Conchita Ruiz Toribios
Conchita, de
74 años, ingeniera de puentes y túneles. Nacida en Gijón, donde hoy vive,
aunque a caballo con La Habana. Salió de España el 23 de septiembre de 1937.
El padre de Conchita, un
guardagujas de Renfe afiliado a la UGT, envió a la URSS a cuatro de sus seis
hijas para salvarlas del horror de la guerra. Tres de ellas (Conchita,
Angelines y Araceli) eran las más pequeñas. La otra, Águeda, la mayor, ya con
23 años, viajó como cuidadora y se esforzó por mantenerlas unidas. No siempre
lo logró. Sobre todo durante la II Guerra Mundial, cuando pasaron las de Caín.
Luego se fueron abriendo camino y, una a una, regresaron a España. Finalmente
se han podido reunir de nuevo en Gijón.
Sólo Conchita, casada
con el también “niño de la guerra” Pedro de Aguirregaviria (tío del jugador de
baloncesto José Biriukov), retrasó el retorno. Cuba y la revolución, Fidel
Castro y el Che Guevara se cruzaron en su camino. En Cuba murió su marido, en
1997. Su hija Liudmila, especialista en medicina interna, ha rehecho su vida en
Angola. Así evoca Conchita su experiencia en Cuba:
“Poco después de
triunfar la revolución de Fidel Castro, éste pidió a Enrique Líster, en el más
estricto secreto, el envío de técnicos españoles. Éramos 24 quienes formábamos
aquella primera y singular expedición, la mayoría matrimonios de ‘niños de la
guerra’. El 31 de junio de 1961 llegamos a la isla tras pasar por Praga, donde
nos dieron documentación e identidades falsas, como si fuésemos turistas
cubanos. Tan secreta era la operación (aún no se sabía si la revolución era verde
o roja) que nadie nos esperaba en el aeropuerto de La Habana y, al principio,
no sabían qué hacer con nosotros”.
“El Che Guevara, por entonces ministro de Industria, se enteró de
nuestra presencia, nos acomodó en el hotel Nacional y nos dio trabajo como
ingenieros y economistas. Éramos una avanzadilla. Sólo a finales de 1961
empezaron a llegar los asesores militares soviéticos, y con ellos más españoles
como intérpretes. Nosotros éramos de plantilla cubana. Al año siguiente,
Dolores Ibárruri nos mandó un mensaje: ‘Todo por Cuba, hasta la muerte’. Nos
metimos hasta el fondo en apoyo de la revolución, no sólo con nuestro trabajo
como técnicos, sino también en la zafra, en la alfabetización y como activistas
comunistas. Había que mantener viva la llama”.
“Desarrollamos la
sección cubana del PCE, en contacto estrecho con Dolores, que, por ejemplo,
celebró su cumpleaños en 1964 con Fidel, su hermano Raúl y el Che. Yo era
secretaria de finanzas de la sección del partido, y mi marido era el segundo
secretario. Nos llamaban hispanosoviéticos, pero nosotros no dejamos nunca de
sentirnos totalmente españoles”.
“Esa época dorada y
romántica duró hasta 1970, cuando la famosa zafra de los 10 millones de
toneladas de azúcar, que se quedó en menos de ocho. Fue un tiempo de entusiasmo
y entrega total. Éramos buenos comunistas, de los que hay pocos, igual que hay
pocos cristianos auténticos. Y Castro era, es todavía, un ser extraordinario,
con una capacidad de convicción sin igual. Es capaz de decirte que esto es
negro aunque tú lo veas blanco, pero te lo explica y terminas diciéndote:
‘Ahora que me fijo mejor, sí que parece que es un poco negro”.
“Se hicieron cosas estupendas. Todavía hoy, pese a las dificultades, no
se ven pedigüeños ni andrajosos en Cuba, nadie pasa hambre, y la medicina y la
educación son gratuitas. Lástima que el ser humano termine jorobándolo todo,
que se acabase con el pequeño negocio individual, que no se cuidase a los
especialistas y se les forzara a marcharse, que se pusiera en puestos de
confianza no a los más capaces, sino a los más leales políticamente. El
socialismo, en realidad, no ha fracasado como teoría y sistema. Fracasó y
degeneró en miseria lo que se implantó a la fuerza”.
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