El Centro
Español de Moscú, sede cultural y punto de encuentro de los más de 3.000
menores que partieron hacia Rusia entre 1937 y 1939, debe pagar 9.000 euros
antes de abril para evitar el cierre tras perder las ayudas económicas del
Estado español. “El Centro es como nuestra madre”, señala Mansilla, presidente
de la institución.
Público.es
/ ALEJANDRO TORRÚS / 15-03-2013
‘Niños
de la guerra’ practicando gimnasia en una de las ‘casa de niños españoles’en la
URSS (Cedido por Centro de España en Moscú)
La mayoría
llegaron en barco a Leningrado en el verano 1937. Eran alrededor de 3.000 niños
entre 2 y 16 años. El viaje a la Unión Soviética no debía ser para ellos más
que unas breves vacaciones
para escapar de la Guerra Civil española, tal y como les contaron sus padres.
Salieron, principalmente, de Euskadi, Asturias y Valencia. Las ‘vacaciones’,
sin embargo, se prolongaron un mínimo de dos décadas más de lo esperado. Otros,
nunca regresaron y crearon una nueva vida en la URSS. Ahora, los apenas 120
‘niños de la guerra’ que permanecen en Rusia deben afrontar un pago de 9.000 euros para evitar el
cierre del Centro Español de Moscú, punto de encuentro desde 1965 de estos ya
octogenarios víctimas de la Guerra. El Estado español que retiró las ayudas en
2010, de momento, no responde.
“Si nos quitan el
Centro desaparecemos de la faz de Rusia.
Es como nuestra madre”, explica Francisco Mansilla, presidente
del Centro, a Público.
La comunidad
española de ‘niños de la guerra’ fue la única familia para la mayoría de ellos
y el Centro Español de Moscú, antigua sede del PCE reconvertida en centro
cultural en 1965, su último suelo patrio. El único rincón de toda la Unión
Soviética donde el español era la lengua oficial, el flamenco la música por
excelencia y el dominó el juego de la
sobremesa. Desde su apertura, miles de personas han acudido
allí para aprender castellano, conocer a la comunidad española o cursar clases
de bailes folclóricos. El Centro español es una casa para ellos, pero también
es una porción de España para todo visitante.
La crisis
económica y el paso del tiempo, sin embargo, han acentuado el olvido de las instituciones del Estado español,
que han denegado al Centro español de Moscú toda subvención. “Se olvidaron de
nosotros durante 40 años. Después hicieron el amago de hacernos caso. Ahora,
parece, que nos dejaran morir en el olvido”, se lamenta Vicente, que se
pregunta si España pedirá perdón alguna vez por “romper” sus familias.
El naufragio
económico llegó en 2010 cuando el Inserso denegó la subvención solicitada por
el Centro Español. Desde entonces, el Centro está siendo financiando con las
exiguas pensiones de ‘los niños de la guerra’, pero la pensión ya no da para
más. En 2012, el lehendakari Patxi López se comprometió a una partida de emergencia
de 10.000 € que, finalmente, quedó sin tramitar. Con el cambio de Gobierno en
Euskadi, los ‘niños de la guerra’ solicitaron ayuda al PNV, que les ha
recomendado volver a iniciar los trámites legales. El Partido Popular: no sabe, no responde.
El tiempo, sin
embargo, juega en su contra. En abril, el Centro Español debe abonar el alquiler
de un nuevo trimestre, alrededor de nueve mil euros contando los gastos
generales de luz, teléfono y mantenimiento. De lo contrario, no tendrá otra
solución que echar el cierre al
local y con él una parte fundamental de la memoria de España.
Sin billete de vuelta
La larga travesía
hacia el olvido de estos españoles en perpetuo exilio comenzó en 1937. Los más
de 3.000 menores que llegaron a Rusia huyendo de la Guerra Civil fueron
alojados en las llamadas “Casas de
niños españoles”, residencias donde recibían educación y
alimentos. La Unión Soviética procuró una carrera universitaria al que deseara
estudiar, y un oficio industrial a los que preferían trabajar desde temprano. A
pesar de las circunstancias, muchos de ellos reconocen haber sido unos
privilegiados por el trato recibido de las autoridades soviéticas, sobre todo
si se comparan con los derechos del pueblo soviético.
