martes, 18 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Luisa Bernaldo de Quirós Martín






Luisa Bernaldo de Quirós Martín

Luisa, de 75 años, técnica constructora, nació en Madrid. Dejó España desde Valencia el 23 de marzo de 1937. Actualmente vive en Moscú.

 
Luisa emprendió el camino del exilio con tres hermanos, pensando que se iba de vacaciones “para tres meses”. Aún recuerda con cariño su primera casa de acogida, en la calle moscovita de Pirogovskaya, y que compartía pupitre en el colegio con Amaya, hija de Dolores Ibárruri. Y evoca su peripecia durante la II Guerra Mundial, que comenzó con el traslado a una casa de Taganka, también en Moscú; prosiguió con un accidentado viaje en tren hacia Léninsk, cerca de Stalingrado; incluyó una escala en esta ciudad poco antes de la mayor batalla de la historia y se cerró de nuevo en Moscú, tras pasar por Ufá, capital de Bashkiria.
 
Luisa se casó con un oficial que nunca le dijo que trabajaba para los órganos de seguridad, con el que se trasladó a Riga y Kaliningrado (en el Báltico), Frunze (Kirguizistán, hoy rebautizada como Bishkek), Jabárovsk (Extremo Oriente) y Poltavo (Ucrania), antes de regresar a Moscú. Tuvo dos hijas, que se casaron con rusos y que hoy ya no hablan español, al igual que sus dos nietas. Siempre se sintió “como una extranjera” en Rusia.
 
En 1993 hizo realidad su anhelo de volver a España para quedarse. Pero su ilusión se truncó. Así explica ella misma por qué retornó del retorno:
 
“En marzo de 1993 me llegó una carta de la Embajada en la que me anunciaban que me habían concedido una vivienda de promoción social en Madrid. Al llegar allí, sin embargo, me encontré con que era falso. La asistenta social me prometió que el primer piso libre del Ivima sería para mí. Mientras, me tuve que ir a vivir con mi madre. Al final me dieron una casita en la zona de Arturo Soria, cerca de donde vivía José María Aznar. Cuando le pusieron la bomba, casi se hunde”.
 
“Pagaba 2.000 pesetas de alquiler y cobraba unas 40.000 de pensión. Me las arreglaba bastante bien. Y así viví tres años. Mis hijas vinieron a visitarme. Mi marido, ya muy enfermo, se reunió por fin conmigo, y murió en Madrid”.
 
“Un día, al pasar a la casa, noté que había entrado alguien y manipulado la caldera del gas. Otro día llegaron unos obreros para revisar la instalación de gas. Cuando luego encendí el fuego, ¡pum!, se produjo una explosión. No me pasó nada de milagro. En cuanto salía, me entraban en la casa, rompían algo, se llevaban objetos sin importancia y me destrozaban los nervios. Alguien quería echarnos a quienes vivíamos en pisos de renta baja de esa zona, posiblemente para especular. A una vecina mía, hija de un policía, la habían sacado de quicio. Se volvió medio loca. Y yo pensé: ‘No dejaré que me ocurra lo mismo”.
 
“En la Embajada española en Moscú dijeron que no podían hacer nada para ayudarme. Entonces fui al Ayuntamiento, dije que no podía pagar la vivienda y pedí plaza en una residencia. Finalmente me la dieron en una de la Cruz Roja. Pero no me adapté. Ése no era el ambiente en el que yo quería vivir mis últimos años”
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 “Así que en 2000 volví a Rusia. En España tengo siete hermanos, incluidos los tres que fueron conmigo a Rusia, pero ninguno me ofreció quedarme. No sé qué pasó, pero empezamos a dividirnos. Desde que volví, no he tenido noticias suyas. Ni siquiera sé si están vivos o muertos. Al menos en Moscú tengo a mis hijas y nietas. Todavía no cobro ni un céntimo de España, ni siquiera las 20.000 pesetas que reciben los otros ‘niños de la guerra’, y eso que hace casi un año que regresé. Sobrevivo con una pensión de 1.075 rublos (unas 7.000 pesetas)”.

 



 

 

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