones, en Trubia trabajaban sin descanso fabricando obuses. Desgraciadamente, ninguno de estos obuses tenía espoleta y resultaban inservibles.
Se produce un gran número de heridos y tanto los hospitales de Oviedo, como los de Mieres, Turón o Pola de Lena prestaban asistencia a ambos bandos. Los facultativos no tienen en cuenta las ideas políticas y cumplían su deber profesional.
Abundan los casos de pillaje, asaltan los establecimientos, desvalijan comercios, haciéndose pasar por obreros revolucionarios.
Se reciben informes de que el enemigo está consiguiendo grandes refuerzos en Campomanes. Hay combates furiosos que originan gran número de muertos.
En Oviedo, la lucha es cada vez más encarnizada y las dificultades aumentan por la escasez de víveres.
La dinamita constituye el primordial elemento de combate utilizado durante la insurrección, ya que se carecía de otras armas y que además, por otra parte, los mineros estaban familiarizados con su uso.
El enemigo se reforzaba y el envío de tropas gubernamentales era continuo.
Los revolucionarios asturianos no mantenían contacto alguno con el resto de provincias de España, y creían que los trabajadores del resto de la península se habían lanzado a la calle, armas en mano, a la conquista del poder.
No puede negarse la combatividad del enemigo. La lucha adquiere cada vez más importancia en el frente de Campomanes. Llegan refuerzos regulares de León y Palencia. Todos los terrenos colindantes con Campomanes, Vega del Rey, la Cobertoria, quedaron convertidos en campos de batalla.
La aviación hacía fuego de ametralladora por las trincheras y hasta utilizaba bombas.
Pues, por ahí, tal vez hacia el noveno día de revolución, en esta encarnizada lucha, cayó mi padre, José Cuesta Blanco, como otros tantos, muchos jóvenes rebeldes, que soñaron con poder derribar la tiranía que los explotaba. Sus ideales eran sanos, su causa era justa, pero las dificultades resultaron insuperables. Había desorganización, incapacidad entre los dirigentes, escasez de armas, falta de alimentos. Sólo con férrea voluntad ¿cómo se va a ganar una guerra?, se luchó valientemente en Gijón, Avilés, Trubia, Oviedo, Sama, Turón…
El Gobierno, además de la Guardia Civil y el Ejército, mandó a Asturias a los soldados de Regulares y del Tercio, a los moros, que incendiaban y arrasaban todo a su paso sin importarles las mínimas reglas de la moral. La aviación bombardeaba y ametrallaba. El avance enemigo se hizo imparable y hubo que capitular.
No es de cobardes deponer las armas cuando, claramente, se ve que es segura la derrota; derrota que no puede considerarse como tal, si pensamos en la potencialidad del enemigo y en los medios y armas de que disponía.
El proletariado aprendió, siempre, más de sus derrotas que de sus victorias. La insurrección de octubre de 1934, fue una extraordinaria lección, una lección única, en este caso.
Después de negociaciones con el ejército, se empezó a concertar la paz. Finalizado el movimiento, se cargó sobre los revolucionarios todo el peso de la destrucción y hasta la culpa de todas las atrocidades cometidas por las fuerzas gubernamentales, sobre todo por los moros y legionarios. Así pues la represión posterior fue aun peor. Presos fusilados, miles de revolucionarios sufrieron durante largos años en prisión las vejaciones, el hambre y las torturas, que, al final, acabarían con sus vidas. Mucha gente fue castigada sólo por las sospechas de haber cooperado con la Revolución, algunos, víctimas de chivatazos que los delataron. Para muchos de ellos hubiera sido mejor morir de un tiro. No se ha escrito mucho sobre este período de represión porque las mismas circunstancias dictatoriales del régimen franquista lo impidieron, pero sí se contaban, en la intimidad, atrocidades que de boca en boca llegaban al conocimiento de nuestras generaciones. Sólo podemos lamentarlo y, con dolor, recordar a nuestros seres queridos, que dieron su vida por nuestro bienestar. Esa era su esperanza.
