Miércoles, 28 de abril de 2010
Alfonso LÓPEZ ALFONSO
Vidas truncadas
La huella de la contienda civil en las memorias de la
mierense Nieves Cuesta Suárez, «niña de la guerra»; del exiliado Juan Jesús
González y del maestro de Ceares Julián Campo Zurita
James Agee, que recorrió junto al fotógrafo Walker Evans el
Estado de Alabama para retratar a varias familias de aparceros durante el
verano de 1936, se dio cuenta de que en ocasiones sobra el arte porque se
impone la vida. Percibió que cuando lo que tenemos delante es significativo de
algo, muy bien puede representarse a sí mismo sin añadidos, y por eso al hablar
de uno de los protagonistas de «Elogiemos ahora a hombres famosos» deja patente
los aprietos en que se ve el artista cuando el objeto a sublimar es capaz de
eclipsar con su realidad -con su autenticidad, si se quiere- todo intento de
elevación: «George Gudger es un ser humano, un hombre que se parece más a sí
mismo que a ningún otro ser humano. Podría inventar incidentes, apariencias,
adiciones a su carácter, procedencia, entorno, futuro, capaces de apuntar,
indicar y subrayar cosas importantes de él que de hecho estoy seguro de que son
ciertas, y significativas, y que el George Gudger sin cambios ni
condecoraciones no indicaría, ni siquiera sugeriría. El resultado, si tuviera
suerte, podría ser una obra de arte. Pero en cierto modo, un hecho mucho más
importante, digno y cierto sobre él que yo no podría inventar aunque fuera un
artista ilimitadamente mejor de lo que soy, es el hecho de que sea con
exactitud, hasta el último centímetro e instante, quién, qué, dónde, cuándo y
por qué es».
Tengo sobre la mesa tres libros de memorias que confirman la
apreciación de James Agee. Los protagonistas de estas historias tienen en
común, además, el hecho de que el 18 de julio de 1936 les partió la vida en
dos. Cogiendo el subtítulo del libro «Hijas de la ira», que Juana Salabert
publicó hace unos años con testimonios de mujeres, podemos decir que las de
Nieves Cuesta Suárez, Juan Jesús González Ruiz y Julián Campo Zurita fueron
vidas rotas por la Guerra Civil.
«Simplemente mi vida» (Azuzel, 2009), titula Nieves Cuesta
Suárez sus memorias, que tienen ese tono familiar, cercano, como si lo que aquí
se dice estuviera contado en la cocina, en animada charla de sobremesa. Por
cómo acercan el testimonio de la Revolución del 34 y de la Guerra Civil
recuerdan estas memorias a otras editadas también recientemente, las de Ángeles
Flórez Peón Maricuela (Fundación José Barreiro, 2009), con la diferencia de que
durante la guerra Maricuela -llamada así por el papel que representó en una
obra de teatro- era ya una moza en el Carbayín (Siero) y Nieves Cuesta era una
niña, una de esas niñas de la guerra que partieron hacia la Unión Soviética.
NIEVES CUESTA
Nacida en La Pereda (Mieres) en 1925, Nieves se queda huérfana de padre a los nueve años, precisamente en octubre del 34: «Tal vez hacia el noveno día de revolución, en esta encarnizada lucha, cayó mi padre, José Cuesta Blanco, como otros tantos, muchos jóvenes rebeldes, que soñaron con poder derribar la tiranía que los explotaba. Sus ideales eran sanos, su causa era justa, pero las dificultades resultaron insuperables». Este hecho la llevará a separarse de su madre y partir hacia Alicante, donde será acogida por una familia. Disfruta aquí de los encantos de la vida acomodada, pero será por poco tiempo, pues al final de la guerra la filiación comunista de su padrastro hará forzosa la huida. Embarca en Alicante, en el «Stanbrook»; Orán, Marsella, Le Havre, Leningrado, y al final del viaje Jarcov (Ucrania). Por distintos lugares de la Unión Soviética peregrinará su hambre durante los años de la II Guerra Mundial para terminar en Moscú. En la Unión Soviética, dentro del entorno de españoles residentes allí, conoce a Ángel Lago, se casa y tiene dos hijos. Volverá a España en 1957 para reencontrarse con la familia. Su marido se pone a trabajar en Ensidesa y poco después nacerá el tercer hijo del matrimonio. Ésta es, a grandes rasgos, la historia de Nieves, que ella escribe con intención de que sus nietos entiendan el mundo del que vienen.