Patxi
López comprometió una ayuda de 10.000 euros que no tramitó
Sin embargo, la
tragedia iba por dentro: su vida era un
exilio perpetuo. En España, sus padres dieron por muertos a
muchos de ellos y en la URSS los niños crecían olvidando por segundos el rostro
de la madre que los despidió llorando en un puerto bajo el estruendo de las
bombas.En su memoria se entremezclan las imágenes de destrucción, hambre,
bombas incendiarias y eternos viajes de huida en barco y tren.
Han vivido la
Guerra Civil, cuando aun eran demasiado pequeños para entender qué estaba
ocurriendo, pero también padecieron el horror de la II Guerra Mundial. Muchos
de ellos, a pesar de su corta edad, tuvieron que trabajar en la construcción de
aviones y armamento militar en la Unión Soviética. Se trataba de derrocar al fascismo, y
la victoria de la URSS también les acercaría a su victoria personal: regresar a
casa junto a papá y a mamá.
La guerra
finalizó, pero su victoria no llegó y
tuvieron que permanecer en ‘el país del proletariado’ hasta, como mínimo, la
década de los 50 y 60.
Francisco Mansilla. 87 años. Moscú
Francisco
Mansilla es el presidente del Centro español de Moscú. Su vida está ligada a
Moscú desde los 11 años hasta el final de sus días, asegura. Ya no volverá a España. “Estoy mayor
para aviones y la edad no se cura”, asegura. A pesar de ello, mantiene un perfecto
castellano sin acento ruso. Se muestra orgulloso de ello. “No nos paso como a
los exiliados franceses que hablan un español raro”, bromea Mansilla que
asegura que la razón del mantenimiento de su acento es el Centro español de
Moscú. “El Centro es el principal artífice de que los españoles hayamos
sobrevivido todos juntos. Aquí tenemos nuestras reuniones, bailes, fiestas,
etc. El Centro es como nuestra madre. Sin él nos perdemos. Seríamos islas
dentro de Rusia”, afirma.
La vida de
Mansilla refleja la dureza de una época en la que comer a diario era cosa de
clases sociales. Con 10 años fue internado en un centro de menores en Madrid.
Era el mayor de cinco hermanos y su familia no podía alimentarlos a todos. Su
madre tuvo que elegir y Francisco era el mayor. No obstante, en el centro de
Madrid estuvo apenas unos meses. En octubre de 1936 el ejército de Franco se
aproximaba a Madrid y los niños fueron trasladados a Gandía (Valencia), donde
Francisco guarda uno de sus mejores recuerdos de la infancia: la guerra de naranjas con el resto de niños.
Allí, “un señor ruso” preguntó quién quería ir a la Unión Soviética. Él levantó
la mano. “Francisco, te vas al paraíso del proletariado”, le decía su padre.
“Lo que él no sabía es que aquello era el infierno del proletariado”, asegura.
Mansilla solo ha
regresado a España como turista. En la Unión Soviética terminó sus estudios
como Ingeniero agrónomo, se casó con una mujer rusa y tuvo un hijo, que
también vive en Moscú. Cuando pudo regresar a España en 1956 sus suegros
enfermaron de gravedad y decidió quedarse allí para cuidar de ellos. “En Rusia, siendo extranjero, mucha gente pensaba que
eras agente de la CIA. Ellos me ayudaron enormemente y cuando
enfermaron yo no podía olvidar lo que habían hecho por mi. Era un crimen
marcharme”, asegura.
Araceli Ruiz. 88 años. Gijón.
La vida de
Araceli podría protagonizar cualquier película de Hollywood. La recita de
carrerilla. Con fechas, calles y compañeros de batalla. Cuando apenas tenía 15
años recorrió media Unión Soviética huyendo de la guerra, se licenció por
partida doble como ingeniera técnica de Construcción de puentes y carreteras y
licenciada en Economía y trabajó como soldadora de aviones soviéticos durante
la guerra; como capataz de un batallón encargado
de reconstruir la Plaza Roja y alrededores; como traductora de
soldados soviéticos en Cuba durante cinco años (1961-1966) donde conoció a los Castro y a Che Guevara;
en el ministerio de Economía soviético y en el Comité Estatal de Radio y
Televisión donde transmitían para America Latina.
