domingo, 30 de diciembre de 2018

Entrevista a Emilia Fdez. Cueli

 

Nota

Emilia Fdez. Cueli, "niña de la guerra", fue una buena amiga de Nieves Cuesta. 

Seguramente a ésta le hubiera hecho ilusión, de haber sido posible, haber leído sus respuestas,  recordar sus vivencias comunes y reflexionar sobre esos capítulos de sus vidas. En honor a ambas, ahí va la reproducción de esa entrevista publicada en La Nueva España en diciembre pasado.

 

 




Saúl FERNÁNDEZ

Domingo, 30 de diciembre de 2018

Una vida modelada por la guerra
Emilia Fernández Cueli huyó de Gijón a los 12 años, sufrió el cerco de Leningrado con 16 y se estableció en Avilés hace seis décadas


Emilia Fernández Cueli es una Niña de la Guerra de 93 lucidísimos años. Vive desde hace tres décadas en el barrio del Carbayedo, “pero cuando volvimos a España nos tocó ir a Garajes”. Fernández Cueli se refiere a la aventura que protagonizó ella misma y también su marido José María Pais Sánchez, “que murió hace un par de años”. Los dos tuvieron a Conchita, que nació en Moscú. Se habían casado en la Unión Soviética, que es un país que sólo existe en los libros de texto o en la melancolía del siglo que se ha ido. Sin embargo, Fernández Cueli habla de Rusia con absoluta naturalidad y destreza: de la vida que le llevó allí y de que de allí se trajo la familia, un título de Perito Textil y, ante todo, una colección de historias tan grande como su vida entera.
Con una gran sonrisa, cuenta que nació en Gijón, en Pumarín. “Justo enfrente de donde está El Corte Inglés, era donde vivíamos”. Era el año 1925, el de “El gran Gatsby” o “El acorazado Potemkin”.
“Embarcamos para Rusia en setiembre de 1937, subraya. Unas semanas antes de que cayera Asturias del lado nacional y se finiquitara la Guerra Civil en el Principado. Ella y cuatro hermanos más subieron en el vapor “Dairiguerme”, que salió como pudo de El Musel, en Gijón, cargado con niños en dirección a Rusia, “una expedición de niños de toda Asturias”, recalca. Así que Luisa, Emilia, Oliva, José y Josefina Fernández Cueli dejaron a su familia para salvarse de las bombas y de la posguerra.
Lo hicieron a bordo de un carguero y en mitad de la noche, recalca Fernández Cueli. Y esto fue así “porque los franquistas estaban muy pendientes”. Entonces, a dos pasos, entrando en Villaviciosa, a pocas horas de tomar Gijón.
“Mientras estábamos saliendo, nos bombardearon”. Así recuerda Fernández Cueli el comienzo de su aventura en un país tan lejano como la Unión Soviética. “La maestra, que era comunista y se llamaba Nieves, me dijo: “Milia, tú tenías que ir para Rusia”. Y yo le pregunté que qué era eso. Entonces me explicó que estaban recogiendo niños en los orfanatos para luego embarcarlos. Empezaron con los hijos de los mineros que mataron en la Revolución del 34. Ellos fueron los que estaban los primeros. “En Rusia vas a estar muy bien, a ti que te gusta bailar”, insistió ella. Y fui para casa y se lo dije a mi madre, pero ella dijo que ni hablar. “Que sí, mami, déjame marchar”. “Vale, con una condición: si quieres marchar, llevas a tus hermanos”. Eran más pequeños que yo, pero después se apuntó una mayor que viajó para ayudar. Maestra no, porque no tenía carrera, pero era auxiliar”, relata Fernández Cueli al periodista. “Ella fue, después, educadora en una casa de niños, en la que estuvimos nosotros”, recalca.
“Mi padre trabajaba en la Fábrica de Moreda y mi madre, en casa, como todas las mujeres”, apunta Fernández Cueli. La Sociedad de las Minas y Fábrica de Moreda y Gijón tuvo en el primer tercio del siglo pasado una siderúrgica principal que es el antecedente de empresas posteriores como Uninsa o Ensidesa. “Mi padre trabajaba en laminación. Iba yo a llevarle la comida desde Pumarín con la maletina. Eran lo menos dos kilómetros o más”, recuerda Fernández Cueli. “Vivíamos de eso: del sueldo de mi padre”.
Casi todos los niños que salieron con Fernández Cueli en el último viaje en dirección a Rusia “eran de la cuenca minera; algunos, de Santander, que habían venido huyendo de los nacionales. Y poco más”. Lo que estaba previsto era que la última expedición saliera “hacia el día 10 de septiembre”, pero no pudo ser. “No teníamos barco”.
En la noche del 23 al 24 de septiembre de 1937 Emilia Fernández Cueli y sus hermanos dejaron España por veinte años.
Cuando regresó, Stalin había pasado a mejor vida, Hitler se había suicidado en el búnquer de Berlín y había comenzado un choque de imperios bajo una sombra atómica, un mundo que sobrevive en la memoria Fernández Cueli y que transforma en palabras con la sabiduría de una experiencia subrayada y un deseo de no perder el tiempo que ha vivido.
Con el “Dairiguerme”, Emilia Fernández Cueli y sus hermanos llegaron “a un puerto de Francia”. Allí les estaba esperando un crucero soviético. “Hasta Francia hicimos un viaje fatal. Tardamos mucho, no sé cuánto. Tras coger el crucero, fuimos a Inglaterra, donde había otro barco esperándonos. Llegamos a Leningrado muy bien”, cuenta.
Eso fue el 5 de octubre, casi dos semanas después de haber partido de Gijón. “El mar era muy bravo”, dice. “Íbamos casi mareados todo el tiempo, pero igual que cuando regresamos”.

 


 

Recibimiento
“¿Quién nos recibe? Lenin-
grado entero. Una emoción, unos aplausos, los Niños de la Guerra... fue de maravilla.
Lo primero que hicieron fue llevarnos a las duchas, ponernos guapos, con ropa nueva, tiraron todo lo que traíamos viejo y, antes de repartirnos por las casas de niños, los orfanatos, nos llevaron a un hotel. De los mejores de Leningrado” cuenta la mujer. En la actual San Petersburgo había tres casas de niños, dos de ellas para los que eran “un poco mayorinos”. En Pushkin, cerca de la gran ciudad, estaba la casa de los niños más pequeños. “Eso, que nos separasen a los hermanos, fue lo único que yo vi mal de todo lo que hicieron con nosotros”, recalca. “Nos llevaban a ver a la pequeña, a Josefina, pero ya no era igual que estar juntos”, se lamenta. “Nos catalogaron por los años, no por lo que sabíamos”, cuenta. “Todos sabíamos lo mismo: no llegábamos a dividir, me parece”.

El cerco
“Estuvimos ahí hasta que nos echaron los alemanes”, determina. Se refiere al cerco de Leningrado: los nazis sitiaron la ciudad desde septiembre de 1941 hasta enero de 1944. Emilia Fernández Cueli fue una de las víctimas de uno de los episodios más terribles de la Segunda Guerra Mundial y de la reciente historia de Occidente.
“Hasta que no llegó la guerra estuvimos muy bien: éramos los niños mimados, teníamos de todo, íbamos a la ópera...”

—¿Ah, sí?
—Todos los domingos. A la ópera o al teatro y, por el invierno, a patinar a un parque cercano. Por el verano íbamos a un sitio que había río. Estábamos como señores. Si no te gustaban aquellos zapatos decías que te mancaban y te daban otros. Los sombreros... Ni los nietos de Franco vivían como nosotros.
“Empezó la Guerra el 22 de junio y salimos en marzo de la ciudad”, cuenta.
Fernández Cueli se refiere a la Operación Barbarroja, es decir, a la invasión de la Unión Soviética por parte de los nazis. “Veíamos cómo moría la gente, lo veíamos por la calle: trineos cargados de muertos para llevarlos al cementerio. Fue horrible. Nos daban 100 gramos de pan y dos sopas: una por la tarde y otra por la noche. Sopa que sabe Dios de qué era. Y nada más”, apunta.
La evacuación de Leningrado fue otra aventura. “Estaba allí la División Azul, en el cerco. Otra vez, unos contra otros”, se lamenta. “Salimos por el lago Ladoga el 13 de marzo de 1942. Nos sacaron en camiones. Hicieron una carretera sobre el hielo.
Ibamos con cuidado, porque ellos seguían bombardeando, formando muchas pozas. Había que escapar por la noche. Por ahí entraba lo poco que entraba de comer. La evacuación comenzó cuando comenzó a congelarse el lago”.
Fernández Cueli explica que en el Leningrado cercado continuaron estudiando al principio. “Pero luego ya no: como nos bombardeaban tanto... Además, fue un invierno fatal: hizo 40 grados bajo cero. No teníamos leña, no teníamos nada”, se lamenta.

Huida al Cáucaso
“Nos sacaron en camiones y nos metieron en un tren y pasamos toda Rusia, para el sur. Llegamos a Krasnosdar. Nos tenían preparada una escuela. Ibamos al koljós (granja pública) a trabajar. Llegamos el 30 de abril de 1942. Al día siguiente fuimos a trabajar: recogíamos girasoles, sacábamos patatas. A última hora, lo quemaron todo porque ya llegaban los alemanes. Nos salvaron de ellos, porque los rusos tiraron el puente. Con lo que teníamos, con lo que nos había dado el koljós, pusimos camino al sur, a Georgia, al mar Negro. Allí empecé a trabajar en una fábrica de seda”.
Los hermanos Fernández Cueli se desperdigaron al comienzo de la invasión nazi de la Unión Soviética. “Estábamos veraneando en un pueblo que antes era de Finlandia. Nos llevaron para casa otra vez. Y a los pequeños los evacuaron para Asia. Y allí estuvieron hasta el final de la guerra”. La vida de Fernández Cueli tras la guerra se desarrolló en Moscú. Estudió peritaje textil, se casó con José María Pais, que fue perito metalúrgico en la fábrica más importante de Rusia, “que era un poco secreta”. Habían estudiado en la misma casa de niños. “Sentábamonos juntos en el cole”. Era también de Gijón, “de Cimadevilla”. La boda la celebraron en la capital rusa en 1950, cuando ambos tenían 25 años. Conchita, la hija de ambos, nació en 1951. También en Moscú.
“Mi marido estaba enfermo: era tuberculoso. Tuvo la suerte de que una vez le ingresaron en el hospital de la fábrica. Allí había una doctora encantadora que le cogió tanto cariño que le llamaba Josinka, Joselito en ruso. Le sacó de allí y le llevó al instituto tuberculoso mejor de Moscú. Le operaron y estuvo un año de recuperación.
Le salvaron. Estuvimos juntos hasta hace dos años. Después de aquello nunca estuvo enfermo. Los médicos de Ensidesa hicieron reunión para saber cómo lo habían hecho. Aquella doctora se llamaba Tatiana Nicolaieva Jruschova”.
Muerto Stalin, la familia de Fernández Cueli pudo regresar a España. “Los de allá no nos dejaban salir. Los de acá pensaban que éramos una columna de comunistas. Así se hace la historia, por eso somos especiales los Niños de la Guerra”, cuenta.
Finalmente, en 1956 se establecieron en Gijón, en casa de la madre de Emilia, y, después, en Garajes. “Mi marido pudo entrar en Ensidesa, en las oficinas, gracias a un primo suyo, a Julio. Nos ayudó muchísimo. Y yo me quedé en casa, como todas las mujeres”, resume. “Lo peor fue la guerra. Y la enfermedad de mi marido, que estuvo al borde... Fue un buen tiempo. No volví, pero no merece la pena, me han dicho que ha cambiado mucho”, concluye la Niña de la Guerra con una gran sonrisa.
 

 

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