González Ruiz dejó Francia y pasó a España para
luchar contra Franco
«Huyendo del fascismo» (Foca, 2009) es una especie de manuscrito encontrado por Julián Olivares -profesor de la Universidad de Houston encargado de la edición- en el que Juan Jesús González Ruiz relata 21 negros días que ocupan el desmoronamiento del frente de Cataluña, las dificultades para cruzar la frontera francesa y la decepción de encontrarse al otro lado rodeado de alambradas en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer. Lo curioso de este manuscrito es que, además de permanecer inédito hasta ahora, Olivares tuvo la oportunidad de entrevistar personalmente a González Ruiz en su casa de Caracas en los años 2004, 2006 y 2007, y estas entrevistas forman parte del libro, junto al facsímil del cuaderno de González Ruiz, su transcripción y un apartado de útiles glosas y notas. Como señala Olivares, hay algo que distingue este caso del resto de testigos del final de la contienda y la riada del exilio, y es que Juan Jesús González Ruiz no vivía en España cuando estalló la Guerra Civil, sino en Francia, desde donde pasó como guía de algunos refugiados vascos llegados a Burdeos después de la caída de San Sebastián e Irún.
Nacido en 1918 en Castejón del Ebro (Navarra), es el menor de
cuatro hermanos y al igual que Nieves Cuesta quedará muy niño huérfano de
padre. La familia emigra en 1928
a Burdeos, quedando Juan con una tía suya en Aguilar del
Río Alhama (La Rioja). Seis meses después fallece la madre. En 1931 sus
hermanos consiguen trasladar al resto de la familia a Burdeos. Allí Juan se
interesará por el dibujo y allí se encuentra cuando estalla la Guerra Civil.
Con el idealismo y el entusiasmo propios de la juventud, decide pasar la frontera
para luchar contra Franco. Lo que escribió en Burdeos entre febrero y abril de
1939 fue el itinerario que siguió desde que la noche del 23 de enero planifica
la salida de Barcelona hasta que el 14 de febrero a las 10 de la mañana
abandona el campo de concentración de Argelès-sur-Mer: Mataró, Gerona,
Figueras, La Junquera, Le Perthus. En la frontera, custodiada por senegaleses,
ve a madres que pierden la razón y son separadas de sus hijos, otras que lloran
con el cadáver de un bebé entre los brazos, hambre, miseria, desesperación,
suicidios. Una vez pasada la frontera las cosas no mejoraron demasiado. No les
dejan descansar hasta alcanzar el campo de concentración y cuando llegan hay
que dormir enterrados en la arena: «Cada día que pasaba, se multiplicaban los
muertos». Las entrevistas de Olivares a González Ruiz, más allá de algún
despiste puntual como olvidar la infancia sevillana de Antonio Machado y decir
que es de Soria, tienen tanto o más interés que el propio documento escrito por
éste. La historia de vida que consigue Olivares con estas entrevistas convierte
a González Ruiz en testigo privilegiado del devenir mundial entre los años
treinta y la actualidad. Después de la guerra de España vino la Segunda Guerra
Mundial y el protagonista de estas memorias trabajó en el consulado de
Venezuela en Burdeos; más tarde, ocultando su pasado republicano, consiguió
empleo como contable para los alemanes, que en ese momento construían una base
submarina en Burdeos. Sin embargo, al final de la guerra trabajará para los
americanos, primero en Marsella y luego en la reconstrucción de Alemania.
