Luisa Bernaldo de Quirós Martín
Luisa, de 75
años, técnica constructora, nació en Madrid. Dejó España desde Valencia el 23
de marzo de 1937. Actualmente vive en Moscú.
Luisa emprendió el camino del
exilio con tres hermanos, pensando que se iba de vacaciones “para tres meses”.
Aún recuerda con cariño su primera casa de acogida, en la calle moscovita de
Pirogovskaya, y que compartía pupitre en el colegio con Amaya, hija de Dolores
Ibárruri. Y evoca su peripecia durante la II Guerra Mundial, que comenzó con el traslado a
una casa de Taganka, también en Moscú; prosiguió con un accidentado viaje en
tren hacia Léninsk, cerca de Stalingrado; incluyó una escala en esta ciudad
poco antes de la mayor batalla de la historia y se cerró de nuevo en Moscú,
tras pasar por Ufá, capital de Bashkiria.
Luisa se casó con un oficial que
nunca le dijo que trabajaba para los órganos de seguridad, con el que se
trasladó a Riga y Kaliningrado (en el Báltico), Frunze (Kirguizistán, hoy rebautizada
como Bishkek), Jabárovsk (Extremo Oriente) y Poltavo (Ucrania), antes de
regresar a Moscú. Tuvo dos hijas, que se casaron con rusos y que hoy ya no
hablan español, al igual que sus dos nietas. Siempre se sintió “como una
extranjera” en Rusia.
En 1993 hizo realidad su anhelo
de volver a España para quedarse. Pero su ilusión se truncó. Así explica ella
misma por qué retornó del retorno:
“En marzo de 1993 me llegó una
carta de la Embajada
en la que me anunciaban que me habían concedido una vivienda de promoción
social en Madrid. Al llegar allí, sin embargo, me encontré con que era falso.
La asistenta social me prometió que el primer piso libre del Ivima sería para
mí. Mientras, me tuve que ir a vivir con mi madre. Al final me dieron una
casita en la zona de Arturo Soria, cerca de donde vivía José María Aznar.
Cuando le pusieron la bomba, casi se hunde”.
“Pagaba 2.000 pesetas de
alquiler y cobraba unas 40.000 de pensión. Me las arreglaba bastante bien. Y
así viví tres años. Mis hijas vinieron a visitarme. Mi marido, ya muy enfermo,
se reunió por fin conmigo, y murió en Madrid”.
“Un día, al pasar a la casa,
noté que había entrado alguien y manipulado la caldera del gas. Otro día
llegaron unos obreros para revisar la instalación de gas. Cuando luego encendí
el fuego, ¡pum!, se produjo una explosión. No me pasó nada de milagro. En
cuanto salía, me entraban en la casa, rompían algo, se llevaban objetos sin
importancia y me destrozaban los nervios. Alguien quería echarnos a quienes
vivíamos en pisos de renta baja de esa zona, posiblemente para especular. A una
vecina mía, hija de un policía, la habían sacado de quicio. Se volvió medio
loca. Y yo pensé: ‘No dejaré que me ocurra lo mismo”.
“En la Embajada española en
Moscú dijeron que no podían hacer nada para ayudarme. Entonces fui al
Ayuntamiento, dije que no podía pagar la vivienda y pedí plaza en una
residencia. Finalmente me la dieron en una de la Cruz Roja. Pero no me
adapté. Ése no era el ambiente en el que yo quería vivir mis últimos años”
.
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