En 1980, regresó
a España junto a sus dos hijas. Tenía 56 años. Poco le sirvieron entonces sus
dos carreras y su dilatada experiencia profesional. El único trabajo que pudo
ejercer fue de empleada de hogar. “Se juntaron dos factores: era mujer y mi experiencia académica y profesional
era soviética. No me querían en ningún lado”, asegura. Su vida,
dice, ha sido una continúa lucha. “No me han dejado otra salida. Ahora con 88
años me gustaría descansar pero tengo que seguir luchando por mis nietos y por
el Centro español de Moscú”, confiesa. La batalla de Araceli arrancó en
septiembre de 1937 cuando con 13 años embarcó en un barco de carga francés
junto a sus cuatro hermanas y más de 1.000 niños asturianos con destino a
Leningrado. La acogida -recuerda- fue fantástica. “Nos recibió casi todo el
pueblo. Había banderas de la República y pancartas que decían: Bienvenidos
niños del heroico pueblo español”, rememora.
En Rusia conoció
a su marido, también asturiano, quien falleció en 1975, meses antes de la
muerte de Franco. “Cuando estaba ingresado en el hospital ya muy malito él se
preguntaba si viviría lo suficiente para ver la muerte de Franco. No le dio
tiempo”, se lamenta Araceli. No fue hasta 1964 cuando se reencontró con sus
padres fue en Cuba y gracias a la intermediación del entonces ministro de
Industria, Ernesto Guevara, El Che. Hasta entonces, el único contacto que había
mantenido era a través de cartas que viajaban de Moscú a Brasil, después a
Argentina y a España. La hermana de Araceli, Cocha, trabajaba en aquel entonces
en Cuba en el ministerio. Guevara, sorprendido por su origen español, le
preguntó por su historia. “Galleguita,
¿qué haces acá?, le preguntó.
Conmocionado tras
conocer la historia de la familia de Araceli, Guevara movió los papeles
pertinentes para permitir que los padres de Araceli viajaran a la isla durante
cuatro meses. “Guevara era una persona
magnífica. La mejor de todas. Fidel (Castro) es un grandísimo
orador y desprendía carisma. Sin embargo, Raúl (Castro) era mucho más serio y
reacio a toda relación”, asegura. Su vida, asegura, ha estado guiada por un
refrán ruso: ‘Debajo de una piedra asentada no pasa el agua. Hay que levantar
la piedra, dice el refrán. Mi vida ha sido un continuo levantar piedras”,
concluye.
Manuel Arce. 84 años. Madrid
Manuel Arce es
cirujano especialista en neurorradiología. Desde su señorial casa en Paseo de
la Castellana recuerda cómo su madre, sola al cargo de tres niños mientras su
marido batallaba en la guerra, había oído que se estaba preparando una
expedición de niños a la Unión Soviética “para tres o cuatro meses”, hasta que terminara
la guerra. “Nadie, ninguna madre pudo imaginar jamás que la separación iba a
durar 20, 30 años o más, o que, en el peor de los casos no iba a ver a sus
hijos jamás”, asegura. En su caso, la
separación duró 20 años.
Manuel viajó en
el mismo barco que Araceli, el Habana, embarcación que fue perseguida por el
buque de la armada franquista “Almirante Cervera” hasta que consiguió llegar a
aguas internacionales. Allí los recogió el “Sontay”, un buque mercante con
tripulación rusa y china. El 22 de junio de 1937 llegaron Leningrado. Justo
cuatro años después, comenzaría la II Guerra Mundial. Manuel recuerda su
estancia en la Casa de niños nº 5 en Óbnisnkoye y los ensayos de alarmas aéreas
para preparar a los niños ante posibles
ataques aéreos.