Durante estas labores conoce a Margarita, que se convertirá en su mujer. La
pareja, harta de guerras, acaba emigrando a Venezuela, donde González Ruiz ve
oportunidad de hacer negocios.
«Los avatares de una vida» es el título que Julián Campo
Zurita le puso a sus memorias, editadas por el Muséu del Pueblu d'Asturies. Son
memorias con todas las de la ley, porque rara vez se consigue contextualizar la
vida del individuo en la marcha colectiva de la historia como lo hace aquí
quien fue maestro de Primera Enseñanza desde los trece años. Editado con
profesionalidad por Leonardo Borque y Jesús Suárez López, con un prólogo
pertinente y unos útiles apéndices que incluyen documentación del consejo de
guerra al que se enfrentó el maestro, el expediente de depuración que se inicia
contra él en 1937 y del que no se ve libre hasta 1961, cuando tenía 71 años y
ya no podía ejercer su profesión, y algunos artículos periodísticos suyos en
los que el lector puede entretenerse como extra, «Los avatares de una vida» no
deja indiferente. Pasma, en primer lugar, la precisa memoria de quien conocía
muy bien el mundo que le rodeaba y es capaz de insertar con milimétrica
precisión su vida en el runrún general de su tiempo -únicamente un par de veces
tiene algún desliz mínimo que los editores aclaran en nota.
JULIAN CAMPO
Nacido en Madrid en 1891, Julián Campo Zurita era hijo de un tipógrafo que se casa con la hija de su patrona asturiana. Poco después el retoño recalará en la aldea de Priero (Salas) con su abuela y a ellos se unirán los padres con la ristra de los hijos que van llegando. El tipógrafo se reconvierte en maestro y el hijo mayor seguirá sus pasos. Será primero maestro interino por diversos pueblos de Salas hasta que en 1909 obtiene plaza en Igueste (Tenerife), donde permanece cerca de un año. Vuelto a Asturias tendrá que hacerse cargo de una parte de su larga familia y sigue rotando por algunas escuelas de Belmonte de Miranda y Pravia, hasta que en 1921 se casa y poco después se traslada con su mujer, Natividad, y los dos mellizos que le han nacido a Trevías. Allí permanecerá durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, y allí recibirá con entusiasmo la II República, allí está cuando tiene lugar el Octubre del 34. Su siguiente destino será en 1935 como maestro de la escuela de la carretera de Ceares en Gijón. Allí lo coge la guerra y allí lo cogerán también las represalias que se tomarán contra él una vez que en octubre de 1937 las tropas de Franco toman la ciudad. Ingresado en el penal de Celanova (Orense), le piden la pena de muerte, que le conmutan por 30 años primero y doce después. El delito, haber pertenecido al sindicato ATEA, en el que se agrupaba personal de la enseñanza. Como él mismo nos dice: «Nunca tuve ocasión de leer nada de Marx, pero al parecer cuanto yo enseñaba a mis discípulos era marxismo químicamente puro».
En la prisión gallega coincidirá, entre otros, con un joven
José Benito Álvarez-Buylla. Vuelto por fin a casa a mediados de los años
cuarenta, no podrá reintegrarse a su puesto y sobrevivirá dando clases
particulares en la academia Inmaculada y en su domicilio. Junto a su mujer se
esforzará por sacar adelante a sus tres hijos (Julián, Félix y Luis) y cuando
todo parece mejorar, después de conseguir en 1967 la pensión que se merece, se
queda viudo. «¿Qué son algunos años más de vida, cuando uno es rico en tantas
pérdidas?», debió preguntarse Julián, un poco a la manera de Pierre Michon en
«Vidas minúsculas». Y para que no todo se perdiera, antes de morir en 1978, se
sentó a escribir estas páginas exactas, capaces no ya de dar idea de una vida,
una sociedad, un mundo, sino de reflejar todo eso con una precisión
anglosajona, algo, a decir verdad, bien poco usado entre nosotros.
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