CUANDO NIEVES CUESTA ENCONTRÓ LA LIBERTAD
Lunes, 14 de diciembre de 2009
Nieves
Cuesta, niña de la guerra que recaló en Avilés un año después de la puesta en
funcionamiento de Ensidesa tras casi 20 años de exilio en la Unión Soviética ,
es la primera protagonista de la serie «Avilesinos con historia». Con esta
sección que hoy se estrena, LA
NUEVA ESPAÑA de Avilés repasará semanalmente la vida de
aquellos avilesinos, tanto de cuna como de adopción, que han colaborado a
construir, con su esfuerzo y su talento, la ciudad.
Cuando
Nieves Cuesta, junto a su marido Ángel Lago, llegó a Avilés en 1957 encontró la
libertad, a pesar de llegar a una tierra que se encontraba bajo el yugo de un
régimen dictatorial. Sin embargo, Avilés era otra cosa. Justo un año antes,
Ensidesa había comenzado a operar y la ciudad, hasta 1956 una villa marinera,
se había convertido en el máximo exponente del desarrollo industrial español.
Nieves Cuesta había nacido en Mieres en 1926. Su marido, Ángel Lago, había
visto la luz a escasos kilómetros, en Moreda. Sin embargo, ambos se conocieron
en Moscú. Sus familias, de marcada tradición comunista, huyeron hacia la Unión Soviética
tras el triunfo de los franquistas en la Guerra Civil. Tras
veinte años en el exilio, tocaba volver a casa.
Lago,
perito de profesión, probó suerte en Alicante, la ciudad adoptiva de su esposa,
pero no encontró nada convincente. Desde Asturias les llegaron noticias del
florecimiento de Ensidesa. Una carta de recomendación del gobernador provincial
de la época le sirvió a Ángel Lago y su familia para incorporarse a la empresa
siderúrgica. Lago comenzó como ajustador, pero ascendió rápidamente a maestro
industrial. «Un currante», como lo califica su viuda.
Nieves
Cuesta había llegado a Avilés con el miedo metido en el cuerpo. En la Unión Soviética ,
la maquinaria propagandística se encargaba de diseminar entre la población que
en la España
franquista se vivía en la más estricta pobreza. «Nos decían que la gente iba
descalza por la calle», recuerda Nieves Cuesta. El temor del matrimonio se
acrecentó con los férreos controles a los que hubieron de someterse para entrar
en España. Maratonianos interrogatorios en los que se comprobaba que los
repatriados no constituían un riesgo ideológico para el régimen. «A mi no me
dieron mucho la lata, pero a mi marido, que había trabajado en una fábrica de
motores de aviación, pues imagínese lo que fue aquello», rememora la vecina de
Llaranes.
El
temor era grande, pero las ansias de regresar a España, aún mayores. Los riesgos
merecían la pena. Sin embargo, la incertidumbre desapareció una vez pisaron
suelo avilesino. Ellos, nacidos en Asturias, eran en realidad emigrantes como
el resto de sus 20.000 nuevos vecinos, llegados de todos los puntos geográficos
de España, al igual que Nieves Cuesta y Ángel Lago buscando un nueva vida, un
inicio desde cero. El poblado de Llaranes, en 1957, era un hormiguero de
gentes, un ir y venir constante en busca de una realidad desconocida, una
esperanza intuida. «No teníamos más que lo puesto y, al llegar, nos metieron en
una casa que compartíamos con otras familias que tampoco tenían nada. Con el
tiempo ya nos ubicaron en una casa propia, en la calle Monte Aramo», recuerda
Nieves Cuesta.
El
matrimonio comenzó entonces a paladear las mieles de aquella Arcadia que
constituía Llaranes dentro del gris panorama español. Ensidesa y su maquinaria
colosal salvaguardaba la moral de sus trabajadores a costa de envolver en
celofán la realidad cotidiana. «Ensidesa se ocupaba de todo: teníamos un economato,
nos daban plaza gratis en el colegio, sólo nos cobraban 50 pesetas de renta,
nos proporcionaban carbón sin cobrar un duro. Por hacer, hasta nos cambiaban
las bombillas si se nos fundían. Venía un técnico a casa y ¡hala! Era un
progreso», destaca Cuesta.
Un
término, progreso, que Nieves Cuesta y su familia habían tardado en conocer 32
años, edad con la que volvieron a España. La empresa siderúrgica había
instalado un tranvía que comunicaba Llaranes con el centro de Avilés. Los
habitantes del barrio adquirieron, de este modo, un sentimiento de identidad
propia. «Todos habíamos llegado de fuera y luchábamos por labrarnos un futuro.