Mi padre no vio cumplidas jamás sus aspiraciones, pero su desaparición sirvió para que cambiara de raíz el ritmo de nuestras vidas, el camino de nuestro destino. Cambio inesperado y futuro inimaginable en lugares ignorados.
La Revolución duró del 4 al 19 de octubre de 1934. Entre los caídos en los campos de batalla y los asesinados por la represión, murieron más de 3.000 hombres. Miles de viudas y miles de huérfanos quedamos víctimas de la derrota.
Los acontecimientos asturianos tuvieron un profundo eco en toda España y fueron reconocidos a nivel internacional.
Surgió un sentimiento de solidaridad y deseos de ayuda en todas partes. Los huérfanos que quedamos sin pan, no pasamos hambre. Había una organización llamada “Socorro Rojo Internacional” de la que nunca habíamos tenido conocimiento, pero que en aquellos duros meses, finales del 34 y principios del 35, nos tendió su mano. Se formó una expedición de niños huérfanos de la Revolución al País Valenciano, dónde, que yo sepa, en Alicante y su provincia, serían provisionalmente acogidos por familias deseosas de ayudar desinteresadamente en su educación y mantenimiento temporal.
Mi madre, después de pensárselo bien, decidió que al carecer ella y su familia de medios para mantenernos, mejor sería que personas bondadosas y legitimadas para tal encomienda, se ocuparan por el momento de nosotros.
Hubo una tía en la Pereda, Veneranda, la hermana mayor de mi madre, que al sentirse enferma y necesitar ayuda en casa, optó por recogerme para que la asistiera. Mi madre le explicó que yo, que era la mayor y tenía 9 años, debía acompañar a mis hermanos más pequeños y ayudarles en su andadura en un mundo desconocido para todos. Entonces, en casa de mi tía quedó Meyos y los demás la envidiábamos por su suerte.
Con mi madre quedó Jesús, que aún no había cumplido los dos años.
Sé que en aquel momento me hacía ilusión el porvenir de aventuras, el viaje en tren, las ropas nuevas que, algunas preparadas para la ocasión por mis tías y otras donadas por la gente para contribuir en acto solidario, me daban aspecto de adolescente, desapercibido por mi hasta entonces. Pero más fuerte todavía recuerdo el profundo sentimiento de responsabilidad que se me echó encima; mi madre me inculcó el deber de cuidar de mis hermanos para siempre, ayudarles, no separarme de ellos y serviles de amparo maternal. Este sentimiento de hermana mayor me ha hecho derramar muchas lágrimas en mi vida, porque, “a posteriori”, las circunstancias adversas no me permitirían cumplir con ese importante encargo de mi madre durante demasiado tiempo.
Se borró de mi mente para siempre aquella despedida que tuvo que ser tan triste y penosa, sobre todo para mi madre; sólo recuerdo un viaje largo en un tren especial lleno de niños y de unas señoritas muy cariñosas que nos cuidaban y nos daban cosas ricas para comer, incluso caramelos. En aquel viaje yo perdí mi abrigo blanco. No sé quién me lo había regalado, pero yo lo tenía y lo apreciaba. Nunca había usado abrigo antes, pero sé que era blanco, muy bonito y lo perdí... Cuando una señorita me encontró llorando, al enterarse de la causa me dijo: -“No te preocupes, vas a vivir en Alicante, y allí siempre hace calor, no lo vas a necesitar...”, y era cierto..., hacía calor... ¡¡Alicante!! ¡Qué amargos sentimientos me provoca! Amargo sentimiento al encontrarlo, y aún más amargo sentimiento al despedirlo unos años después...
También hubo alegría inmensa al volver, mayor que todas las tristezas... muchos, muchos años después.
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1 (Los datos sobre la Revolución de 1934 los he tomado del libro de Manuel Grossillier “La Insurrección de Asturias”).
2 (UGT: Unión General de Trabajadores; UHP: Uníos, Hermanos Proletarios; FAI: Federación Anarquista Ibérica; CNT: Confederación Nacional del Trabajo)