“Estas alarmas
aéreas fueron como un juego hasta que un día nos bombardearon de verdad. La
primera bomba que cayó cerca del bloque donde vivíamos me pilló durmiendo en mi
cama, ya que aquel día no hice caso de la alarma pensando que era un ensayo
más”, recuerda. La guerra, como para el resto de niños, fue para Manuel un
éxodo continuo. Desde Óbnisnkoye a Básel, Alexéyevka y Orlovskóye en la región
de Sarátov en el Volga, y finalmente a Najábino, nuevamente cerca de Moscú.
Pero no fue en la guerra donde sufrió su mayor accidente. En 1943 de camino al
trabajo el tranvía en el que viajaba descarriló y perdió las dos piernas.
La vida de
Manuel, como la de otros tantos, transcurrió de casa en casa de niños españoles
hasta la edad de estudiar. Primero fue técnico de radio y después ingresó en la
Universidad de Medicina. En 1956, cuando estaba en tercer curso, se permitió el
regreso por cupos de los niños de la guerra. Manuel regresó en la tercera
expedición. Sin embargo, no tardó en
retornar. Apenas un año después y burlando los controles
fronterizos volvió a Rusia para finalizar la carrera de medicina y
especializarse en neurorradiología.
Finalmente, el 1
de marzo de 1966 regresó a España donde solamente había dos especialistas en
neurorradiología. Trabajó para el Hospital La Paz, se licenció en Odontología y
abrió una empresa para la comercialización de productos en Rusia. No obstante,
la actividad más preciada fue la creación
de la “Fundación Nostalgia”, de la que es presidente y mediante
la cual consiguió una pensión para los ‘niños de la guerra’ que aun permanecer
en Rusia y un viaje gratis al año a España con el Inserso (privilegio que
también han perdido).
Vicente Ramos. 83 años. Basauri
A sus 82 años,
Vicente Ramos (el segundo comenzando por la derecha) sigue recordando a diario
la figura de su padre, minero del valle de Somorrostro, y de su madre. De
hecho, su fotografía preside el salón de su casa en Basauri (Euskadi). La
primera vez que les vio, “con pleno uso de razón”, fue en 1957 cuando Vicente
ya había cumplido los 26 años. Fue en un hostal
de Hendaya que regentaba Dolores, una mujer española. Apenas
pasaron dos semanas juntos. Allí pudo conocer a dos hermanos que nacieron
después de su partida. El hermano que partió con él hacia la Unión Soviética
murió durante la II Guerra Mundial.
Vicente tenía
seis años recién cumplidos cuando embarcó en El Habana con destino a
Leningrado. Del largo viaje apenas recuerda algunas escenas como los interminables juegos con el resto de chavales
de la expedición. Vicente, afirma, no era consciente de la tragedia que estaba
viviendo su familia en ese momento. Vivía tranquilo porque su hermano le
protegía. Poco tiempo después, cuando él tenía 10 años, su hermano murió y,
entonces, se hizo mayor de repente. Estaba solo en la Unión Soviética.
En el país
socialista Vicente finalizó sus estudios como ingeniero agrónomo, primero, e
ingeniero de Obras públicas, después. Mientras habla en un perfecto español se
escucha una voz femenina inteligible de fondo. Vicente responde en ruso. “Es mi mujer. En casa siempre hemos hablado en ruso
ya sea aquí o en Rusia”, asegura. Con ella, Vicente ha tenido
dos hijos. El mayor vive en Catalunya, la pequeña sigue en Rusia donde ha
formado familia. “Esta es la tragedia de mi familia. Siempre hemos estado
divididos”, reconoce.
Vicente retornó
definitivamente a España en la década de los 90. Antes, en los 60, lo intentó
junto a su mujer, embarazada de su hija, y con su hijo siendo un niño. “Fue
imposible adaptarse”, reconoce. “Las
diferencias culturales eran casi insalvables. Más allá de que
no reconocían mis estudios, la vida era muy diferente. Simplemente un detalle
sirve para explicarlo. A mis padres tenía que llamarlos de usted. En la Unión
Soviética ya no se llevaba eso”, señala.
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