Carmen, de 70 años, nació en Madrid. Salió de España en
julio de 1938, y de la URSS ,
con destino a México, un año después. Regresó en 1960, y definitivamente en
1970.
Esta sobrina nieta de Ángel Ganivet y sobrina del educador Rubén Landa, alumna que fue de
Su madre, que se quedó en España tras la guerra civil para
reorganizar el partido comunista, fue detenida el 4 de abril de 1939 y se
suicidó en 1942 en la cárcel de Mallorca, donde cumplía una condena de 30 años,
tras serle conmutada la pena capital. Su padre hizo otro tanto en 1961. Su
marido y una de sus hijas, embarazada, murieron en 1974 en un accidente de
automóvil. Su otra hija falleció en 1996 por suicidio o sobredosis de heroína.
Sólo le vive un hijo.
Pese a todo, Carmen conserva el sentido del humor y es capaz
de hablar –con ternura o ironía, según los casos– de su largo exilio en México,
Inglaterra y Checoslovaquia, de sus detenciones e interrogatorios por la
policía franquista, de su militancia comunista, de su distanciamiento del
partido y de una infancia perdida en los recovecos de la memoria. Así cuenta lo
que no recuerda, pero que ha llegado a imaginar o averiguar, de su salida de
España y su estancia en la URSS :
“Al estallar la guerra, mi padre se fue al frente, donde
combatió y formó parte del llamado Batallón del Talento, formado básicamente
por intelectuales. Parece que colaboró con el equipo de cartelistas de Renau.
Incluso hay un cartel en el que se reproduce una foto mía. Mi madre se integró
enseguida en funciones dirigentes del Socorro Rojo. Y a mí, a quien la
sublevación me sorprendió en Galicia de vacaciones, me llevaron a Francia para
volver a entrar a España en la zona republicana. Viví separada de ellos, sin
ver a mi padre y sólo ocasionalmente a mi madre. Me tocó vivir en diversas
colonias de niños, de las que sólo tengo constancia de una en Ribagordo de
Júcar y de otra en Barcelona. Conservo algunas fotos de entonces en las que
aparezco con una mirada triste”.
“No recuerdo casi nada de esa época. Es terrible. Durante
dos años, cuando tenía entre cinco y siete, estuve sometida a un continuo
trasiego, como un paquete de correos, de aquí para allá. Ni siquiera con ayuda
de la familia he podido atar todos los cabos. En 1938 me envían a la URSS. No sé cómo ni por
qué se tomó la decisión. Supongo que sería porque las cosas se ponían feas y
porque allí tenía ya familia. También ignoro la ruta que seguí, si viajé por
tierra o por mar, o a qué ciudad llegué. Parece que, antes de recalar en Moscú,
pasé por Kaluga. Tengo la vaga impresión (aunque quién sabe dónde empieza la
fantasía) de que estuve en el balneario de Artek, en Crimea. Alguien me dijo
una vez que había arribado por el puerto de Leningrado”.
“Ni siquiera me acuerdo de mi estancia en Moscú, aunque sé
que pasé varios meses en el hospital, una vez con sarampión y otra como
portadora de la difteria. Y sé que estuve en la casa de niños de la calle
Pirogovskaya gracias al libro de memorias de José Fernández Mi infancia en
Moscú. En él habla de un profesor de gimnasia llamado Isa. Comprendí que fue en
su honor por lo que llamé así al oso blanco de tela que me regalaron mis tíos
cuando cumplí ocho años, que me llevé a México y que es casi mi único eslabón
con la memoria perdida de mi infancia”.
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