Convertimos el poblado en nuestro hogar a base de colaborar entre nosotros, de
ayudarnos mutuamente. Era un ejemplo de amistad. Venir a Llaranes fue la mejor
elección de nuestras vidas. Nunca nos arrepentimos», comenta Nieves Cuesta.
Con
un empleo en Ensidesa y las esporádicas clases particulares de idiomas que
impartía Nieves, la familia Lago Cuesta comenzó a disipar de su memoria los
oscuros episodios en los que sus vidas se habían dividido hasta ese momento.
Una historia que tiene su génesis en 1934, con la Revolución de octubre.
Nieves vive con su familia en el pueblo mierense de Ablaña. El padre, José
Cuesta, es minero y comunista. Apoya la rebelión y acompaña a sus compañeros al
frente. Cuatro días más tarde, un tren llega a la estación de Mieres. Nieves y
sus cinco hermanos, que se habían trasladado a la Pereda , reciben la noticia
de que en el convoy viaja su padre. La información es certera.
José
Cuesta descendió del vagón, le dio un beso a cada uno de sus hijos, entregó 75
pesetas a Nieves, la mayor, y se fue. Los suyos no volvieron a verlo.
Huérfanos
de padre, Nieves Cuesta y sus hermanos fueron recogidos por el Socorrro Rojo
Internacional y dados en adopción a varias familias alicantinas. A Nieves le
tocó en suerte los Guardiola. El padre de familia, Antonio, agricultor, es
secretario general del Partido Comunista de Alicante cuando estalla la Guerra Civil. Antonio
Guardiola ejerce labores de despacho. No guerrea en el frente. Alicante es el
último reducto republicano, por lo que las acometidas franquistas se
recrudecen. Nieves crece con la angustia de los bombardeos. Alicante cae y la
vida de los Guardiola se desmorona. Antonio se ve entre la espada o la pared.
«Era el exilio o el paredón», señala Nieves. Optan por el exilio a la Unión Soviética.
Lo
que parecía el inicio de un viaje hacia la libertad fue, en realidad, lo más
parecido al infierno. El mítico barco «Stanbrook», en el que miles de
republicanos huyeron de España, recaló en Alicante. Miles de personas esperaban
en el puerto. Era una trampa. En el interior no había sitio para todos. Sólo
aquéllos con cargos políticos, como era el caso de Antonio Guardiola, pudieron
embarcar. El resto se quedó en tierra. Muchos, ante el abismo que se abría ante
sus pies, optaron por suicidarse allí mismo. Nieves escapó de aquella escena
dantesca por los pelos: tuvieron que izarla con una cuerda e introducirla en el
barco por una escotilla para arrancarla de la muchedumbre que intentaba abordar
la nave.
El
«Stanbrook» llega a Stalingrado (hoy San Petersburgo) en junio de 1939. El
recibimiento del pueblo soviético es entusiasta. A Nieves y su familia adoptiva
los trasladan a Harkov, en la actualidad territorio ucraniano. Tras unos meses,
se asientan definitivamente en Moscú. Nieves aprende idiomas y vive protegida
por las autoridades soviéticas. «A los republicanos españoles, los rusos nos
trataban muy bien. Teníamos muchos privilegios», recuerda Cuesta.
Los
españoles exiliados hace piña, se asocian, intercambian experiencias. En un
baile, Nieves conoce a Ángel. Con el tiempo deciden casarse. El nacimiento en
Moscú de su primogénito, Francisco, aviva las ansias de volver a España. La
lejanía distorsiona la realidad. «Creíamos que Franco iba a caer, sobre todo
después de que los fascistas pedieran la Guerra Mundial.
Estábamos convencidos y por eso queríamos volver», confiesa Cuesta. Si a la
pareja le quedaba alguna duda, la muerte de Stalin las disipa. «Era nuestro
maestro», señala la avilesina de adopción.
Parten
de la Unión Soviética
en pleno invierno. Atrás quedan mil papeleos y la colaboración de la Cruz Roja. Llegan a
España en los albores de la primavera de 1957.
Nieves
Cuesta y Ángel Lago son un ejemplo de integración. Ninguno de los dos nació en
Avilés, pero ambos se comportaron como avilesinos de pro. Inculcaron a sus
hijos el amor por la villa. De hecho, el primogénito, Francisco, llegó a ser
concejal de Hacienda con el PSOE entre 1991 y 1995. «A Avilés no lo cambiamos
por nada. En ella nos sentimos libres», señala Nieves Cuesta que, a sus 84
años, ve el futuro con cierto optimismo, aunque el Niemeyer no le termina de
convencer. «No sé con qué lo van a ocupar. Está claro que dará prestigio a la
ciudad, pero del prestigio no se come», afirma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario