sábado, 22 de septiembre de 2001

Los últimos "Niños de la Guerra" Carmen López Landa






Carmen López Landa

Carmen, de 70 años, nació en Madrid. Salió de España en julio de 1938, y de la URSS, con destino a México, un año después. Regresó en 1960, y definitivamente en 1970.



Esta sobrina nieta de Ángel Ganivet y sobrina del educador Rubén Landa, alumna que fue de la Institución Libre de Enseñanza, se considera una privilegiada cuando compara su destino con el de otros “niños de la guerra”. Pero su vida ha estado marcada por la tragedia.
 
Su madre, que se quedó en España tras la guerra civil para reorganizar el partido comunista, fue detenida el 4 de abril de 1939 y se suicidó en 1942 en la cárcel de Mallorca, donde cumplía una condena de 30 años, tras serle conmutada la pena capital. Su padre hizo otro tanto en 1961. Su marido y una de sus hijas, embarazada, murieron en 1974 en un accidente de automóvil. Su otra hija falleció en 1996 por suicidio o sobredosis de heroína. Sólo le vive un hijo.
 
Pese a todo, Carmen conserva el sentido del humor y es capaz de hablar –con ternura o ironía, según los casos– de su largo exilio en México, Inglaterra y Checoslovaquia, de sus detenciones e interrogatorios por la policía franquista, de su militancia comunista, de su distanciamiento del partido y de una infancia perdida en los recovecos de la memoria. Así cuenta lo que no recuerda, pero que ha llegado a imaginar o averiguar, de su salida de España y su estancia en la URSS:
 
“Al estallar la guerra, mi padre se fue al frente, donde combatió y formó parte del llamado Batallón del Talento, formado básicamente por intelectuales. Parece que colaboró con el equipo de cartelistas de Renau. Incluso hay un cartel en el que se reproduce una foto mía. Mi madre se integró enseguida en funciones dirigentes del Socorro Rojo. Y a mí, a quien la sublevación me sorprendió en Galicia de vacaciones, me llevaron a Francia para volver a entrar a España en la zona republicana. Viví separada de ellos, sin ver a mi padre y sólo ocasionalmente a mi madre. Me tocó vivir en diversas colonias de niños, de las que sólo tengo constancia de una en Ribagordo de Júcar y de otra en Barcelona. Conservo algunas fotos de entonces en las que aparezco con una mirada triste”.
 
“No recuerdo casi nada de esa época. Es terrible. Durante dos años, cuando tenía entre cinco y siete, estuve sometida a un continuo trasiego, como un paquete de correos, de aquí para allá. Ni siquiera con ayuda de la familia he podido atar todos los cabos. En 1938 me envían a la URSS. No sé cómo ni por qué se tomó la decisión. Supongo que sería porque las cosas se ponían feas y porque allí tenía ya familia. También ignoro la ruta que seguí, si viajé por tierra o por mar, o a qué ciudad llegué. Parece que, antes de recalar en Moscú, pasé por Kaluga. Tengo la vaga impresión (aunque quién sabe dónde empieza la fantasía) de que estuve en el balneario de Artek, en Crimea. Alguien me dijo una vez que había arribado por el puerto de Leningrado”.
 
“Ni siquiera me acuerdo de mi estancia en Moscú, aunque sé que pasé varios meses en el hospital, una vez con sarampión y otra como portadora de la difteria. Y sé que estuve en la casa de niños de la calle Pirogovskaya gracias al libro de memorias de José Fernández Mi infancia en Moscú. En él habla de un profesor de gimnasia llamado Isa. Comprendí que fue en su honor por lo que llamé así al oso blanco de tela que me regalaron mis tíos cuando cumplí ocho años, que me llevé a México y que es casi mi único eslabón con la memoria perdida de mi infancia”.



 



 

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